Zbigniew Herbert, en su libro El laberinto junto al mar, recuerda que los antiguos romanos, quienes tenían como norma adoptar a los dioses de las provincias que conquistaban, dejaban un lugar vacío en sus panteones para el Dios Desconocido. Sin embargo, al poeta polaco, esta precaución le parece un asunto de cálculo político más que un sutil gesto de devoción. Creo que es injusto de su parte, acaso porque mira con malicia contemporánea los afectos de la Antigüedad.
Encuentro más sabio a Baudelaire, otro poeta, quien aseguró: “jamás paso ante un fetiche de madera, un buda dorado, o un ídolo mexicano, sin que me diga: tal vez sea éste el verdadero Dios.”
Entre nosotros, existió una previsión idéntica a la de los romanos. Nezahualcóyotl, otro poeta, pero también guerrero y gobernarte, levantó en Texcoco un tempo al dios de la guerra, Huitzilopochtli, y frente a ese, dedicó otro en honor del Dios Desconocido, el Tloque Nahuaque, “Dueño del cerca y del junto, el invisible como la noche e impalpable como el viento”, apunta Miguel León Portilla.
Sobre este término, Tloque Nahuaque, hay una discusión que se remonta hasta el padre Sahagún quien se refería a él como “el Gran Señor” de quien dependían todas las cosas. Carlos María de Bustamante, lo llama “Suprema Divinidad”; y, sin embargo, para Orozco y Berra “se trata de una mitología revuelta y extravagante donde se mira descollar la creencia en la unidad de Dios”. Chavero, por su parte, argumenta que todo este asunto, es culpa del cronista Ixtlilxóchil quien narró que Nezahualcóyotl “edificó al dios incógnito y creador de todas las cosas, una torre altísima, engastada en oro y pedrería” y que este dios no tenía “forma ni figura”.
No será en este lugar, ni seré yo, quien carece de méritos para desanudar una historia que han tejido grandes sabios a lo largo de los siglos, el que resuelva el enigma de ese concepto utilizado por Nezahualcóyotl en sus poemas. Sólo quiero llamar la atención sobre esa figura que lo mismo para romanos que para acolhuas, mereció atención y templos, aunque estuvieran dedicados al vacío… o mejor: precisamente por estar dedicados a aquello sin forma ni figura, el gesto me parece de sutileza y delicadeza irreprochable.
A pesar de nuestras ínfulas (pocas o muchas), y muy a pesar de la insistencia secular en la fama de cinco minutos, en la celebridad de la noche, o en el héroe del día: hay un anonimato esencial en nuestra existencia. Y me atrevería a sugerir incluso que el anonimato es un refugio, con frecuencia obligatorio, pero sin duda acogedor. Entonces, ¿cómo no orar a lo desconocido, a ese Dios anónimo que no tiene santo ni seña, y que por ello es lo más parecido a cada uno de nosotros?
No veo cálculo ni avaricia en tener, en algún rincón de nuestro íntimo retablo portátil, un lugar vacío. Acaso no llegue a ocuparlo un dios, pero sin duda, es el nicho que nos tiene reservado el olvido.