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Caminos hacia la paz
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Miscelánea

La persona unidimensional o la obsesión del “yo”

Guillermo Máynez Gil
Miscelánea

En este ensayo Guillermo Máynez Gil sostiene que la obsesión con el “yo” y la consiguiente reducción de la identidad hacia lo unidimensional, anula al individuo como tal y tiene efectos perniciosos en lo psicológico, lo social, lo político y lo cultural, es decir, en lo humano. 



Hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros, y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva.
Octavio Paz


Entre las críticas al modo de vida en las grandes ciudades, una de las más frecuentes es la alienación que produce, entendida como el aislamiento del individuo, el cercenamiento de los lazos personales, reales y físicos con otras personas que resultan de los modos de vida comunitarios. Asociada a esta, en las últimas décadas, surgió la crítica a la interacción artificial (es decir, por medio de artificios tecnológicos) en las redes sociales. 

Dichas críticas tienen fundamento y razón: todo parece indicar que hemos llevado el experimento demasiado lejos en muchos casos, produciendo individuos enajenados de su entorno inmediato y tangible, y, si acaso, capaces solamente de interactuar con otros a través de dispositivos electrónicos. Un caso extremo es el de los hikikomori, una palabra japonesa que significa “tirar hacia adentro”, y que describe el fenómeno representado por personas, casi siempre jóvenes, que se aíslan de todo contacto humano sin que haya señales aparentes de algún trastorno como esquizofrenia o depresión crónica. Tan sólo en Japón, hay actualmente mucha gente en esta situación; los números varían, pero se ubican en los cientos de miles y el fenómeno se ha extendido a más países, casi todos desarrollados, puesto que en otros las necesidades de supervivencia lo impiden. Muchos de ellos ni siquiera interactúan en redes. Mención aparte merece el fenómeno de las personas mayores de esas grandes ciudades, que languidecen en soledad, ya sea porque no tienen hijos, o éstos viven lejos, los ignoran o no pueden cuidarlos, y no quieren o no pueden recurrir a un asilo o institución semejante. Algunos tienen amigos que viven cerca y pueden desplazarse, pero otros ni eso. 

Muy cierto, y sin embargo cabe hacer, por lo menos, tres matices a la crítica, dos actuales y uno histórico. Los primeros son simples: cualquier visita a una de esas ciudades permite ver calles, cafés, restaurantes y otros centros de reunión abarrotados de grupos de amigos o familiares que conviven en persona (aunque es frecuente que muchos estén enfrascados en sus dispositivos móviles, más que en la conversación). En el caso de los viejos, las redes sociales se han convertido tanto en una forma de alienación como en un salvavidas que les permite mantenerse en contacto con parientes y amigos, solicitar productos o servicios, formar relaciones con personas con intereses similares, y pedir ayuda. 

La tercera es histórica y me permite entrar de lleno al tema que quiero tratar. Desde los comienzos de la literatura, uno de los temas centrales ha sido la lucha del individuo por emanciparse de esa comunidad que, si bien puede servir como refugio contra un mundo hostil y propiciar la asistencia mutua, también suele ser asfixiante, entrometida y no pocas veces represiva, incomprensiva e inmisericorde. Los valores comunitarios, tan elogiados en la sociedad moderna, pueden nutrir o anular. De hecho, esto último es lo que hacen con cualquier individuo que osa desafiar alguno de los preceptos sociales. Ocurría en las aldeas neolíticas y sigue ocurriendo en muchas familias, por lo demás muy modernas. El primer ejemplo obvio es Antígona, de Sófocles, que opone la razón de conciencia, la ética individual (aunque aún informada por valores familiares), contra la razón de Estado, la impuesta por la comunidad política. 

El problema, para los antiguos, es que había pocas opciones reales de emancipación, es decir ciudades lo suficientemente grandes para permitir el anonimato: en todos lados había comunidad. Existía, hipotéticamente, la posibilidad de encontrar otra, una  más afín a los intereses de un individuo (algo que las redes sociales, bien usadas, permiten), pero en realidad, en todas partes prevalecía la imposición de lo colectivo sobre lo individual. La otra era indeseable o inviable para casi todos: la vida en soledad absoluta, la del ermitaño. No es de extrañarse, así, que la lucha del individuo soliera resultar en derrota o incluso en tragedia. 

