Prieto, Francisco, Tú, yo mismo y, acaso, el diablo, México, E1 Ediciones, 2023, 185 pp.
La fidelidad de Paco Prieto al género novelístico, data de 1975, en que escribió Caracoles. Desde entonces ha escrito 14 novelas, incluyendo la más reciente, Tú, yo mismo y, acaso, el diablo. Hablo de fidelidad y no de pertenencia, ya que Paco Prieto tiene contundentes muestras en otros géneros, tanto narrativos —cuento— como no narrativos —ensayo— y dramáticos. Hay que resaltar también su actividad académica, periodística, de gestor de cargos asombrosamente variados,1 de difusor de conocimiento y de ponente y errante entre varias instituciones dentro y fuera de México.
Para leer Tú, yo mismo y, acaso el diablo, primero hay que atenerse a los indicios paratextuales empezando por el título en el que se declara el yo —frente a un tú y a un él (el diablo); un yo reivindicado y omnipresente en el desarrollo y el desenlace de la novela. Luego, los tres epígrafes que anuncian las dimensiones del espacio narrativo: la tristesse (León Bloy), la muerte (Octavio Paz) y la vida (Fernando Pessoa). Por último, el preámbulo que anticipa tanto el hecho inminente del avionazo de 2015 como la prioridad de la experiencia efectiva de ese yo explícito, llamado Paco Prieto en diálogo con el jesuita alemán, Johannes Martens.
De trasfondo autobiográfico, la narración de la experiencia parte del problema de todo autor: el tema con potencial de ser novelado o, como cantaban los Queen y Freddie Mercury en los años 70: “Give me a good guitar”. Con eso, me viene a la memoria lo que Alberto Giordano dice de César Aira en Tal vez un movimiento: “Ahora que ya no lee contemporáneos [yo diría, literatura contemporánea], César Aira se dedica a fustigar a los […] narradores que abusan de la primera persona y el registro autobiográfico”. Y continúa: “No sé desde cuándo, pero de forma muy perceptible en los últimos tiempos, algo que podríamos llamar cultura de lo autobiográfico, o de lo vivencial, o de lo íntimo, absorbe y tritura, cuando no alimenta y promueve, la circulación literaria, periodística, incluso académica, de escrituras del yo”. En lo personal, siento que lo que está en juego en esas escrituras contemporáneas es el estiramiento entre la invención, que proclama Aira, y el recuerdo, a quien Mario Levrero le daba una calidad epifánica.
La evidencia está en Tú, yo mismo y, acaso, el diablo en la que, vuelvo a Giordano, “los procedimientos que le sirven [al autor] para recrearse [yo diría, para recrear su experiencia en vivencia narrativa] tienen una procedencia literaria inequívoca”. Me explico: en la narración existe la intensidad de la trama y la tensión lingüística “suficiente como para que [los recuerdos] se transformen en imágenes”. Aún más cuando el autor “está dispuesto a experimentar consigo mismo aun a riesgo de dañar la consistencia del yo”. Hasta aquí Aira y Giordano.
Lejos de la poeticidad como insoslayable ética airiana de un texto, yo prefiero cortar por lo sano —frase muy celebrada en el texto por el personaje Paco Prieto— y entrar en la motivación última de un novelista, formado en Filosofía, que se expresa en términos de indagaciones y preguntas que interpelan la condición existencial de los personajes. No me atrevería a pensar que el autor Paco Prieto se conformaría con una trama relativamente simple, ahogando y agotando sus esfuerzos en una serie de anécdotas y detalles íntimos —y propios de las literaturas del yo— si no existiera la pregunta o la serie de preguntas a las que da pie la atrocidad de un accidente.
En una primera instancia, muy general, yo diría que, indudablemente, la novela plantea la cuestión de nuestra existencia frente a la de los demás. Se encuentra en el optimismo por el hombre nuevo de Johannes Martens y la certeza del mal de Paco Prieto ante la existencia, en constante negación de Angerer, que termina en un suicidio en el que arrastra a un número ingente de inocentes.
Jugando y alterando un poco la máxima cartesiana se podría pensar en un tipo de escritura del yo en la que: “Yo narro, luego existo; yo recuerdo, luego soy”. Pero, desde la primera mitad del siglo pasado sabemos que ser y existir no es la misma cosa. O, aún peor, la ecuación ser = existir no es sobrentendidamente reversible: del ser no llego inequívocamente al existir; y del existir es inmensamente azaroso llegar al ser.
