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Caminos hacia la paz
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Miscelánea

La escuela al museo: Fedro o las consecuencias (capítulo III)

Iván Illich
Miscelánea

En 1984, Lenz Kriss-Rettenbeck, entonces director general del Museo de Baviera, invitó a Iván Illich a pronunciar el discurso inaugural del Museo de la Escuela, ramal del Museo que entonces Kriss-Rettenbeck dirigía. A raíz de ello, Illich escribió una serie de cinco ensayos que se publicaron bajo el título de Schule ins Museum: Phaidros und die Folgen (La escuela al museo: Fedro o las consecuencias), una historia de la oralidad, el nacimiento del alfabeto, de la escritura y la escuela, que terminó por monopolizar el saber. En Conspiratio 16 se publicaron los capítulos I y II. Aquí la segunda entrega.


Oralidad y memoria


Tal como el origen de las palabras y del texto se encuentra en la escritura, el nacimiento de la memoria está también ligado con el invento del alfabeto. Sólo después de que el discurso oral, que corre como el agua, se fijó en la escritura, pudo emerger la representación de un saber, de una “información” que puede almacenarse en la memoria. Esa representación se ha vuelto tan evidente para nosotros que se nos hace difícil imaginar las percepciones y vivencias de épocas en las que recordar no tenía ningún parecido con el deambular por un almacén. No es frecuente que una pregunta llegue a relativizar una representación-base que nunca se cuestionó. Pero la relativización que Milman Parry hizo de la representación de la memoria es para mí del mismo orden que la teoría de la relatividad cuando Albert Einstein la dio a conocer por primera vez. En 1928, este oriundo de California, precoz y muerto accidentalmente a los 33 años, defendió en la Sorbona una tesis de doctorado en la que muestra que la Ilíada sólo pudo haber nacido de un discurso oral, al ritmo de hexámetros cantados. Su tesis se volvió fundamento de un nuevo campo de investigación: la aplicación de la indagación lingüística de ciertas fórmulas determinadas fonológicamente en la crítica de obras literarias y en el examen de la tradición oral. A lo largo de esta investigación se completaron las observaciones de los elementos que sobrevivieron de la tradición oral y se logró un estudio cada vez más preciso de las singularidades lingüísticas de algunos grandes textos griegos y, luego, de otros.

En el plazo de más de 50 años1 se han desarrollado, verificado y refinado un sinfín de criterios, gracias a los cuales es posible hoy decidir con un alto grado de seguridad si un texto es, en sentido estricto, protohistórico, es decir, si consiste en una improvisación oral capturada por la escritura. Aunque estos criterios sirven para otros residuos de oralidad, en los relatos épicos son más fructíferos. Haré un breve comentario de ellos, pese a que en los últimos 20 años se volvieron muy técnicos. No conozco un mejor procedimiento para hacer creíble la actividad del recuerdo antes de la información y la memoria.

     Gracias a la investigación iniciada por Parry se hace evidente que una tradición puramente oral no conocía ninguna división del trabajo entre el recordar y el hacer. Sus cantos, epopeyas y dichos no se ubicaban en una zona periférica de la vida social. Dicha tradición era un tejido complejo, delicado e impregnado de narraciones que actualizaban recuerdos. Tan pronto como esos relatos se pusieron por escrito, no sólo dejaron de actuar como el líquido vital del conjunto de la sociedad, se volvieron también una autoridad que, al erigirse en institución, actuaron sobre ella. Según esta hipótesis, existen dos procesos heterogéneos mediante los cuales la continuidad social de una cultura se sostiene. Dichos procesos son de especies tan diferentes que no debemos mezclarlos. Son dos formas de sociedad que pertenecen a culturas distintas. Mientras la continuidad social de la prehistoria existe bajo la oralidad pura, la de nuestra existencia depende de la escritura.