Ya en la Edad Media, el conflicto tomó otro cariz. En las novelas de caballería, el individuo busca su realización, no en proyectos personales surgidos de los intereses propios de su conciencia, sino en la glorificación mediante la emulación y superación de las acciones heroicas de sus predecesores y competidores, acciones siempre conformes con lo que la comunidad espera de ellos. No es el individuo el que se dota de valores e intereses, sino su “público” que lo limita a cumplir con creces lo que considera deseable y valioso. 

La pobreza no era, en principio, un obstáculo para ello: en los Romances Artúricos (1170-1190) de Chrétien de Troyes, concretamente en “La Historia del Grial (Perceval)”, un joven campesino galés, ingenuo, ignorante y hasta tonto, termina convertido en un gran héroe y paladín de la Mesa Redonda, gracias a su encuentro con el rey Arturo, sus nobles caballeros, mentores generosos y auténticas princesas en apuros.

Cuando el ambiente cultural propicio para esa vocación se desvaneció, apareció otro caballero andante, Don Quijote de la Mancha. A diferencia de Perceval, Alfonso Quijano sólo tiene al rústico Sancho y la burla de sus contemporáneos. Felipe III está muy lejos de Arturo y Don Quijote es un héroe casi moderno.  

En el otro extremo de la escala social, el cuento popular suele retratar la lucha de individuos por derrotar al sistema. Quien pretende hacerlo, no pertenece a los grupos beneficiarios, sino a los oprimidos. No se trata, sin embargo, de proyectos de realización personal, sino de simples revanchas. Aun así, en su libro La Gran Matanza de Gatos (1987), Robert Darnton hace una interesante comparación entre los cuentos populares franceses y los germánicos. En los primeros, el individuo alcanza sus metas por medio de las únicas armas de los débiles: la astucia, la malicia, la trampa. La fuerza de los poderosos no deja otra salida, por lo que es válido torcer las reglas. En los relatos germánicos, en cambio, los héroes triunfan gracias a la disciplina, la obediencia y el trabajo: no derrotan al sistema; se cuelan a la cima.

Hubo que esperar a la modernidad para que la literatura desarrollara la novela de formación o crecimiento personal, la Bildungsroman. Este subgénero va más allá de la transformación del personaje a lo largo del relato. La discusión sobre cuándo comenzó es infinita e irresoluble. Hay quien afirma que La Ilíada podría ser el primer relato de formación, puesto que el Aquiles que permite a Príamo llevarse el cadáver de Héctor es muy diferente al berrinchudo del comienzo del poema. Me parece que es estirar el concepto hasta volverlo irrelevante.

Lo que es indudable es que los personajes literarios comienzan a experimentar ese crecimiento, ese desarrollo íntimo, a partir de Cervantes y su Quijote, que en buena medida es el relato de la transformación personal tanto del héroe como de Sancho que, en su amistad y sus progresivos acercamientos, maduran. También de Shakespeare, cuyos personajes, como ha insistido Harold Bloom, se escuchan a sí mismos como desde fuera de su ser, observando la manera en que se van transformando. Pero sería una tontería decir que El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha o Hamlet son Bildungsroman: además de que no sabemos absolutamente nada de sus infancias, en el primer caso, la emancipación se lleva a cabo mucho más en la imaginación del protagonista que en el mundo real, mientras que, en el segundo, la lucha termina en una muerte violenta que no permite al héroe experimentar ese nuevo self

La Bildungsroman hay que encontrarla en los inicios novelísticos del Romanticismo, en Los Años de Aprendizaje de Wilhelm Meister (1795-1796) de Goethe. No por casualidad, en esta obra, Goethe introduce su influyente apreciación crítica de Hamlet, fundamento de la escuela romántica de crítica shakespeariana. Allí aparece por vez primera el individuo, no en la versión lastimera e insegura del primer Werther (1774), sino en la otra, la del inventor de sí mismo. Wilhelm Meister no es un huérfano lanzado a los caminos por necesidad; no es Lázaro de Tormes ni Tom Jones. Es un joven de la alta burguesía que renuncia, elige renunciar, a todas las comodidades por amor al teatro en una época que no trataba a los actores como “estrellas” sino como gentuza de mal vivir. Una decepción amorosa lo hace renunciar en un primer momento a su vocación, pero sus ganas de ser actor se imponen y se unirá a una troupe de cómicos de la legua para entrar de lleno en su ardua, pero maravillosa, educación emocional. 

