Un ensayo de Juan Jesús Priego sobre Ionesco me abrió una amplia red de referencias. De ese entramado tomo el hilo que más resonancias me produjo. Priego explora El rey se muere (1962), breve pieza teatral que presenta las últimas horas de un rey que, en efecto, se muere, cosa que él no quiere. La renuencia no sorprende, sólo que el monarca está acostumbrado a que su voluntad valga siempre. Es el momento de la verdad y la ficción, la realidad de las relaciones de los que lo rodean: los devotos por conveniencia y los auténticos, la real afección del rey por su pueblo y de éste por su rey. Sobre todo, el apego a la vida y la desconsolada resistencia a abandonarla. El rey aprecia por primera vez el mundo y descubre bien y belleza en lo más recóndito de cualquier coyuntura humana. El diálogo con Julieta, su criada y enfermera, parecería una lección de agudeza de mirada:
— Cuéntame tu vida. ¿Cómo vives?
— Malamente, Señor.
— No se puede vivir malamente. Eso es una contradicción.
— La vida no es hermosa.
— ¡Es la vida!
— En invierno, cuando me levanto, es todavía de noche. ¡Me hielo!
— Yo también. […] ¿No te gusta tener frío?
— En verano, cuando me levanto, apenas comienza a amanecer. La luz es lívida.
— ¡La luz es lívida! ¡Hay todas clases de luces: la azul, la rosa, la blanca, la verde, la lívida!
[…]
— Vacío los vasos de noche. ¡Hago las camas!
— ¡Hace las camas! Se acuesta uno en ellas, se duerme uno en ellas, se despierta uno en ellas. ¿Te has dado cuenta de que te despiertas todos los días? ¡Despertad todos los días…! ¡Viene uno a este mundo todas las mañanas!
[…]
— Me duele la espalda.
— Es verdad. ¡Tiene espalda! ¡Tenemos espalda!
— Me duelen los riñones.
— ¡También riñones!
[…]
— ¡Estoy cansada, cansada, cansada!
— Después se descansa. Es bueno.
— ¡No tengo tiempo de descansar!
— Puedes esperar que después lo tendrás… Echas a andar, tomas una canasta, vas a hacer las compras. Sacas el monedero, pagas, te dan el vuelto. En el mercado, hay alimentos de todos colores: lechugas verdes, cerezas rojas, uvas doradas, berenjenas violetas… ¡Todo el arco iris!... Extraordinario. ¡Increíble! ¡Un cuento de hadas!
— Después vuelvo… por el mismo camino.
— ¡Dos veces al día, por el mismo camino! ¡El cielo encima! Puedes mirarlo dos veces al día. ¡Respiras! ¿No piensas nunca en que respiras? Piensa en ello ¡Recuérdalo! Estoy seguro de que no prestas atención. ¡Es un milagro!
— Y después, después friego los cacharros de la víspera. ¡Platos llenos de grasa que se pega! Y además ¡hacer la comida!
— ¡Qué gozo!
— Al contrario. ¡Qué aburrimiento! ¡Estoy harta!
— ¿Te aburre? […] También es hermoso aburrirse. Aburrirse y enojarse, y no enojarse. Y estar descontento y estar contento. Y resignarse y protestar. Se agita uno y hablas, y te hablan. ¡Tocas y te tocan! Una magia todo ello, ¡una fiesta continua!
Sin duda es hermoso descubrir tanto bien, pero no es fácil conservar el sosiego hasta el final de esta conversación. Carece del toque iluminador del sabio que nos abre los ojos a una belleza que teníamos delante. Nos puede recordar las veces que alguien nos ha exhortado a disfrutar de algo que él mismo rehúye. Como quien se ofrece a defender nuestro proyecto vital, que no conoce o no entiende. Como quien cree que vivir el perdón es procurar que se lo pidan a uno. Es eso que detesta el pequeño empresario harto de que le digan que la crisis es una oportunidad. O lo que nos lleva a pensar, ante ciertas sugerencias: “Qué fácil es organizar el trabajo de otros…”
Ionesco veía en esta historia una preparación a la muerte, un proceso de desapego, que para el monarca es muy arduo pero que todos hemos de vivir de un modo u otro. En esta fase del transcurso el apego del moribundo es aún muy pertinaz. Al leer el diálogo, me vino muy natural pensar por contraste en Marina Sangiorgi (1972-2016), escritora nacida en Imola y fallecida muy joven. Supe de ella gracias a una amiga común, cuando su muerte era inminente. En el texto titulado “Me basta el aire” traza un descubrimiento del bien y de la belleza, semejante al del rey que muere y al mismo tiempo enormemente diverso. La toponimia se refiere a Bolonia y a sus cercanías, como el Santuario de la Virgen de San Lucas.
Desde finales de mayo miro hacia arriba caminando, y por fin he visto que el cielo es tan hermoso, el azul del cielo, las nubes, el azul y el blanco, y el calor del sol sobre mi espalda y mis brazos.
