En una lúcida conferencia, cuyo título es precisamente “La inmortalidad”, Borges aborda un tema, por paradójico que parezca, poco frecuente en una época en donde la muerte se ha vuelto banal. En ella, el autor de El libro de arena contrasta la noción cristiana de la sobrevivencia personal después de la muerte, con otra de naturaleza panteísta que define como un yo indeterminado que cada criatura, sin saberlo, hace presente en lo infinito del tiempo. “Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo”. “Cada vez que repetimos un verso de Dante o de Shakespeare, somos, de algún modo” el instante en que lo crearon. Lo mismo sucede con otros que no conocimos, que ni siquiera sabemos que existieron, pero cuyas presencias, hechas de infinitos actos y palabras, están cosida a la trama del mundo y, en consecuencia, a cada uno de nosotros. En ese momento, aunque no lo sepamos, ese ser o esos seres están viviendo en nosotros. No hay, en este sentido, para Borges, ningún ser humano que esté muerto. Habitantes que, con la huella de su presencia, crean y forman la urdimbre del tiempo, “cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto”.
Lo que llama mi atención no es la adhesión de Borges a esa forma generosa de la inmortalidad, que está en perfecta concordancia con su literatura, sino los motivos de su creencia en ella.
A Borges, la inmortalidad personal, que reprocha asombrado a Unamuno, le espanta, no porque le parezca un acto egoísta y limitado, sino porque le recuerda el agobio de su propia existencia. Contra Unamuno, que después de la muerte quiere, como lo promete el cristianismo y su noción de resurrección, continuar siendo Miguel de Unamuno, Borges no quiere seguir siendo Jorge Luis Borges. Quiere “ser otra persona”. “Espero —dice con tono desesperado— que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”.
Esta afirmación, que clama por la nada, por la desaparición absoluta del ser, que después matizará y lo llevará a su particular afirmación panteísta, tiene, me parece, su origen en lo insoportable de su existencia. Su deseo de desaparecer, no es, en su fondo, un deseo de la nada. Borges, que a lo largo de su conferencia, habla lúcidamente de la inmortalidad del alma y sus variantes en el pensamiento filosófico, no podía ignorar lo que Parménides ya había dicho sobre la imposibilidad de pensar la desaparición absoluta —“Del no-ser no puede hablarse”. Creo, más bien —como lo relata en otra parte al hablar de sus insomnios— que, atormentado noche y día por universos infinitos, paralelos y laberínticos, pensaba en un sueño sin imágenes, profundo y tranquilo como un lago, del que quizás, algunas noches, tuvo la experiencia. Borges no podía concebir que Unamuno quisiera seguir viviendo devorado por la angustia existencial de su pensamiento, como él lo estaba de los laberintos mentales que lo acosaban noche y día. Su deseo no era la nada, el no-ser, que es imposible pensar desde el ser que somos, sino la liberación del ser en la profundidad del sueño.
Su teología nace de su deseo de dormir, de su necesidad de olvido. Su idea de la inmortalidad es la del insomne. Contra el querer de Unamuno, que resume la afirmación de Tomás de Aquino —“La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre”— Borges opone otro, “el de las personas que necesitamos dormir” y que, como lo expresa su teología, sin apartarse de la vida, dejan, después de vivirla, de padecerla.
Sea como quería Unamuno o lo pensaba Borges, releer “La inmortalidad”, en estos tiempos de muerte y de desprecio, es estimulante.