Las palabras, como todos sabemos, son las mayores enemigas de la realidad
(Joseph Conrad, Bajo la Mirada de Occidente)
¿Cuánta verdad necesita el hombre? ¿Cuánta puede soportar? se preguntaba Rüdiger Safranski, el gran historiador y comentarista del pensamiento alemán. Es como hablar del elefante en la habitación porque claramente nuestra especie no vive por y para la verdad sino la mayor de las veces a contracorriente de ella. A falta de las gran, enorme ilusión religiosa que fundó la civilización occidental, el posmodernismo elude la pregunta misma proclamando que no hay tal cosa como la verdad o verdades sino sólo discursos. El mundo es ahora un texto y la vida un entrecruce de discursos trabados en combate. El solipsismo académico volcado en una meta narrativa que supone trascenderá todas las narrativas. El mundo como una Matrix discursiva. Pero el mundo no es una ilusión: el reto para los espíritus fuertes y solitarios siempre ha sido vivirlo sin ser atrapado por una.
El 3 de agosto de 2024 se cumple el primer centenario de la muerte de Józef Teodor Konrad Korzeniowski o Joseph Conrad nombre con el que pasara a la historia de las letras británicas y universales con esa peculiaridad de no provenir del mundo de la literatura. Un polaco errante, vástago de la baja aristocracia nacionalista caída en desgracia quien encontró su lugar en el mundo de la navegación, primero en la marina mercante francesa y luego en la británica, ello hasta lograr el mando de navíos. Unas vez retirado se dedica a una narrativa con fundamento en su larga y vasta experiencia de observador de individuos en situaciones límite, como no era infrecuente en la navegación interoceánica de antaño. A diferencia de Hemingway y otros muchos escritores Conrad no fue un cazador de experiencias para enriquecer su carrera literaria. Esa vocación le llegó tarde en su vida. Conrad se entrenó en una lectura de situaciones y personalidades por una necesidad profesional: un error de juicio podía poner en juego la vida de tripulaciones enteras ¿tiene temple o no un individuo? ¿cómo y bajo qué circunstancias se quiebra el carácter? Conrad aprendió a observar por una dura necesidad vital y eso lo pone aparte.
Al igual que los grandes narradores de la literatura universal Conrad es un psicólogo intuitivo de primera línea de la dinámica errática de la conducta, pero con una comprensión más profunda del papel central que tienen el despropósito, el error y el malentendido en toda situación e interacción humana. Un tema que en la filmografía retomarían de manera sarcástica y no menos magistral los hermanos Cohen. En la efectividad de semejante metodología -llamémosle así- no hay cabida a una pretendida gran visión de las cosas, porque el error y el despropósito nunca son accidentes al margen. Están entreverados no sólo en la acción humana sino en lo que ésta pretende; son el ácido universal de toda proclamación de un gran sentido oculto en el drama humano.
El crítico de arte Kenneth Clark decía que Shakespeare fue la primera gran figura de la literatura universal que prescindió de una cosmovisión o gran domo de ideas como precondición para escenificar un drama. Por eso Shakespeare fue Shakespeare; uno de los primeros en captar la variedad de la personalidad y la conducta humana en paralelo a la consolidación del arte del retrato en la pintura occidental. Es el pleno descubrimiento de todo lo que entraña ser un individuo con todo y su cargamento de incógnitas. Sin saberlo Shakespeare, lo mismo que Conrad, se inscribían en la gran tradición del empiricismo británico: las ideas, las ideaciones, son un estorbo para la verdadera y honda observación; si algo no es teorizable ello será en todo caso un problema de los espíritus especulativos que necesitan de ese tipo de formulaciones, no de quien se las ve con la innegociable realidad o de quien se atreve a mirarla de frente. La diferencia con Shakespeare es que mientras éste se recrea y nos recrea con la variedad humana, Conrad comprende que para observarla a plenitud es preciso despojarse de toda ilusión respecto a lo que cabe esperar de la humanidad. Es un paso adicional.
