En su célebre Apología de Ramón Sibiuda —su ensayo más extenso y profundo—, Michel de Montaigne (1533-1592) nos recuerda la siguiente historia: «Cuando el rey tártaro, que se había hecho cristiano, planeaba venir a Lyon para besarle los pies al Papa y reconocer la santidad que esperaba hallar en nuestro comportamiento, [San Luis] le disuadió de inmediato. Temió, por el contrario, que nuestra desenfrenada manera de vivir le quitara el gusto por una tan santa creencia. Aunque muy diferente fue lo que le sucedió después a otro que había acudido a Roma con el mismo fin. Al ver la disolución de los prelados y del pueblo de esa época, se afirmó con mucha más fuerza en nuestra religión, considerando cuánta fuerza y divinidad debía poseer para preservar su dignidad y esplendor en medio de tamaña corrupción y en manos tan viciosas». Este argumento, perteneciente al tipo de los argumentos dobles (dissoi logoi, los llamaban los antiguos griegos), nos muestra una posible defensa de la Iglesia ante las constantes acusaciones que se realizan a la institución a partir del comportamiento del clero y los fieles. Sin embargo, no fue Montaigne el primero en presentar argumentos de este tipo.
Aurelio Agustín de Tagaste (354-430) —san Agustín de Hipona— vivió un momento de tránsito entre la antigüedad y la Edad Media: es él el último antiguo y el primer medieval. Introdujo el platonismo, a partir de su lectura de Plotino, en la mentalidad del cristianismo (muchos siglos más tarde, Nietzsche acusaría al cristianismo de «platonismo para la plebe»). Su obra escrita supera en extensión la elaborada hasta aquel momento por cualquier pensador, y quizá debemos a sus Confesiones la creación del género de la autobiografía intelectual. Su importancia no fue ni es pequeña. Sin De civitate Dei contra paganos se habría desarrollado de manera muy distinta el debate filosófico-político sobre el modelo de sociedad medieval. La Edad Media latina desarrolla su modelo de vida contemplativa en los monasterios gracias a la Regla escrita por Agustín, que será el texto fundamental, junto con la Regla de san Benito, para ordenar la vida monástica. La gran mayoría de los pensadores medievales asumen su autoridad: desde Anselmo, Pedro Abelardo y Bernardo de Claraval hasta Tomás de Aquino. El humanismo tampoco fue indiferente a su legado: Vives, Erasmo, Fray Luis de León, y Martín Lutero, quien pertenecía, antes de la Reforma, a la Orden de San Agustín.
El pensamiento de Agustín no puede comprenderse al margen de al menos dos circunstancias. La primera está relacionada con la situación incipiente de la Iglesia católica dentro del Imperio romano. Muchos de sus argumentos pueden comprenderse a partir de su interés en la consolidación institucional de la Iglesia. A Agustín le inquietaba no sólo ampliar el número de fieles, sino establecer el dogma y la ortodoxia. Para el obispo de Hipona, extra ecclesiam nulla salus («no hay salvación fuera de la Iglesia»). La segunda circunstancia tiene que ver con su papel político al interior de la Iglesia. Agustín deseó en algún momento de su vida, posterior a su conversión, formar una comunidad de servi Dei («siervos de Dios») dedicada a la oración y la reflexión teológica. No obstante, fue nombrado obispo de Hipona en 396, en sucesión de Valerio, nueve años después de su bautismo en Milán en 387 por parte de Ambrosio. Esta circunstancia hace que Agustín se inserte decididamente en la vida de su comunidad, así como en intensos debates teológicos con quienes consideró cismáticos y herejes. Su obra, así, antes que un consistente sistema de pensamiento, es ante todo una obra de disputas contra los maniqueos, donatistas, pelagianos y paganos. Adicionalmente, su obra incluye también algunos textos de corte filosófico, así como comentarios de los textos sagrados para uso pedagógico de su grey.