Dicha educación conlleva, necesariamente, un alto grado de introspección, a condición de que la mirada no se detenga ahí para siempre. De tal forma que, al conocerse mejor a sí misma, la persona pueda voltear hacia afuera y reconocerse en los otros, aunque sea de manera negativa. Wilhelm Meister describe así los momentos previos a su proceso de maduración: “Desde mi juventud, me he acostumbrado a dirigir la mirada de mi espíritu hacia adentro más que hacia afuera, y por lo tanto es muy natural que, hasta cierto punto, tenga conocimiento del hombre, mientras que de los hombres no tengo la menor idea”. Son las semillas del fenómeno identitario, de la obsesión del “yo” de nuestro tiempo.

Por casualidad o por diseño, la Bildungsroman de Goethe se sintonizó con el Zeitgeist (“el espíritu de la época”) y pronto se hicieron réplicas de lo inaugurado por Goethe. Entre ellas, Heinrich von Ofterdingen (1802) de Novalis, y sátiras del subgénero, como la Vida y Opiniones del Gato Murr (1819-1821) de E. T. A. Hoffmann que hace un guiño a Tristram Shandy de Sterne. Les siguieron una larga serie de obras en la misma vena. Desde la perturbadora versión femenina de Charlotte Brontë, Jane Eyre (1847) y David Copperfield (1849-50) de Dickens, hasta las numerosas versiones de los siglos XX y XXI, que frecuentemente son mucho más oscuras. Dos ejemplos recientes son El Tigre Blanco (2008) de Aravind Adigha (una anti-Bildungsroman), en la que un joven pobre aprende a sobrevivir en la jungla depravada y materialista de la India contemporánea, y las cinco novelas sobre Patrick Melrose, de Edward St. Aubyn (1992-2012), en las que un aristócrata inglés se sobrepone al abuso sexual y a las drogas duras. 

Los protagonistas de las Bildungsromane nada tienen que ver con el self-made man del mito norteamericano: no tratan de “salir adelante” acumulando riqueza y estatus, sino de adquirir (o fracasar en el intento) una educación emocional, una madurez integral de la persona, después de pruebas y tribulaciones. Esta madurez implica la toma de conciencia sobre su aspecto fundamental: la identidad múltiple.1 Así, la persona, el individuo, para ser único, debe estar compuesto por una combinación irrepetible de identidades que lo diferencian de todos los demás. No porque no comparta nada con ellos, sino precisamente porque comparte algo con muchos. Por lo general, los personajes de las Bildungsromane provienen de un pueblo pequeño del sur del país, descienden de tal o cual familia, sus ancestros se han dedicado a cierto oficio y tiene características físicas, intereses intelectuales, temperamento, aficiones, pasiones y aversiones que los hacen únicos, pero que los acercan a diferentes grupos de la sociedad en un complejo entrecruce y traslape de características. Mejor o peor, son seres humanos, no simples miembros de un grupo o de una clase. 

Con frecuencia, si no es que siempre, asumir esa identidad múltiple es complejo, incómodo y algunas veces trágico, puesto que es posible que dos o más de esas identidades estén en conflicto y el individuo se vea obligado a abandonar o a traicionar alguna de ellas, o bien huir de todas y comenzar de nuevo, si es que tiene la oportunidad y siempre y cuando el costo, en el orden de su conciencia, no sea impagable. Una de sus consecuencias puede ser el suicidio. Otra, la realización plena. En contraste, la renuncia a todas las identidades, menos a una, puede llevar a la supervivencia, pero jamás a la consecución de un self completo y, hasta donde es posible, feliz. 

