El cuerpo, la criatura estúpida y bestial a la que, como no cesaban de recordarnos en la escuela y en la iglesia, San Francisco llamó “el hermano asno”.
José Emilio Pacheco, “La casa (Una estación de amor)”.
La condena al placer tiene una larga historia. Quizá fue Platón el que con mayor ahínco debatió cada una de las posibles posiciones de censura o menosprecio a lo placentero. Al oponer el alma al cuerpo, lo inmaterial a lo material, lo incorruptible a lo corruptible, lo eterno a lo efímero, Platón sentó las bases de la condena. Aulo Gelio —autor de las Noches áticas, recopilación de datos y curiosidades de la cultura clásica, y manual de tópicos para conversadores sociales— nos recuerda algunas de las posiciones ante el placer posteriores a Platón. Antístenes, fundador de la escuela cínica, por ejemplo, prefería “enloquecer a sentir placer”. Espeusipo, sucesor de Platón en la Academia de Atenas, pensaba que tanto el dolor como el placer eran males, mientras el bien se situaba entre ambos. Para el peripatético Critolao, sucesor de Aristón de Ceos al frente del Liceo, no sólo el placer es malo, sino que engendra otros males: injusticia, pereza, el olvido de las obligaciones y vileza. Más contundente aun fue la posición del estoico Hierocles: “que el placer es un fin en sí mismo, esto es un aserto propio de prostituta; ahora bien, no existe cuerda reflexión ni aserto de prostituta que valga”. Incluso el prudente Aristóteles —a fin de cuentas, discípulo de Platón— consideró que un estilo de vida que busque como su fin último al placer hace bestial a la existencia humana: el placer es el fin último de los animales no humanos, no de los humanos a los que les es más propia la razón y su guía.
El platonismo se filtró al cristianismo y con ello a la cultura occidental en su totalidad. Así, los vituperios al placer no sólo continuaron: se robustecieron e impregnaron de olor a incienso y monasterio. Debemos a san Pablo no sólo el inicio de la consolidación institucional del cristianismo, sino una de las condenas más firmes al placer. En sus epístolas puede leerse: “No en comilonas ni en las borracheras, no en la lujuria ni en la impudicia, no en las disputas ni en las envidias, revestíos más bien del Señor Jesucristo y no sigáis a la carne en su concupiscencia”. En sus Confesiones, san Agustín nos cuenta que fue este pasaje el que lo llevó a su definitiva conversión al cristianismo. Y fue el propio san Agustín quizá el más radical detractor del placer. En sus disputas con los pelagianos —herejes para la ortodoxia, pero sensatos en algunos de sus reclamos—, llegó a límites lóbregos. Frente a la cuestión del pecado original y a su trasmisión a los niños, colocó a la placentera sexualidad en un cuestionable centro antropológico. En primer lugar, pensó que los nonatos, que “nada han hecho en su vida ni bueno ni malo, ni han venido a las miserias de esta vida por los méritos de una vida propia anterior, que ninguno de ellos ha podido tener; sin embargo, todos los que han nacido después de Adán por vía de la generación carnal se han contagiado de la muerte antigua desde su primer nacimiento, y no se salvan del suplicio de la muerte eterna, resultado de la justa condena que pasa de un hombre a todos, a no ser que renazcan en Cristo por obra de la gracia” (Carta 217). Aunque nos cueste creerlo, para san Agustín el pecado original es análogo a una ETS: “los niños son prisioneros del diablo, no por haber nacido del bien, que constituye la bondad del matrimonio, sino por haber nacido del mal de la concupiscencia” (De nupt et con., I, xxiv, 27).
La historia del cristianismo, sin embargo, es una historia de vaivenes, de idas y vuelta, de intensificaciones del dogma y atenuaciones de su rigidez. El pietismo —doctrina religiosa protestante originada por Philipp Jakob Spener en el siglo XVII— fortaleció el radicalismo cristiano. Esta doctrina tuvo un influjo negativo en el gran filósofo prusiano Immanuel Kant. Para Kant —mucho más lúcido que la mayoría de sus predecesores en la reflexión moral— el problema del placer es que nos resta autonomía. Mujeres y hombres debemos actuar por el deber mismo y nunca por el placer que nos puedan generar nuestras acciones. Kant parecía tener un punto. Pensemos en una persona que brinda ayuda a los pobres no porque sea su deber, sino porque le brinda cierto placer. ¿Acaso no es sospechosa? No obstante, la traducción (emparentada etimológicamente a la traición) del antiguo vocablo griego εὐδαιμονία llegó a Kant por el vocablo germano Glück. Mientras la εὐδαιμονία, traducida al castellano como “felicidad” tenía que ver para los griegos más con el florecimiento personal que con el placer, la Glück germana es más cercana a los estados placenteros momentáneos. La condena de Kant es una a la felicidad entendida como estado placentero momentáneo, no una al placer como un ingrediente de la vida plena.
Nuestros ojos seculares contemporáneos son de mucha ayuda para repensar ciertos problemas lejos de los prejuicios y las tradiciones religiosas que imperaron en la historia. La secularización y la tradición analítica hacen que podamos ver con nuevos ojos al placer, sin caer en el hedonismo burdo. Thomas Hurka, autor del tan bello como necesario The Best Things in Life (Oxford: Oxford University Press, 2010) ha acometido esta tarea con excelentes notas. De entrada, son necesarias distinciones y taxonomías. Existen distintos tipos de placeres, algunos más simples, otros más complejos; algunos sólo difieren de otros en grado, otros difieren en tipo. El placer es un bien, pero no es el único ni el más importante. Incluso, la presencia del placer no excluye necesariamente —incluso la mayoría de las veces incluye— la presencia de otros bienes.
El placer es la sal de las acciones humanas. El placer puede intensificar la maldad de una acción (e.g., no es lo mismo la monstruosidad de quien asesina por placer, que la ambición de quien lo hace por beneficio), así como el bien de nuestros actos (e.g., no es lo mismo una vida buena dedicada al deber, que una vida buena que cumple con sus deberes y lo hace placenteramente). El placer por el placer mismo —siempre y cuando no nos reste autonomía, no comprometa nuestra realización personal y no afecte a terceros—, el placer de las pequeñas cosas, el placer efímero que su ausencia no nos duele ni nos pesa, es un ingrediente necesario de una vida plena. Adicionalmente, el placer que acompaña la consecución de otros fines, muchos de ellos más relevantes que el placer mismo, adereza y lustra esos otros fines. El florecimiento personal —lo creo— es imposible sin el placer, y el placer es una de las mejores cosas de la vida.