Habrá quien vea al empiricismo como la expresión filosófica del sentido común ese repositorio de la experiencia de la vida de generaciones imposible de articular con la engañosa redondez de una teoría. Del sentido común podrán decirse muchas cosas tales como que la ciencia y el conocimiento han dado con verdades contraintuitivas, mostrando las limitaciones de la añosa experiencia humana en múltiples campos para así tejer una nueva coherencia del nuevo saber con lo que ya se sabe de cierto. Pero la raza humana apareció en este planeta menos para conocer que para interactuar -en eso la mitología del Jardín de Edén tal vez no sea tan errada- y en la interacción humana hay un punto en el que el sentido común resulta irrenunciable. Funge como las constantes de una función matemática, pues sin ciertas invariantes no hay arquitectura posible de la convivencia ni tampoco una trayectoria discernible en la historia de eventos y situaciones de otro modo inconexos.
El sentido común se parece más a un conocimiento corpóreo que a uno intelectual y no hay nada sin esa corporeidad. El saber humano no es, nunca ha sido y nunca será algo meramente intelectual. En el saber coexiste mucho de experiencia de lo no codificable, así como de lo numinoso. Lo que es articulable en discurso y en formulaciones siempre quedará anidado en el trasfondo inarticulable de la vida, en lo indecible que se expresa de múltiples modos sea en la conducta o en los hábitos tanto de individuos como de sociedades. No deja de ser una paradoja y una ironía que el psicoanálisis trató de advertirlo desde una teoría y que asimismo termine apostándole al discurso y a la verbalización como terapia. Al hacerlo inevitablemente se convierte en una serpiente que se muerde la cola: la gran teoría de lo inasible teóricamente; la ilusión de creer que lo explícito y articulado puede liberarse de su sedimento implícito o al menos alumbrarlo.
Siendo la literatura sin duda un producto del intelecto su gran narrativa está basada en esa capacidad de navegar por la dimensión no teorizable de la condición humana. La formación de un intelectual no ayuda si quiere hacer uso de la literatura para ilustrar una tesis. Al haberse formado Conrad en un mundo no intelectual estaba más que libre de ese tipo de distracciones. Desde los parámetros casi puros en él de la observación y un acerado realismo pudo captar a la perfección la enorme propensión a la insensatez que termina moldeando eventos y situaciones, así como la impotencia de la cordura y de la integridad frente al derrotero que van tomando los acontecimientos.
Cien años después de la muerte de Conrad nos encontramos en un mundo que insiste en codificar en teorías, discursos y contradiscursos todo lo que concierne a la condición humana. Pareciera que cualquier conocimiento de la vida que no puede aducir una teorización que le respalde carece de legitimidad o validez. Es así como el aspirante a escritor tiene qué conocer teorías literarias, el educador teorías de la educación. Viendo el estado que esta última guarda es manifiesto que las teorizaciones crean más problemas que los que creen resolver. Tenemos cada vez más teorías y menos sensatez. No se pueden alcanzar acuerdos básicos tales como qué es un hombre y qué una mujer, cual si las categorías femenino/masculino no hubieran sido decisivas en la conformación de la psique de nuestra especie que atestigua el arte universal desde el paleolítico hasta la modernidad; ya no hay tampoco un consenso elemental en cómo debe ser la relación de autoridad entre adultos y niños o más serio aún: qué distingue lo verdadero de los falso y cómo comunicarlo. Las disputas sobre sexo, género e identidad además de añadir nuevas dimensiones de conflictividad a las ya existentes podrán sonar tan bizarras en siglos venideros como las disputas sobre la transubstanciación que llevaron a Europa a la guerra de treinta años durante el siglo XVII. Una sobredosis de teología en ese entonces, una de teorizaciones cuasi sociológicas hoy en día.
