El 4 de enero de 1960 murió Albert Camus. El hombre que había denunciado y luchado contra el absurdo, perdía la vida en un accidente automovilístico. “Lo arbitrario divino” —como llamó al absurdo que no eran perpetrados por “lo arbitrario humano” de las guerras, las revoluciones y los asesinatos—, lo alcanzó en Villeblevin, a unos kilómetros de su casa en París. Unos años atrás, en 1957, a los 44 años, se le había otorgado el premio Nobel de literatura; otros años más lejos, en 1951, había escrito en sus Carnets: “Yo deseaba a veces la muerte violenta —como una muerte en que uno queda eximido de gritar contra el arrancamiento del alma [...]”. En su maletín llevaba la novela que entonces escribía y que más tarde su hija daría a la prensa, El primer hombre, y unos papeles que anunciaban la continuación de su obra filosófica: un tratado sobre Némesis.
Al morir, su pensamiento estaba opacado por el entusiasmo de Sartre y de las izquierdas que creían en el sueño soviético: la polémica, que a raíz de la aparición de El hombre rebelde tuvo con Sartre y los colaboradores de Temps Modernes, lo dejó mal parado. El tiempo, sin embargo, le daría la razón. La gran conciencia moral de Camus no sólo había tocado un punto medular de la historia de Occidente —ninguna abstracción, llámese Dios, proletariado, raza, libertad, etc. justifica el sometimiento ni la muerte de nadie—, sino que nos recordó también la necesidad de poner límites a esas desmesuras. Quizás el mejor resumen de ello se encuentre en estos fragmentos de su discurso de recepción del premio Nobel: “Cada generación se cree predestinada para rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero quizá su tarea es mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones decadentes, las técnicas que se han hecho demenciales, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que los poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer, en la que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse servidora del odio y de la opresión, esta generación ha tenido que restaurar en sí misma, a partir de sus únicas negaciones, un poco de lo que constituye la dignidad del vivir y del morir”.
Camus murió hace más de 60 años, pero su pensamiento está más que entonces vigente. Bajo las técnicas que, domesticadas por el liberalismo, siguen siendo igual de demenciales, y de los poderes mediocres de un mercado enmascarado de bondad, las ideologías, como en la época de los totalitarismos, continúan matando, torturando y destruyendo seres humanos, culturas y medioambiente. Contra ellas, Camus no opuso las desmesuras de la revolución, sino la mesura de revoluciones relativas que, puestas del lado del hombre de aquí y de ahora, y no de abstracciones totalizadoras, fueran capaces, “contra un mundo amenazado por la desintegración, de reconciliar el trabajo con la cultura” y preservar lo que los hombres y mujeres del pasado edificaron para nosotros.
Estoy seguro de que, de haber vivido, habría encontrado en el movimiento zapatista el rostro de una de esas revoluciones relativas — “utopías relativas” las llamaba— en las que fundaba su esperanza. En esa rebelión traicionada por “poderes mediocres”, que ha resistido el etnicismo esencialista y excluyente, el nacionalismo intolerante y el universalismo abstracto, Camus habría encontrado a sus camaradas: a “ese puñado de solitarios que, sin fe ni ley, litigan hoy en todas partes y sin descanso a favor de los niños y de los hombres”.