Por desgracia, lo que parece estar eligiendo una gran y creciente parte de la población del mundo es esa renuncia. Elegir una sola identidad como la única que define al individuo empobrece a la persona y la transforma, de un ser multidimensional, conectado con muchas y muy distintas personas, en una cifra, un militante, una unidad de la masa. Peor aún, esa elección implica dinamitar todos los puentes con personas que no pertenezcan a la misma secta dentro del grupo amplio, reduciendo cada vez más los límites de la identidad hasta volverla asfixiante y enloquecedora. Tan sólo un ejemplo reciente: en su novela Patria (2016), Fernando Aramburu muestra cómo no bastaba ser vasco para ser puro; había que ser miembro de ETA; luego, del ala más radical; luego menos y menos, hasta no ser nada más que un asesino de inocentes. Había que abandonar todas las identidades en favor de una sola, cada vez más reducida, hasta el solipsismo. Familia, amigos, amantes, colegas, vecinos. Sólo importaba la identidad etarra que justificaba los actos más atroces en aras de la sacrosanta identidad única. No están muy lejos de ello los aficionados de un equipo deportivo, capaces de matar a golpes a un hincha del equipo contrario. 

Qué duda cabe que, en determinadas circunstancias traumáticas, una de esas identidades posibles puede adquirir notoria predominancia sobre las demás. Los miembros de minorías u otros grupos oprimidos y discriminados pueden verse obligados a darle prominencia especial a una característica que, en circunstancias más felices, sería asumida y vivida con toda normalidad. Tener una discapacidad en un mundo que se burla de tales personas o las considera lamentables (el “imbécil” de muchos códigos civiles); ser homosexual o mujer en sociedades que los consideran inferiores, cuando no condenados al pecado y al infierno; las minorías étnicas o religiosas y un sinfín de situaciones en las que, para sobrevivir dignamente, la persona debe dedicar tiempo y esfuerzo, cuando no su vida entera, a combatir la hostilidad. Eso, sin embargo, no implica necesariamente la renuncia a las otras identidades. 

Ni siquiera el “triunfo” reduce el empobrecimiento de la condición humana del ser unidimensional e incluso puede ser contraproducente y llevar al vacío existencial: una vez obtenido el triunfo total, la aniquilación de las razas inferiores, ¿qué le queda al “ario”, al militante nazi que reduce su vida a esa identidad ficticia? Nada: vegetar, subdividirse en identidades cada vez más reducidas y nimias. Por el contrario, una persona homosexual que lucha en contra de la discriminación y la violencia hacia quienes comparten con ella esa condición, pero que no pierde sus otras dimensiones humanas, que mantiene el contacto con sus otros “yo” y con las personas no homosexuales con las que comparte orígenes, intereses y aficiones puede, llegado el momento de la pacificación y el reconocimiento, regresar a ejercer su sexualidad, simplemente, como un aspecto de su personalidad, pero no necesariamente a ocuparse exclusivamente de ella. 

No es esto último lo que parece estar sucediendo cada vez más. Por el contrario, la obsesión con el “yo” mal entendido está llevando a alineaciones tribales irreductibles que conforman lo que se ha dado en llamar “la política de la identidad”. Se trata de un híbrido contra natura: la afirmación del “yo” a partir, no sólo de la identificación, sino de la fusión con una comunidad, con frecuencia artificial, que reduce al individuo a representante de esa sola comunidad, excluyente y absorbente al punto de nulificar a ese mismo individuo. El individuo abjura de sus identidades múltiples, es decir, de la riqueza y de la composición única de su “yo”, en favor del abandono en una comunidad omniabarcante. Lo que resulta no es una persona, sino una pieza, un “ladrillo en la pared”, incapaz de comunicarse con cualquiera que no comparta, total y exclusivamente, esa sola identidad. No sorprende que el “centro”, o como sea que lo definamos, esté desapareciendo y que entre los extremos no haya sino un vacío insalvable, trátese del tema que se trate. 