En todo caso hay una sociología que sí se puede hacer de todo este fenómeno. Lo que tanto Iván Illich como Gabriel Zaid sospecharon: una sobre escolarización de la mentalidad de las sociedades; una sobreproducción por parte de los sistemas educativos de individuos que aprenden a articular ciertos discursos en un divorcio creciente respecto al ser, al vivir y al hacer. Las paradojas no se hacen esperar; la abundancia de teorizaciones invita menos al conocimiento que al espectáculo performativo; los discursos contrahegemónicos comienzan a tornarse sutilmente hegemónicos al invadir desde instituciones hasta el entretenimiento; el adoptar una actitud “crítica” pareciera significar haber alcanzado un estado de gracia blindado contra toda objeción (lo que cuenta es el performance de victimización y virtud)
Como todo lo que pretende hacer una tabula rasa del pasado, la proliferación de discursos vástagos de teorizaciones exige de individuos y sociedades una desgarradura imposible de sobrellevar, pero la paja de la polarización siempre se verá en el ojo ajeno. Atestiguamos efectivamente una destrucción generalizada, un naufragio del sentido común de las sociedades occidentales totalmente autoinfligido. Es una destrucción que merma la autonomía de los individuos quienes ya no saben qué pensar ya no se diga del prójimo sino de sí mismos. Con esa destrucción, más el de la experiencia de las sociedades donde conectan generaciones pasadas y futuras, se culmina en la destrucción del carácter. Las sociedades occidentales ya no producen adultos y cada vez más conscientemente invitan a ser golpeadas: hay quienes ya tomaron nota de ello en distintas partes del mundo.
Al erosionarse o destruirse todo noción de una comunidad de referentes para la convivencia en el presente, así como de una conexión intertemporal que brinda una noción de pasado compartido (lo que Hannah Arendt llamaría el common world de toda polis) la fuerza de las emociones termina siendo el único criterio de certeza. A diferencia del mundo de Conrad en el que el autodominio es un valor central, nuestra época valora la autoexpresión como un derecho fundamental. Vive la esquizofrenia cultural de entregarse al vértigo romántico subjetivo y sin inhibiciones, ello en una época en la que cada vez es más decisivo el impacto de la ciencia y tecnología con su valoración de la objetividad como prerrequisito para avanzar.
El autodominio suponía un juego social distinto porque era una obligación del individuo encontrar, trabajar, su valía en el orden social: buscar actuar correctamente, con o sin resultados siendo eso lo que le humanizaba. El individuo nunca daba su validación como un hecho, era algo que tenía que ganarse, qué merecer. Por el contrario, en una cultura híper subjetiva o híper romántica se invita al individuo, antes siquiera de probarse en la vida, a que juzgue y condene al orden social; a conformar comunidades en las cuales el yo en vez de madurar al toparse y frustrarse con un mundo no-yo, se integra en micro comunidades identitarias que son como un salón de los espejos donde el yo se multiplica sin contradicción ni riesgo de frustración alguna. Al individuo se le ofrece un invernadero no un bosque para adaptarse. Es así como se consuma la destrucción del carácter en las sociedades dando por hecho que consiste en individuos mágicamente formados cuyo derecho inalienable es afirmarse frente al mundo, eludiendo el penoso proceso de individuación al que se llega padeciendo los golpes, bajos y no bajos, al ego y al narcicismo naturales en cada uno.
El carácter no es sólo una manera de sobrellevar el mundo y la adversidad; dota de propiedades cognitivas no susceptibles de formalización teórica. Se valora la observación y la experiencia porque resulta inaceptable el engaño y el autoengaño. Le es más fácil también a quien lo posee entender que no se está en el centro del mundo y mantener su autonomía, misma que parte de una firme distinción entre el bien y el mal, aunque no pueda fundamentar esa distinción a satisfacción del intelecto. Por ser un sujeto más “descentrado”, quien mantiene un carácter formado y probado a lo largo de una vida tiene más capacidad para amar, aceptar la dura realidad del desamor, así como captar la desesperada condición de seres humanos cuya personalidad se desmorona o están al borde de ello. Desde el carácter Joseph Conrad le dio todo eso a la literatura universal: una vida profundamente vivida y una trágica, casi enigmática serenidad para describir como nadie el drama humano.