En sus disputas contra los donatistas —un grupo de cristianos, molestos por el relajamiento moral de las costumbres de los fieles, que inició su expansión por el norte de África en el 321— Agustín elabora una distinción que tuvo y tendrá fuertes repercusiones en la historia de la Iglesia católica. Antes de dar cuenta de ella necesitamos un poco de contexto. Aunque suele aludirse romántica y heroicamente a los primeros siglos del cristianismo, lo cierto es que las persecuciones llevadas a cabo contra los primeros cristianos fueron erráticas y particulares, debidas más al cálculo político y cuestiones pragmáticas que a una verdadera intolerancia religiosa al interior del Imperio. Fue entre los años 303 y 304 que se dio la fase más álgida de las persecuciones contra los cristianos por el emperador Diocleciano. Poco después, en el 312, con el Edicto de Milán, el emperador Constantino reconoció la libertad religiosa en el Imperio; y en el 380, con el Edicto de Tesalónica, Teodosio reconoció al cristianismo como la religión oficial.
Fue con Decio, quien llegó al trono en el 249, que se llevó a cabo la primera persecución universal de cristianos. Para Decio, el cristianismo era la principal amenaza del Imperio, pues la única manera de lograr la cohesión necesaria a su interior era revitalizar el ideal religioso del Estado romano. Por ello, se pidió a la ciudadanía participar en veneraciones públicas de las deidades paganas de Roma. A quienes lo hacían, se les entregaba un libellus, un certificado de cumplimiento. A quienes se negaban, se les torturaba hasta quebrar su voluntad o darles muerte. Muchos cristianos participaron, cometiendo el delito de apostasía. Conocidos como lapsi, el asunto de su readmisión en la Iglesia, ya establecida la libertad religiosa, fue un debate intenso entre los creyentes. Con la normalización del cristianismo gracias a Constantino, muchos se preguntaron cómo tratar a aquellos apostatas que habían abjurado de la fe para salvar la vida. Entre los traditores —aquellos que habían entregado los textos sagrados a las autoridades paganas— se encontraban miembros del clero y obispos. Este problema se concretó en 312 con la consagración de Ceciliano como obispo de Cartago. En su ordenación había participado Félix de Apthungi, considerado culpable de traditio por los más rigoristas. En respuesta a ello, ochenta obispos se reunieron para declarar inválida la elección y nombrar obispo legítimo de Cartago a Mayorino, al que sucedió Donato, que daría nombre a la Iglesia cismática.
Para Agustín, llegado a Hipona y ordenado como su obispo, el donatismo era la principal amenaza institucional de la Iglesia católica en ese momento. A sus ojos, el cisma era el pecado más grave, y la amenaza de fractura de la unidad y cohesión de la Iglesia un problema de primer orden. Haciendo uso de sus dotes retóricos y su formación platónica, Agustín recondujo el debate sobre los traditores a uno en torno a la validez objetiva de los sacramentos. Si lo pensamos por un momento, la preocupación de Agustín parece legítima: si consideramos inválidos los sacramentos (en particular, el bautismo) en los que participaron apostatas, el número de fieles disminuiría considerablemente. Agustín, así, realizó una primera distinción entre la validez del sacramento y la imperfección de quien lo administra. Esto lo llevó a una segunda distinción aún más profunda: aquella entre Iglesia visible e Iglesia invisible. La Iglesia visible puede ser corrupta, imperfecta, lo que no resta santidad y perfección a la Iglesia invisible, cuerpo místico de Cristo. Así, la Iglesia católica se erige como pilar fundamental más allá de cualquier cuestionamiento sobre el comportamiento del clero y los fieles. Esta distinción de Agustín tiene repercusiones a lo largo de la historia del catolicismo. Incontables excesos de la Iglesia católica se explican a partir de una distinción agustiniana creada por motivos pragmáticos. Dal Maschio realiza una crítica, que no debemos minimizar, que quizá es aplicable a cualquier práctica religiosa que busque institucionalizarse: «Al posponer sine die la criba entre “el grano y la paja” e instaurar la cómoda distinción entre la Iglesia invisible (siempre santa) y la Iglesia visible, se abría la veda para minimizar, o directamente ocultar, incluso las conductas más abyectas de sus ministros. La deleznable complicidad mantenida hasta fechas muy recientes con determinados crímenes muestra bien a las claras las duraderas y perversas consecuencias de tal actitud».