Hay, y desde hace muchos siglos ha habido, un antídoto a ese reduccionismo y a esa asfixia: el arte. Dado que nuestras vidas son, en comparación con la historia, sumamente breves y constreñidas, cuando mucho, a un puñado de lugares y circunstancias, la única manera de expandirlas ha pasado por la literatura, la historia, la música y las artes plásticas. La apreciación, y desde luego la práctica, del arte, nos permiten superar esas barreras espaciales y temporales, ponernos en los zapatos de personas muy diferentes a nosotros, pero en las que es posible reconocer los aspectos fundamentales de la naturaleza humana y estudiarlos desde los más diversos puntos de vista. Aunque sin duda el gran arte no tiene propósitos edificantes, y no necesariamente nos hace mejores personas, sí expande el rango de nuestra experiencia, amplía nuestras perspectivas y enriquece nuestras vidas, además de proporcionar el disfrute estético que es su motivación central. 

Lo que, sin embargo, observamos en estos tiempos —principalmente en las escuelas norteamericanas y de Europa occidental— es, junto con el estrechamiento de la personalidad y la pérdida de las identidades múltiples, la aniquilación del arte y, en consecuencia, del humanismo. Pongo un ejemplo muy reciente. 

En un reportaje, publicado en el Washington Post el 3 de noviembre de 2023,2 se presentó el caso de una escuela secundaria en el estado de Washington en la que cuatro profesoras de inglés (lengua y literatura) lanzaron una cruzada para prohibir la enseñanza de uno de los grandes clásicos de las letras norteamericanas, To Kill a Mockingbird (incorrectamente traducido como Matar un Ruiseñor, ya que mockingbird significa “zenzontle”), de Harper Lee, publicado en 1960. La narradora, “Scout” Finch, cuenta la historia de cómo, cuando ella tenía seis años, su padre, un abogado blanco, defendió a un negro injustamente acusado de violar a una mujer blanca y las terribles consecuencias que tuvo en esa comunidad de Alabama, uno de los estados más racistas de Estados Unidos. Hasta el momento de aquella cruzada, la novela era considerada, no sólo una gran obra literaria, sino también uno de los estandartes culturales de la lucha contra el racismo. Hoy en día ha sido reducida, y de hecho aniquilada, desde ambos extremos del espectro político. Para la ultraderecha, sobre todo para los evangélicos blancos que suelen votar por Trump y similares, esta obra es una pieza del movimiento woke, un movimiento del siglo XXI que nada tiene que ver con un libro publicado en 1960. Según ellos, dicho movimiento es una subversión de los auténticos valores norteamericanos: el cristianismo protestante, la supremacía de la raza blanca y del sexo masculino. Para colmo, está escrita por una mujer y narrada por otra. Para la izquierda woke, la obra es condenable porque tanto la autora como la narradora son blancas y los blancos no tienen derecho a retratar el racismo. Además, la novela utiliza 48 veces la palabra nigger (lo que hiere las tiernas sensibilidades de los chicos negros del siglo XXI) y presenta a un salvador blanco (en la Alabama de entonces no había abogados negros). Para esa izquierda, Harper Lee no pretende mostrarnos a un hombre blanco en contra del racismo, sino glorificar a los blancos presentándolos como “buenos”. No importa que Atticus Finch sea repudiado y atacado por los otros blancos. 

Hay muchas aristas en todo esto, como el uso de la palabra derecho en relación con las condenas de la izquierda. Supongamos por un momento que tienen razón, que sólo quienes han experimentado en carne propia una situación tienen derecho a escribir o hablar sobre ella. ¿Cómo hacemos entonces con las personas que padecen una discapacidad mental y, maltratadas, son incapaces de expresarse? ¿Nadie puede utilizar la imaginación para retratar su realidad? Imaginemos el horror que debe inspirarles entonces The Sound and the Fury (1929) de Faulkner, en la que uno de los personajes principales es un joven con severo retraso mental, cuya voz y perspectiva nos presenta el autor. Lo que deriva en otro problema: quién decide lo que puede expresar o no un artista entra en el mundo de la censura y del totalitarismo, que supuestamente las correcciones políticas combaten. Bajo esas ideas absurdas y contradictorias yo sólo podría escribir una novela que la experiencia de un varón heterosexual del norte de México, de clase media, emigrado a la Ciudad de México, que estudió tal cosa, tiene tales aficiones e ideas, y se lleva con determinado tipo de gente. La literatura reducida a la autoficción o de plano a la autobiografía. Me estaría vedado explorar cualquier otra situación humana. Lo que llevaría a prohibir, entre muchas otras cosas, la novela histórica, fantástica y de ciencia ficción, y que, por definición, nadie ha experimentado ese tipo de situaciones. 

