Millares de niños se encaminan hacia los puertos más importantes de Europa en pos de una misión divina, recuperar el santo sepulcro para la cristiandad, con las únicas armas de sus símbolos sagrados, su inocencia y sus cantos. La anécdota histórica, aunque plagada de conjeturas, contradicciones e imaginería, es muy conocida: poco después de la cuarta y última cruzada, en 1212, se presentan súbitos accesos de devoción que hacen que, guiadas por algunos iluminados, turbas de niños quieran finalizar la empresa que no acabaron sus mayores. En Francia, el adolescente Esteban, pretende mostrar al rey una carta, que le fue entregada por el mismo Jesucristo, en la que exhorta a los cristianos a una nueva cruzada. Al no ser tomado en serio, el muchacho comienza a predicar que el Salvador le ha ordenado encabezar ahora una cruzada de niños. Una explosión similar de fe ocurre en Alemania, suscitada por un muchacho llamado Nicolás. Los inflamados infantes abandonan a sus familias, desobedecen las prevenciones de la Iglesia y se disponen a emprender el viaje. En el trayecto, muchos muerden el polvo en suelo europeo, víctimas del hambre y las enfermedades; la masa disminuida que alcanza a llegar a Marsella o Génova espera que las aguas del mar se abran a su paso. El milagro es denegado, sin embargo, algunos mercaderes ofrecen transportarlos. Varias embarcaciones naufragan y los sobrevivientes que alcanzan las tierras de Oriente son vendidos como esclavos en Argel y Alejandría por sus falsos benefactores.
En La cruzada de los niños, Marcel Schwob recupera este legendario motivo histórico y restituye la carga mística de la insólita peregrinación: el episodio es evocado por varias voces, el goliardo, que, borracho y escéptico, presiente que el ejército pueril no llegará a Jerusalén; el leproso, que quiere chupar la sangre de un infante para curarse, pero perdona al niño que atrapa, pues este no le teme y confunde su enferma blancura con la de su dios; el viejo Papa Inocencio III que no sabe si ver en el enjambre de impúberes frenéticos una posesión de Satán o un indescifrable milagro; los propios niños, infatuados por esa súbita gula de eternidad, que describen las voces que los animan al viaje y les abren el camino al prodigio; el Kalandar, ese limosnero piadoso de Oriente, que al ver a los niños prisioneros de los moros, alaba la justicia de su dios que supone los convertirá, en dulce cautiverio, a la verdadera fe o el Papa Gregorio IX que reclama al Mediterráneo que haya engullido sus ovejas. Schwob brinda homenaje a esta muchedumbre infantil llena de vulnerabilidad, pero ávida de infinitud y hace un trágico elogio a la fuerza de la inocencia. Su bella noveleta no solo es un prodigio de estilo, sino que cobra estremecedora actualidad con las nuevas cruzadas emprendidas por multitudes de pequeños migrantes que, por rutas llenas de acechanzas y obstáculos, buscan, ya no tanto el paraíso, sino un poco de pan y de paz.