Daniela Gallegos aborda la necesidad de retomar la escritura epistolar como una forma de profundizar en la intimidad de nuestras relaciones, en contraste con los medios de comunicación actuales que han perdido su componente humano.
Me cuesta trabajo escribir sobre mi experiencia con la correspondencia. No nací en esos tiempos en que las cartas eran el único medio para conocerse, como tampoco provengo de esa generación que se dedicaba a coleccionar timbres o estampillas postales. La razón de este texto no se encuentra en una nostalgia por algo que viví y se perdió con el paso del tiempo. Mi motivo es más bien la admiración que me causa leer cartas ajenas y descubrir entre las cosas de mi madre las cartas que le enviaba mi padre, o las postales que le enviaban sus amigos desde cualquier esquina del mundo. La mía es una nostalgia inusual, porque no viví la emoción de saber de alguien a través de palabras entintadas. Hoy esa emoción está caduca. La única forma de experimentar alguna cosa parecida es por medio de un acuerdo entre dos personas que admiren la correspondencia: algo que ya no es como fue, pero que puede ser de algún modo en este presente lleno de vacíos.
Por ello, la epístola sólo ha sido para mí un refugio para contar lo que soy y, a la vez, una forma de expresarle mi amor al amor mismo con un nombre ajeno que sirva de pretexto. El último nombre quedó sepultado el año pasado en alguna parte del otoño en que le destiné palabras de amor; se encontraba lejos, tomando fotos a todos los lugares que visitaba con una cámara destartalada. Decía que no quería mostrarme sus escritos porque tenía miedo de que no me gustaran. Quizá por eso nunca recibí una carta suya…
No recuerdo bien cómo comencé a interesarme en el género epistolar. Sólo sé que cada vez que he querido escribirme cartas con alguien, el intento ha sido fallido. Las personas tienen la osadía de pensar que las relaciones interpersonales pueden llevarse a cabo a través de medios impersonales de mensajería instantánea. Lo cierto es que no. Podría decir que el correo electrónico, como la epístola, fue una forma de mantener cierta intimidad; el problema es que con el tiempo el correo se estancó en la bandeja de entrada con los spams, los correos no deseados y los estados de cuenta del banco.
He hablado con muchas personas acerca del género epistolar. Coincidimos en que deberíamos escribir cartas y que sería muy lindo poder hacerlo entre nosotros. Pero con el paso del tiempo, lo que alguna vez pareció posible se volvió apenas una vana motivación de entablar una conversación entre nuestros yos más profundos. Aun cuando nos parezca una suerte de arte perdido, la escritura de cartas se termina extraviando en la maleza de la cotidianidad. ¿Es que no quieren escribir cartas realmente? Quizás se trata de una mera epifanía del momento en que se redescubre entre amigos un tesoro olvidado. Quizás se deba a un deseo imposible: la forma en que nos comunicamos se contamina día a día de la inmediatez y la desgana. No lo sé. También puede ser la distancia entre nosotros. Vivir en la misma ciudad que tus amigos podría ser una de las causas del fracaso epistolar, como si la necesidad de la lejanía fuera un horizonte de desconocimiento que sirviera de motivación para escribirnos cartas. Quizás debería haber todavía más distancia entre nosotros para que de ese modo pudiéramos entablar una correspondencia exitosa. No creo, sin embargo, que el problema sea ese. También he tratado de recuperar la experiencia epistolar con amigos que viven en otras partes del mundo: España, Estados Unidos, Suecia y Francia. El fracaso ha sido rotundo. A veces pienso que necesito nuevos amigos. Pero no. La inconstancia habita nuestras entrañas con un entramado muy parecido al cableado de nuestras venas. Quizás por eso nos cuesta tanto advertirlo y mantener con los demás un contacto más profundo.
Al principio, cuando leí las cartas de mis padres y de personajes como Wilde, Kafka, Rilke, Rulfo, Sabines y Van Gogh me pareció improbable mantener un ejercicio epistolar vigente con algún amante o amigo tal como ellos lo hicieron. Es por demás complejo lograr que este género tan bello sea lo que algún día fue: el fundamento de nuestra comunicación. Pensé que era una tragedia hasta que alguien me convenció de que en estos tiempos las cartas tienen más sentido porque han dejado de ser el principal medio de comunicación. Puede ser que ese sentido poético esté fundado en que guardan dentro de sí una paradoja interesante: simbolizan el olvido y la pérdida que han sufrido con el paso del tiempo, pero a la vez permanecen en la posibilidad de ser rescatadas de algún modo. Es por esa razón que, con todo y mis fallidos intentos por reavivar las cartas, creo firmemente que debe rescatarse alguna suerte de relación epistolar con las personas. Con ello no pretendo que Whatsapp o Telegram dejen de usarse. Tan sólo propongo que se reivindique el papel de las cartas en nuestras relaciones en un afán de volverlas más significativas.
Hoy las relaciones humanas son distantes, impersonales y áridas. No lo admitimos, pero lo sabemos. Por mucho que parezca lo contrario, vivimos en un estado latente de tristeza que no nos abandona. Supongo que ese estado es una escisión en nosotros mismos y en nuestros vínculos interpersonales. Aunque la comunicación instantánea parezca acercarnos más, sólo puede distanciarnos, dividirnos y evitar la intimidad. Tengo un amigo en Pamplona, y aunque reciba un texto mío desde México en segundos, estamos más apartados de lo que la escala en el mapa nos permite percibir: no hay añoranza ni anhelo en WhatsApp; existe más bien un cúmulo de puntos concretos del tiempo que se unen mediante un algoritmo por demás inhumano. Estos medios provocan la falsa sensación de que vivimos vidas compartidas, cuando en realidad son paralelas. No he sabido nada realmente memorable de él en seis años y al día de hoy me pregunto si realmente es mi amigo.