Ya que contradice la suposición, basada en la biología y la sociología, de que disponemos de categorías que sirven para describir la experiencia humana tal cual es, la hipótesis de una heterogeneidad epistemológica entre prehistoria e historia sólo puede adquirir relevancia poco a poco y sólo si respondemos, mediante reglas muy estrictas, a la pregunta de si determinado texto representa o no la primera transcripción de una tradición oral. 

1. Como en los otros protocolos de declaraciones puramente orales, en la Ilíada se manifiesta con maestría la autolimitación, dentro de patrones determinados con anterioridad, que una “escrituralidad” reflexiva no puede imitar. El análisis estadístico da cuenta de esta autolimitación en cinco dimensiones. Sólo los textos que las poseen de manera simultánea valen como protocolos inmediatos de improvisaciones orales. En la épica griega, los hexámetros están hechos de fórmulas que no son palabras. Excepcionalmente el cantante buscaba la palabra adecuada, cuyo descubrimiento sería supuestamente un elemento esencial de la poesía clásica. 

2. En una declamación, estas fórmulas se atraen mutuamente. La estadística dice que es muy probable encontrar las mismas fórmulas en la misma parte de la epopeya. 

3. Por lo general el verso corresponde a una unidad sintáctica. Después de cierto número de ellos, podríamos introducir un punto o un espacio en blanco, porque ahí el final de la unidad semántica corresponde al final del verso. 

4. En los fonemas se manifiesta también un patrón de semejanzas muy complejo. Las relaciones fonéticas que se apartan de ese patrón apuntan inevitablemente hacia una composición escrita, no a una improvisación oral. Esa autolimitación demostrable cuantitativamente se refleja en la estructura del conjunto de la historia: en la improvisación oral dentro de un círculo cultural determinado, el regreso del héroe, por ejemplo, se expresa siempre con las mismas frases.  

A pesar de la impresionante consistencia con la que el análisis estadístico separa la improvisación oral de la composición escrita, es difícil imaginar que una formación tan compleja como la Ilíada pudiera haberse cantado en una sesión. Estamos tan acostumbrados a distinguir el habla de la lengua que hablamos y el pensamiento de su ropaje lingüístico que cuando hacemos poesía, en lugar de improvisar componemos. Esta dificultad no existía para el cantante de la oralidad. Con la misma ligereza con la que el cantante usaba las formas complejas de los verbos griegos en la cadencia de sus versos, usaba el hexámetro, en el que la primera palabra alada del lenguaje poético llevaba a la segunda. Elegir de entre el grupo limitado de formas posibles de la lengua griega la desinencia adecuada, le era tan fácil como elegir la fonética y la sintaxis apropiada del enorme y a la vez limitado lenguaje poético.

La razón de que el origen de las epopeyas homéricas no se hubiese resuelto durante tanto tiempo, se debía, según Parry, a que la cuestión estaba mal planteada. Todavía hoy muchas investigaciones sobre Homero se centran en la búsqueda del autor. ¿Quién compuso esos 27,000 hexámetros? ¿Los ensambló un redactor que los escuchó de gente que los sabía de memoria? Quien los compuso ¿fue un poeta poseedor de poderes casi divinos? ¿Los escribió él mismo u otro los puso por escrito? ¿Algunos los aprendieron de él y los guardaron en su memoria para que mucho más tarde, después de la invención del alfabeto, los registraran en la escritura?  Para Parry, ambas hipótesis, la del redactor y la del poeta son insostenibles. Ni la memorización ni la composición poética eran posibles en la época pre-alfabética. No había un texto que pudiese interiorizarse para, luego, como se hace con un guion o una obra de teatro, recitarse. El texto es el que permitió la re-citación. En el tiempo de Platón, ya había gente que sabía las epopeyas homéricas de memoria —en el Ion, Platón describe su diálogo con uno de esos nemotécnicos. Por su parte, Jenofonte reporta sobre un rapsoda que sabía de memoria la obra completa de Homero y era admirado por ello. Esta admiración, que pertenece a la época clásica y que parece confirmar que se trata de una proeza extraordinaria, no corresponde a ninguna sociedad oral. De ninguna de esas sociedades se nos dice que se admirara a un cantante épico por sus proezas de memoria. A ninguno jamás se le consideró como una maravilla natural o como un mnemotécnico sobrehumano.

