REGISTRO DEL TIEMPO
28/8/2024

Cosas que nos usan

Julio Hubard

Como el aprendiz de brujo: las fuerzas que desatamos nos abruman. Aunque sean imaginarias, como eso que Michel Foucault llamaba “dispositivo”. Idea ardua. Hace poco, Giorgio Agamben se dio a la tarea de elucidarla, desde la obra de su maestro: ¿Qué es un dispositivo? (Anagrama) comienza por esa lectura y deriva en otras cosas, muy del interés de Agamben.

El caso es que, antes de arriesgar su propia definición, ofrece el resumen foucaultiano: “El dispositivo es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, lingüístico y no lingüístico al mismo nivel... siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de poder. Como tal, resulta del cruce de relaciones de poder y de relaciones de saber”. ¿Qué hace uno con esa definición? Vida y enredos académicos: poder y saber.

Es raro, porque el mismo Agamben ha dedicado tiempo a la curaduría de la edición italiana de Iván Illich. En La lengua vernácula (F.C.E.), Illich enfrenta un problema muy semejante y parece que el asunto no tendría por qué ser tan abstruso. Propone una definición mucho mejor, sencilla y elegante: una herramienta es algo sobre lo que tengo control y poder y multiplica mi capacidad y mi fuerza; cuando las herramientas se organizan desde ideas abstractas y se independizan de sus usuarios, las llamamos sistema: un sistema usa a la gente como recurso, como engranaje o eslabón. Yo uso una herramienta, pero un sistema me usa a mí. Tan claro, tan simple, tan elegante.

¿Por qué Agamben eligió la confusión de Foucault en vez de la nitidez de Illich? Quizá porque es académico: Foucault es la nueva patrística de los claustros mientras que Illich es un hortelano que trabaja el jardín. Porque parece más o menos claro que la definición de Illich –lo que tengo, lo que me tiene a mí– es superior al arcoíris gris de Foucault, siempre brillante y oscuro, al mismo tiempo.

Si en la academia leyeran un poco más a Illich podrían ver que las lenguas de las correcciones políticas o las de género son discurso (dispositivo/sistema) que viene de lo alto: lengua de clérigos que sanciona y castiga el habla mala de la gente ignorante. Es el nuevo latín gastado y cansado de los monasterios que deplora moralmente y desprecia formalmente la vulgaridad y la fealdad de esos repugnantes latines de los villanos. Malas lenguas que, de tan rotas, se separaron y terminaron llamándose francés, español, italiano, por ejemplo. Les espanta la vulgaridad de la lengua y les escuece la tonsura.

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