La vida y la muerte son el anverso y el reverso de nuestra existencia. Una no va sin la otra. Por desgracia, ambas se han banalizado en México. Lo resume, como una premonición de los asesinatos que suceden en Guanajuato, la canción de José Alfredo Jiménez “La vida no vale nada”. Lo confirman en el país los cerca de 500 mil asesinados, los casi 100 mil desaparecidos, las más de 4 mil fosas clandestinas, los miles de cadáveres que yacen sin ser identificados en los Semefos y los miles de kilos de masa humana del predio de La Bartolina, hundidos en una casi absoluta impunidad. Hemos perdido el misterio y la gravedad de vivir y morir de 500 años de cristianismo. Pese a ello o, mejor, por ello vale la pena recordar sus enseñanzas.
La muerte para el cristianismo es un día natal. Al igual que el nacimiento dota de significado y forma a la concepción y el embarazo, ella lo hace con la vida, porque nos despertará, en medio de la oscuridad, a la visión de Dios. Ambas son un camino sagrado que hay que cuidar y arropar. Al llegar a la muerte, donde ya no podemos preservar la vida aquí, la acompañamos con el rezo. La muerte es así una nacer de la alegría y el sufrimiento de vivir a la amplia luz de la eternidad, a través también del sufrimiento y la compañía. No es —escribió Iván Illich en un libro publicado por Trotta, La Iglesia sin poder, donde se reúnen ensayos inéditos que van de 1995 a 1985— “ni el paso interrumpido de alguien que cesa de vivir, ni un fin del movimiento causado por las circunstancias del que el que se mueve ya no está, sino el paso final de una larga serie de pasos” que “hace al ser humano franquear la puerta a semejanza de ese único paso final que lleva a un refugiado, al cruzar la frontera, a la seguridad”.
Visto desde allí, nacer y morir han sido y deberían ser actos transitivos, no algo que le ocurre al ser humano, “sino algo que el ser humano hace” con ayuda de otros.
Aunque eso sigue formando parte del universo religioso, ese universo se ha ido volviendo una realidad imaginaria. Los seres humanos comenzamos a nacer y a morir de manera intransitiva. En el caso de la muerte a través de asesinatos y desapariciones que, con excepción de familiares y algunas organizaciones de derechos humanos, a nadie importan o, en el mejor de los casos, abandonados en el anonimato de camas hospitalarias asistidos por diagnósticos y conectados a máquinas. El primero es un acto de violencia directa, por el que el ser humano, abandonado de la protección del Estado, es sacado de sí mismo sin ningún consentimiento de su parte, sin habérsele permitido darlos pasos necesarios que le corresponden en el mundo, un acto de banalidad pura: quien mata, asesina su propia vida en la imagen del otro. El segundo es un acto de violencia inaparente, porque en nombre de la vida como único bien, se despoja al ser humano del derecho a asumir su propia muerte: el paso decisivo que completa su vida para abrirse a otra. Algo semejante sucede también, de manera paradójica, con la concepción de la vida que empieza a ser tratada como un producto reducido a cuidados ginecológicos o desmontable de la cadena productiva de un vientre.
“Antes, al morir —escribió Illich, años después del texto citado, a su amigo Helmut Becker en una carta publicada bajo el título de “La pérdida del mundo y de la carne”—abandonábamos el mundo”. Hoy “somos extraídos de la trama de la vida”. En un mundo mediado por imágenes, porcentajes y gráfica, nos vamos volviendo junto con ellas abstracciones que recubren la profunda gravedad de vivir y de morir.