Para “Homero” no existía el concepto “palabras”, no era un literato. Los versos de la Ilíada no consisten en series de palabras. El que los cantaba se dejaba llevar por el ritmo de la lira. En los 27,000 hexámetros de la Ilíada se han detectado 29,000 repeticiones de fórmulas. “Homero” cantaba como un rapsoda anterior al alfabeto —rapsoda viene del verbo rhapsōidein que significa zurcir retazos. El arte de Homero consistía en zurcir palabras aladas. Para practicar esta forma de narración poética o de poesía narrada, se le inició en el lenguaje poético de su tiempo que comprendía un número grande, pero limitado de tales fórmulas. Al elegirlas, el rapsoda no se fijaba en el significado literal de los adjetivos de las fórmulas elegidas. Juzgar esas epopeyas según el canon estético de la época clásica es igual de erróneo que comparar a un poeta clásico con Homero: el arte de Homero consiste en la improvisación fluida con medios estrictamente limitados; el arte clásico, en cambio, otorga la libertad de la originalidad, que consiste en lo que Aristóteles llamaba la mimesis: la capacidad de transformar un texto mejorándolo al imitarlo. 

La teoría de Parry se mantuvo como una especulación hasta que pudo observar en vivo rapsodas tradicionales y registrar sus cantos. En los años treinta, acompañado por su alumno Albert Lord y todo un equipo de investigadores que incluía a Bela Bartok, permaneció largas temporadas en Serbia. Allí conoció cantantes populares analfabetas aún arraigados en la tradición épica de los Balcanes. En casas donde se servía café turco y en bodas campesinas cantaban durante toda la noche viejas historias al ritmo de su guzla. Con los medios propios del tiempo de la preguerra, Parry grabó sus epopeyas con el fin de confirmar su teoría mediante la observación. Ningún guzlar repitió literalmente el mismo epos. Como lo esperaba, cada presentación era un nuevo revestimiento de la vieja historia. A la muerte de Parry, Lord continuó durante décadas la investigación. Pudo observar la formación de un guzlar. Primero escuchaba durante años las canciones de los maestros. Mientras guardaba los rebaños, se ejercitaba en el uso del acervo de fórmulas y se familiarizaba así con el lenguaje poético. Cada vez más seguro de sí disponía, al ritmo de la guzla, de un mayor número de fórmulas. Al llegar a la madurez, podía formar parte de un pequeño grupo de cantantes que poseían el mismo repertorio de fragmentos rítmicos. Conforme crecía en el dominio de ese rico material de fórmulas, más transparente se hacía para él su tejido. Al fin formado, al guzlar le era suficiente oír un canto desconocido para improvisarlo una semana después. Nadie podía hacerlo el mismo día; los guzlari reportan que la historia necesita tiempo para arraigarse en el cantante —por lo menos un día y una noche. 

La teoría de Parry permite entender que la poética homérica nació de manera semejante: sin la ayuda de anotaciones escritas, de notas, de planos o diseño. Según las observaciones de Lord en Serbia, es perfectamente plausible que un cantante pudiera zurcir, a partir de fórmulas y en una sola sesión, más una decena de millares de versos. También, según Lord, el proceso del establecimiento de un protocolo dejó de ser un enigma. En Serbia, Lord trató de registrar epopeyas largas sin grabadora, por escrito, y constató que la colaboración entre un buen escriba comunal y un guzlar maduro da resultados sorprendentemente buenos. Al principio, el cantante, al tener que interrumpir la melodía y sustituirla por un ritmo en su guzla y hacer una pausa en su narración, se incomodaba. Pero pronto, al acostumbrarse al dictado, descubrió un protocolo que lo beneficiaba: tenía más tiempo, que en sus presentaciones públicas, para cazar las fórmulas adecuadas, y el gozo de una nueva libertad. Encontraba en el escriba un auditor atento e infatigable que le permitía seguir hilando hasta agotar el material.

