Decir Pascua es decir liberación. Es arrebatarle a la muerte la última palabra, pero al mismo tiempo dejarla en ascuas para que siga diciendo la penúltima. Dios no desintegró a la muerte, no la mató. La venció solamente. Ella forma parte de la configuración esencial del mundo y lo mudando, de modo que los seres humanos seguimos muriendo. Morimos nuestra muerte, una que sigue estando presente como uno de los marcadores principales que configuran la tesitura del tiempo que nos es dado.
Vivimos en un mundo cuyas coordenadas son espacio y tiempo. Y en ellas es en donde nuestra libertad hace y deshace. En el mundo esa libertad sufre, se angustia, espera y goza. La libertad temporal es por ello una libertad encarnada cuyo suelo es mundano y cuyo horizonte será, por lo tanto, siempre la muerte. Una muerte, sí, del cuerpo, y no se sabe –quizá no– si también del espíritu.
En ese sentido, ¿qué más decimos cuando decimos Pascua? Principalmente, cuerpo glorioso. El Cristo ha hecho disponible para el hombre una nueva forma del cuerpo. Si con la Encarnación lo bendijo, con la Resurrección lo glorifica. Es ahora un cuerpo que se vuelve receptáculo y promesa de un tiempo definitivo, no determinado ya por nada mutable. El cuerpo, así, en la muerte, la traspasa. No es solamente que por la fe el cristiano pueda pensar en una vida después de la vida, sino que el acontecimiento de la Cruz, junto con la experiencia del sepulcro vacío, representa para la naturaleza humana una nueva posibilidad de vivir la carne y el tiempo.
Esto es tanto más necesario cuanto que el mundo que habitamos es el mundo de la desacralización de la carne. La hercúlea desproporción de la violencia que configura el mundo contemporáneo, junto con el cada vez más gnóstico sistema tecnológico que está extirpando a los individuos la presencialidad de la carne, hacen de este mundo un espacio que niega el cuerpo, que lo ha convertido en aquello de lo que hay que olvidarse porque limita la productividad y la eficiencia.
La determinación del tiempo mundano no está dada hoy por la carne sino por la pantalla táctil que hace de nuestro tiempo una sucesión de ansiedades que aniquilan la paz que el encuentro convivencial con el otro puede darle al corazón humano. Qué difícil se vuelve hoy reconocer en el otro a un ser humano cuando mi relación con ese otro se reduce a mensajes de texto, e incluso cuando el otro que tengo frente a mí es intercambiado por la interacción remota a través de un artefacto que me posee.
Decir Pascua de resurrección es, en este sentido, decir que es posible para el ser humano otra forma de vivir el tiempo, anclado en una carnalidad gloriosa que no es necesariamente solo de otro mundo sino en un sentido también de este. Cuando las personas aprendemos a nombrarnos directamente, a mirarnos, incluso a maldecirnos a la cara y luego a reconciliarnos, es decir, cuando aprehendemos a construir comunidad en el compromiso que da forma verdadera el tiempo liberándolo de la ansiedad, realizamos de algún modo, por gracia del Dios que venció a la muerte, una forma de constituir el tiempo por la que, sin salir de él, estamos de él liberados.
En Pascua no se niega la muerte, que está ahí como una realidad que tiñe la existencia entera pero que ya no configura el sentido de nada. Pero es cierto que ella tiene ahora la penúltima palabra. Su palabra se sigue dando, pero no es la última. Mostrándose como un fin inevitable, ya no se revela como el único sentido posible. En Pascua se manifiesta un modo de ser-hacia-la-muerte que no es ya un ser-para-la-muerte, porque en ella el cuerpo que nos ha sido entregado comparece como una carne que recibe la Vida. Esta nueva carne, promesa de un porvenir distinto, es una carne apocalíptica: en ella se manifiesta el sentido último de la realidad y en ella se configura una nueva forma de vivir el tiempo. Ahora tenemos la posibilidad de partir juntos el pan y de reconocer en ese gesto la presencia inobjetiva y misteriosa de la Vida. Ahora cada instante puede tener el valor de lo definitivo.
Arte en portada
Canal, Helen Frankenthaler 1963