A mi entender, cada capítulo, detrás de la anécdota y el desarrollo de la pesquisa en pos de la búsqueda por la novela objetivada, hay una articulación o una postulación de preguntas que suplen la respuesta velada. Así, desde el preámbulo y el primer capítulo, se asoma la doble pregunta por la construcción de un nosotros y la de la pérdida de la fe de Johannes Martens. En el segundo capítulo, las preguntas que hace Prieto a Catalina Bazán, se dan dialécticamente entre la fe y la presencia del mal o, aún más, indagan en el sentido prometeico —o sea, de Esquilo— del dolor humano.
Siguiendo el plan programático del relato, pareciera que, en la primera parte de la novela, lo que se intenta es la construcción del idiocosmos de Max Angerer por medio de los testimonios de los otros. Lo aún más sorprendente es cuando se conjuga este recurso legítimamente posmoderno con el género epistolar, consumado principalmente en las cartas de Johaness Martens y la aragonesa Catalina Bazán, estas últimas justo en el capítulo dedicado a Gertrüde von Meissl, la enfermera insaciable, la clarisa extravagante de Ingolstadt, que determinó o, más bien, facilitó el destino —como sostendría Catalina en la última parte de la novela— de Max Argerer.
Dentro de la dinámica del relato —hay que decirlo— las preguntas se intensifican y se sistematizan. Es precisamente en los capítulos de Johannes Martens y de Gertrüde von Meissl donde la pregunta oscila entre la condición del instinto de Max Angerer y el contrapunto del Arte en la lectura de Ciorán. Por añadidura, el enfrentamiento del arte con la mismísima fe. De mayor fascinación, para mi gusto, es el capítulo dedicado a la ya anunciada Gertrüde von Meissl.
Dicha intensificación, se confirma también en las estrategias narrativas, si pensamos que toda la segunda parte de la novela consiste en la confirmación absoluta de la modalidad epistolar entre la “Carta del autor de esta novela a Catalina Bazán” y la contraparte de “Respuesta de Catalina Bazán al autor de esta novela” en disposición casi espejeante.
Unas líneas atrás, hablé del intento narrativo y de des-cribir el idiócosmos de Max a partir del testimonio de los otros. Frente a su imposibilidad, Paco Prieto no tiene más opciones que la de “cortar por lo sano” y proceder con las tres instancias narrativas de la 3ª parte: 1. El recuerdo propio de Paco, en torno a las circunstancias de Max, previas al desenlace final, 2. El recurso del “yo” de Paco, dirigiéndose al “tú” de Max Angerer en una comunicación franca y convergente hasta la identidad: “Y yo en este pasaje hacia el Prat me voy volviendo tú” le dirá Paco a Max para, luego, arremeter contra el propio lector en tonos baudelaireanos: “Hipócrita de ti, lector escandalizado!” [“mi semejante, mi hermano” en la versión completa de Baudelaire].
De manera narrativamente funcional y propicia, el cuadro yo-Paco y tú-Max cierra con la contraparte del yo-Max Argerer y la denuncia contundente: “Un mundo dominado por la duda y la seguridad de los tiranos, esos hijos de la gran puta que no dudan”.
Antes de concluir, quisiera dejar constancia de dos parámetros que, necesariamente dejaría para otra ocasión: 1. La carga significativa de intertextualidad no sólo literaria, sino también pictórica y musical, y 2. La predilección por una literatura de aires germánicos no sólo por las referencias que hacen los personajes (Max Argerer, según Catalina Bazán, era un lector apasionado de Thomas Mann y de Heine) y la ambientación de la novela (los lugares y la música de Wagner), que daría envidia a José María Pérez Gay, sino también por el tipo de escritura de Paco Prieto, que, sin embargo, no carece de hispanidad, en referencia, por ejemplo, a Tirso de Molina.
El cierre de la novela, la 4ª parte, reflexiva, dialógica y de motivación filosófica, ubicada en Nueva York --antes del vuelo de regreso a México-- es “la reunión final para reconstruir el fin de Max Angerer”. Conforme se desarrolla, la conversación se vuelve una viva discusión en torno al amor, al amor en cuestiones de fe y en torno a la pregunta disidente de Catalina por el destino.
No estoy seguro si Paco aprovechó esta novela para poner sobre la mesa motivaciones muy íntimas que colocan la cuestión de fe a la altura del valor ontológico de la vida o de la muerte que interpela, une y separa a los personajes. Aristóteles llegaba a la catarsis a través del temor y la compasión. Sin embargo, en cuestiones de amor por una Afrodita pandemos (“común todos los pueblos) yo concluiría de la misma manera en que lo hace la novela, con los versos de Gorostiza:
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!