La perplejidad aumenta cuando se leen las entrevistas que, con respecto la novela Harper Lee, se hicieron a algunos estudiantes negros. Una dice que la novela no debería enseñarse en clase porque “no refleja la realidad de las relaciones de clase en el siglo XXI”. Otro dice que la novela “lo distorsiona (misrepresents) a él y a otros estudiantes afroamericanos”. Otra estudiante más dice, en el extremo del egocentrismo, que la novela no puede conmoverla porque no trata sobre ella y no fue escrita para ella.

Esto es una muestra de a dónde lleva la constante reducción de la identidad y la obsesión con el “yo”: a la nada, a la desaparición del arte. Si una persona sólo puede escribir acerca de su propia experiencia y a otras sólo les interesa leer sobre sus propias experiencias, entonces la literatura se reduciría a un conjunto de obras escritas por individuos que hablan de sí mismos y que sólo a ellos les interesaría leer. 

Otro aspecto, quizás el más importante para el futuro del arte, es que estas profesoras (todas mujeres y todas blancas, a excepción de una de origen asiático oriental), no enseñan literatura, sino política, y sólo política de identidad. En toda la discusión, ampliamente presentada en el reportaje, las profesoras jamás discutieron los méritos literarios de la novela, sólo su mensaje racial. Son infiltradas de la lucha partidista e identitaria, que enseñan a sus alumnos que la literatura sólo vale por su contenido político (real o imaginario), y que los valores estéticos son irrelevantes o de plano aberrantes y obsoletos. Lo mismo opinan los conservadores desde la acera de enfrente de una callejuela muy estrecha y sucia. 

Afortunadamente, las iniciativas de estas y otras personas obsesionadas con la identidad no carecen de oponentes: profesores y alumnos de distintos orígenes han alzado la voz en defensa de la libertad y la literatura. En casi todos lados van perdiendo, pero no debemos dejarlos solos. 

La obsesión con el “yo” no se circunscribe sólo al arte. Desde selfies inocuas, la competencia por los likes en las redes sociales y los traumas de ser poco popular, hasta los dictadores ególatras y megalómanos que proliferan y son respaldados por lo que Eric Hoffer ha llamado The True Believer (1951), el fenómeno pone cargas explosivas debajo de cada puente entre los seres humanos. Chicos de doce o trece años que tienen prohibido tener relaciones sexuales y votar o comprar una cerveza, tienen derecho a elegir su sexo, a atiborrarse de hormonas y a pasar por cirugía de cambio de sexo, ante la impotencia de los padres. A muchos, la infancia y la adolescencia se les va, no en desarrollar esa personalidad múltiple, compleja y cambiante que los puede hacer seres humanos tan completos como sea posible, sino en dilucidar interminablemente en qué punto del espectro LGBT etc. se encuentran. A eso se reduce su identidad, aunque en su vejez sólo vaya a tener las mismas opciones que los demás, la ginecóloga o el urólogo. 

En nada ayuda la proliferación de pseudoterapias que proclaman las maravillas de “quiérete a ti mismo” y “apapáchate”, o la publicidad acerca de que “tú mereces sólo lo mejor”. La obsesión con el “yo” y la consiguiente reducción de la identidad hacia lo unidimensional, que paradójicamente anula al propio individuo como tal, tiene efectos perniciosos en lo psicológico, lo social, lo político y lo cultural. Es decir, en lo humano. Esta es, muy probablemente, la batalla cultural más importante de nuestro tiempo y de las siguientes décadas. 




1 Una piedra fundamental sobre el desarrollo del “yo” moderno es la teoría psicoanalítica de Freud que, a pesar de estar cosas, que ese “yo” no es monolítico, sino que tiene varias capas y facetas desacreditada en términos científicos, tuvo una influencia imposible de minimizar al revelar, entre otras. 

2 Students hated ‘To Kill a Mockingbird.’ Their teachers tried to dump it. - The Washington Post

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