Con las cartas es distinto. Si bien suponen ausencia, también implican añoranza y anhelo de respuesta, una distancia que no cesa pero que se desvanece con la palabra, una paciencia dominada o una angustia que surge de un no saber cuándo llegará a mi puerta una carta. A mi parecer estas emociones se inscriben en un horizonte de paciencia, permanencia y lentitud. Por ello, aunque se trate de un lenguaje perdido, las cartas logran unirnos porque constituyen un espacio y un tiempo mediados por el presente en que son escritas y por un cuerpo que sujeta la pluma y se anima a escribir palabras que emanan de él. Permiten esa especie de distancia atravesada por un tiempo que corre de manera pausada y elocuente, y a su vez, la vivencia total de la escritura, de la palabra compartida, de la correspondencia entre dos otros. No puedo imaginarme cuánto tiempo tenían que esperar las personas para que llegara una carta de la guerra o del otro lado del mundo, pero daba un sentido de realidad más concreto: la espera permite la ilusión, o la esperanza; da un espacio y un tiempo para que la palabra se perfeccione. Por eso, las cartas suponían una unión más consciente: daban paso a la elaboración de algunas ideas o emociones, pero también, a la hora de escribir, propiciaban la impulsividad con la que se estorbaban unas palabras con otras por la urgencia de escribir. Ambas acciones requieren cercanía con el otro, pero también con uno mismo. Tanto la impulsividad como la elaboración de las palabras y sentimientos escritos en una carta conllevan un ejercicio constante en que yo me conecto conmigo y con el otro.
Por lo común, la labor de acercarnos a nuestros adentros y comprenderlos supone una empresa inoportuna para la inmediatez en la que vivimos. Toma mucho tiempo. Las cartas, por el contrario, nos obligan a permanecer en contacto con nuestro yo menos inmediato, nos comprometen a detenernos en el papel para escudriñar no sólo nuestros recovecos más oscuros y extraños, sino también para compartirlos con alguien, dejándonos desnudos en los renglones de nuestra escritura.
Por lo mismo, la correspondencia es también aceptar la otredad. Admitirla en la propia casa. No sólo su expresión en la escritura, sino también la forma de sus letras, la manera en que escribe las fechas y se despide, el tiempo que tarda en responder y el modo con el que cuenta sus experiencias más superficiales o sus anhelos más profundos. Dicho de otro modo, esperar el nombre del otro es esperar también la forma de sus palabras: la prisa que volvió su escritura ilegible, muy espaciada o las letras demasiado grandes y los párrafos inconexos, o la emoción que, al hacerlo llorar, hizo que la tinta se corriera.
Finalmente, creo que las cartas son garantía de misterio y búsqueda. Además de fundar una comunicación sustentada en no saber quién es realmente la otra persona y qué hace, promueven una curiosidad constante por todo aquello que nos es desconocido. La epístola es revelación, es descubrimiento, búsqueda, pero también abandono, ausencia, desolación y despedida. Todas acciones profundas que escapan a la superficialidad que funda nuestras relaciones y nos escinden radicalmente. Hoy, todo se sabe o puede saberse. Sé, por ejemplo, que mi amigo de la cámara destartalada estuvo en Tallin y en Ancona por las fotos que publicó en Instagram. ¿Por qué ahondaría en algo que ya sé y que supe en apenas unos instantes? Hemos perdido el misterio de nuestras vidas, ese no saber quién es el otro, qué lo motiva y qué piensa sobre sí mismo. Hemos perdido esa determinación de unirnos en la pregunta sobre la vida y sus andanzas. Hay, sin embargo, algo peor: no haber sabido lo que le sucedía a mi amigo por dentro y que una carta podría haberme revelado: lo que el mar de Acona le hizo sentir; los pensamientos que atravesaron su mente cuando viajó a España o lo que sintió al llegar a Suecia y encontrarse entre tantos desconocidos. Sólo la carta rescata la profundidad de lo que somos y vivimos; sólo ella parece evadir de suyo la superficialidad que se estanca en el día a día, en ese “Uno” del que habló Heidegger.
Hay un anhelo de que las cartas regresen a su estatus original. Hoy en día, sin embargo, sólo podemos rescatarlas como un lugar al que es posible recurrir cuando se desea recuperar algo de la manera en que lo hacían nuestros antepasados. Un arte, como fue también para ellos, y una forma de la restauración de lo perdido. Eso me motiva más a tratar de preservarlo. No como un medio de comunicación que intenta reemplazar los actuales. Sería absurdo. Sino como un lugar de reencuentro que debemos esforzarnos en vivir genuinamente. Reconocer su importancia nos hace atesorar todo aquello que alguna vez guardó el género epistolar y que puede perderse con el paso agigantado del supuesto progreso tecnológico. La epístola es el recordatorio de que no olvidemos ser humanos en un mundo fundado cada vez más en la negación de todo cuanto nos define.