Todo parece indicar que la escritura de la Ilíada ocurrió en circunstancias semejantes. Quizá “Homero” se comportó ante el texto como lo hicieron los guzlari tradicionales: Lord no encontró entre ellos a ninguno que se interesara en escuchar la lectura de una sola línea de su protocolo.    

En los últimos treinta años, los conocimientos ganados al comparar a los guzlari con Homero fueron útiles en el estudio de culturas aun orales. Se volvieron fundamentales en la discusión científica de la épica en el dominio anglosajón. Han despertado nuevas intuiciones en la investigación sobre la épica medieval. Pero la Europa continental no las recibió. A pesar de que Parry escribió su tesis doctoral en París y la publicó en Les Belles Lettres, su pensamiento no fue acogido. El estructuralismo y el postestructuralismo parecieron relacionarse mejor con el estilo parisino. Los filólogos alemanes prefirieron por mucho tiempo ignorar las tesis de Parry que refutarlas. Sólo pocos germanistas contribuyen hoy a la consolidación de esta línea de investigación y la mayoría de ellos publica en revistas norteamericanas. El hecho de que Parry quedara confinado al dominio de expresión inglesa no debe impedirme hacer de sus reflexiones el punto de partida para entender cómo la escritura conformó la memoria. 

El saber de Parry me ayuda a comprender a Platón en la penumbra de la historia temprana de la escritura alfabética. Durante su infancia, y no obstante que Homero llevaba muchos siglos siendo recitado a partir de textos, el arte de escribir fue ante todo una artesanía. Al final de una larga vida de investigador, Eric Havelock confesó su dificultad para reconocerlo. Por más impensable que pareció a muchos de sus colegas, no pudo evitar concluir, en la década los setenta, que del siglo VII a. de C. hasta mediados del siglo VI leer y escribir en Grecia estuvo circunscrito a un estrecho grupo de gentes. Entre los artesanos del siglo V a.C. se difundió el arte de cincelar o de grabar letras. Faltaba, sin embargo, mucho para que la escritura se integrara a la formación general: de alguien se esperaba que supiera “dibujar” su nombre o deletrearlo. Escribir bajo dictado o leer con fluidez no formaban parte todavía del saber dominante ni de la formación de los jóvenes destinados al poder. 

Hasta finales del siglo V a. C, la escuela de Atenas fue absolutamente oral —oral, musical y gimnástica. Se enseñaba la mousiké: a escuchar poesía, repetir poemas e improvisar otros; se ejercitaba el habla rítmica, se aprendía a tocar instrumentos de cuerdas y de viento, a cantar y bailar. Las pocas imágenes en las que el maestro aparece con un estilete en la mano muestran que el alfabeto le permitía ahora leer a los alumnos los poemas que tenían que aprender. Un siglo antes de que eso sucediera y los alumnos tuvieran, a su vez, que usar ese instrumento, se ejercitaron en aprender textos de memoria. Antes de pedirles escribir y leer con fluidez, tuvieron que aprender no sólo lo que significa un texto fijo que puede volverse audible, sino la invariabilidad de los sonidos que allí se representan con letras. Las primeras indicaciones epigráficas e iconográficas que se impusieron a los jóvenes corresponden a la juventud de Platón. 

Platón se encuentra así en el umbral de la alta cultura oral y de la alta cultura escrita de los griegos, en la ruptura entre la formación de la lengua vinculada con la oralidad y el predominio público del discurso en prosa. Platón oyó a los Pitagóricos y a Sócrates. No pretendió anotar sus palabras, pero se jactó de su memoria. No fue un traidor, como Hipias, que abandonó la tradición oral de Pitágoras. Por muy anacrónico que pueda parecer, Platón ya era un escritor. Sus diálogos son piezas de arte en prosa. Inventó el modelo insuperable del diálogo escrito, que imita el discurso hablado. Su obra escrita es la antítesis del protocolo del canto homérico de la época anterior. Platón no es ciertamente el primer autor griego, pero es el primero en escribir con la convicción de la superioridad del pensamiento no vinculado con la escritura. Vio en la escritura una amenaza. Su pensamiento vuelve constantemente a la cuestión de Mnemosyne: el recuerdo ¿Cómo nos representamos el pasado? Diotima, en El banquete, después de alabar a Eros, responde que al olvidar perdemos el saber, pero al reflexionar formamos un nuevo recuerdo que, aunque es distinto al que se fue, conserva el mismo saber. 

