Muchas cosas que fueron grandes secretos de los gremios, cuya divulgación era considerada traición y se pagaba con la vida, ahora son no sólo públicos sino que se acompañan con tutoriales. Templar el acero de una espada, la mezcla de argamasa o la de pigmentos para colorear los vidrios, como en los vitrales, o los abstrusos nudos de cabotaje, fueron secretos de herreros, masones, alquimistas y marineros. Con frecuencia, los secretos del oficio quedaban bajo fórmulas o narrativas esotéricas que permitían a la vez transmitirlos y ocultarlos, cosa que aumenta considerablemente su valor y el poder del gremio.
Pero el valor de la información cambió de órbita. No sólo es pública sino que abundan expertos que ofrecen sus técnicas en video. Desde el uso de la garlopa hasta la carpintería japonesa de ensamblajes perfectos, sin clavos, siempre hay en YouTube un maestro orgulloso de mostrar los secretos de su oficio. Gratis. Pero los oficios y su transmisión fueron sistemas jerárquicos. Ahora vivimos un mundo de redes, y “sólo una red puede derrotar a otra red. No puedes combatir una red con un sistema jerárquico”, dijo Joshua Cooper Ramo.
El embate ruso ya es famoso: apoyó a Trump, intentó desviar los comicios de varios países europeos y es probable que lo hiciera en México. En un artículo de Vice (The Data That Turned the World Upside Down), analizan el caso de Michael Kosinski, experto en redes, cuyo modelo ha servido para influir resultados electorales: “en poco tiempo era capaz de evaluar a una persona, mejor que sus compañeros de trabajo, basándose sólo en diez likes de Facebook. Setenta likes eran suficientes para saber más, sobre esa persona, que sus amigos; 150, más de lo que sus padres sabían, y con 300, más que su pareja”. Y presume que podría saber más que la persona misma.
Saber vuelve a ser poder. Pero de modo horrible: un conocimiento fisgón y despectivo, que no duda de su eficacia: algoritmos que organizan formas del saber, y del poder, sin que importe la persona, ni lo que sabe, sino sus gustos y sus ganas. El saber que volvía poderoso al gremio de los masones era buscado por la sociedad: queremos una catedral altísima y llena de luz. Ahora queremos escondernos: ¿cómo le hago para que no me usen? No quiero ser operado en un algoritmo a favor del poder de nadie. Una respuesta anarca y riesgosa: migrar a la Deep Web. Y, por supuesto, dejar de exhibirse en redes como si fueran sitios con privacidad.