No he agradecido lo suficiente las puestas de sol al final de la Vía Emilia y los plátanos de la avenida de la estación, con sus troncos blancos. Lo importante en la vida, lo realmente importante, es el aire en la cara. Sentir el aire en la cara. Entrecierro los ojos, sólo el aire, puro y simple, el aire en la cara mientras pedaleo, ese aire a ratos en la cara mientras camino por la tarde.
Nunca he estado mal. Antes. Antes de ahora. Creía haber estado mal. El año en que sustituí a un maestro lloré todos los días, pero eso no era estar mal. Los dos despidos en Vía Bondi, aquellas dos tardes de llorar y llorar en el sofá. Eso no era estar mal, recuerdo que el sofá era extraño y verde y los tilos detrás de la ventana. Él me dejó plantada en una banca al final de Vía Corticella, lloré con mis amigas en Vía Varthema y fui a Coin a comprar un suéter. En realidad eso no fue estar mal. Recuerdo que, después de aquella entrevista de trabajo en Rávena, sentía tanto frío en las piernas, bajo los jeans, sentía ese frío desagradable y hielo en los muslos bajo los jeans y pensaba, creía que estaba mal. No estaba mal. No estaba tan mal. Lloré mucho, de niña en lo alto de los toboganes, en los baños del 38, después de aquella cena de mujeres en San Lucas, aquel día que me quedé a transcribir una grabación en Vía Mascarella, ni siquiera recuerdo por qué. En realidad lo recuerdo, lloraba y aún no estaba mal.
Lloré desesperadamente, lo dejé y fui a tomar el tren, sentada en la estación miraba las vías, los prados, la luz rosada del mundo, estaba mal pero ni siquiera tan mal.
Dios, devuélveme mi vida de fracasos, la calidez de los repetidos fracasos de mi dulce vida.
[…]
Estoy mal y me doy cuenta de que el aire es hermoso y los árboles al atardecer son hermosos, se oscurecen y las hojas se mueven en el aire ligero, y todo es dulce, una maravilla, una belleza descabellada e inmerecida. Me gusta todo: los niños en sus carriolas, la música, la gente, ¡ah, la gente!, pero ¿miro lo suficiente sus caras, sus sonrisas, sus manos, el nacimiento de sus cabellos? Dios, ¡me gusta todo! Las sandalias, las sillas, las bombillas, el suelo que corre bajo los pies, cada momento, cada movimiento, las adelfas y las camisetas y las risas, las voces, el bullicio de la vida, quiero quedarme para mirar, volver a mirar, sólo mirar. Cada día es clamoroso, es un clamor de deseo y amor, cada día lo es todo, y no quiero nada, ya no pido nada, me basta el aire.
Aparte de que aquí escuchamos la voz de la autora, no la de un personaje, el talante mostrado ante el descubrimiento es otro. De todos se puede aprender, también de un monarca mezquino. Ahora bien, la confidencia de Sangiorgi es atractiva, no provoca rechazo. Ella duda de sí y, si hay reproche por no haber visto antes, es a sí misma, no a otra persona. Es una seriedad que la vuelve luminosa. Mientras el rey soslaya el hecho de estar mal, de estar muriendo, a Marina no le falta ese realismo y una mirada pura la lleva a reconocer con sencilla vulnerabilidad que había juzgado mal sus estados anteriores. Dije arriba que el diálogo del rey parecería una lección de agudeza de mirada. Por el poco realismo, por mandar los reproches a otros, no creo que lo sea: lo mucho que ahora ve no lo libra de la necedad. “El rey se muere es un manual para bien morir –dice Priego–. Uno, al principio, se resiste, pero poco a poco se va haciendo a la idea”. Hasta aquí el camino del desapego no parece coronado.
En Sangiorgi sí percibo una verdadera mirada contemplativa. Prueba de ello es que en toda esa belleza reconoce un don y, más que de no haberlo disfrutado, se duele de no haberlo agradecido lo suficiente. Aunque al rey lo vemos en un diálogo, la relación interpersonal es inexistente, el otro es sólo espejo. No ve al otro y tampoco se deja mirar. Sangiorgi en un monólogo deja ver una vida que se despliega en relación con los demás. Su impulso más brioso hacia el mundo es una súplica a Dios. Mira y ha sido mirada, ha podido recibir de los demás su imagen y tiene así un vislumbre de sí misma que explica el hechizo sereno que sobre ella ejerce la belleza de la vida.
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1 Priego, J.J., “Eugène Ionesco: la obsesión de la muerte”, en Sanders, M., et al., Toma y lee: una vuelta por los escritores cristianos modernos, Buena Prensa, México 2022, pp. 169-172.
2 Uso esta versión en línea, que no ofrece datos editoriales: https://www.academia.edu/33058381/El_rey_se_muere_Ionesco, visitado el 24.6.2024.
3 Sangiorgi, M., “Mi basta l’aria”, en Zardi, Paolo (ed.), Grafemi, 24.10.2014, https://grafemi.wordpress.com/2014/10/26/mi-basta-laria-di-marina-sangiorgi/, visitado el 24.6.2024.