Platón deja a Diotima describir la búsqueda de la verdad como un proceso profundamente paralelo al del guzlar serbio que siempre saca el mismo tejido del olvido para hilarlo en un nuevo canto. El camino de Platón hacia la verdad, hacia las ideas, tiene el mismo carácter épico. Esto se ve con más claridad, cuando en el mismo contexto en el que Sócrates quiere aprender los secretos de Eros, Diotima habla de la meditación que, para ella, es una expresión del amor que, al buscar la inmortalidad, siempre se entrega de manera nueva y siempre se retira. Eros aspira a permanecer y adquiere forma cuando meditamos en el Eidos, en la verdad inmortal. Sólo mediante esta meditación amorosa, que es una repetición constante del pasado, puede llegarse a la sabiduría. Platón ve amenazada esta búsqueda de la fuente de la verdad por el inmenso saber inherente a la escritura. 

Para dar forma a esta amenaza, Platón creó, en el diálogo Fedro, la fábula de Theuth, el inventor de las letras. Theuth se las lleva al rey Thamus de Tebas diciéndole que son un pharmakon, una medicina para fortalecer la memoria y la inteligencia de sus súbditos. La palabra pharmakon remite al mundo de los brujos y de las plantas. Tiene una doble acepción. Es una “droga”, es decir, un remedio o un veneno. En la época anterior a la escritura, el epíteto permitía aclarar a cuál de esos sentidos la palabra se refería, permitía saber si se refería a una bendición o a una desgracia. Theuth no sólo se presenta como inventor de un nuevo remedio, también de un nuevo designio

Thamus rechaza el obsequio con agradecimiento. “Oh ingenioso Theuth (o technikôtate Theuth!) El genio que inventa las artes no está en el caso de la sabiduría que aprecia las ventajas y desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciendo despreciar la memoria: fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un remedio para cultivar la memoria, sino para despertar reminiscencias. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables […]”.2 

Para Platón, la escritura estimula la hypomnesis que pone en peligro la mnesis, el recuerdo. 

Cuando el cielo aun abrazaba a la tierra, cuando Urano dormía al lado de Gaia, la de amplias caderas, nacieron los Titanes, y el recuerdo, Mnemosina. En los himnos a Hermes (5.429), se le llama la madre de las musas. Es la primera diosa, madrina de Apolo y de su lira. Hesíodo piensa en ella como la diosa de la primera hora del mundo y la describe, con su magnífico cabello, engendrando con Zeus a las musas. Al principio de la Ilíada, Homero se refiere a la musa en singular. Luego nombra nueve musas. Diosa del inmortal recuerdo, del tiempo de la palabra alada, la reflexión meditativa palideció con la llegada de la escritura. Mnemosina se volvió la personificación de la memoria en el mundo griego clásico, el pergamino invisible en el alma. Atenas no edificó un templo para ella ni Grecia un culto. Los autores de la época clásica la utilizaron de manera cosmética. El alfabeto expulsó a Mnemosyne de la escuela; pronto la literatura reprimió la mousiké; a partir del siglo IV a. de C. el pharmakon de Theuth se inculcó como una panacea en las escuelas de Atenas.  

1 Illich escribe este texto en 1984. N del T.

2 La cita está tomada de la traducción de Patricio Azcárate, Platón, Obras, E.D.A.F.. Madrid-Buenos Aires, 1962. N del T.

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