Gabriel Zaid recupera y reescribe un ensayo de hace doce años en el que se refiere a Iván Illich como un “libertador de lo consabido”. Illich es incómodo y desconcertante: su crítica a la vida social, política y cultural sirve para remover un mundo oxidado en el que la imaginación social está anquilosada y se echan de menos soluciones prácticas para encarar grandes problemas.
Hay líquidos removedores del óxido de una rosca que la aflojan para que gire libremente. Para eso sirve el pensamiento de Iván Illich: para remover la oxidación cultural de lo consabido.
Se critica a las personas, sus actitudes, sus hechos y sus dichos. Se critican las ideas, las creencias, las costumbres. La mala información o argumentación, los propósitos. Todo lo cual requiere un contexto compartido, dentro del cual se discute.
Pero lo que Illich criticaba era el contexto. Aflojaba lo consabido que nadie cuestionaba. No criticaba, por ejemplo, la escuela autoritaria frente a la permisiva, sino el supuesto (en ambas) de que la escuela es indispensable. Por eso fue y sigue siendo desconcertante.
Ahora que cuestionar se ha vuelto de buen gusto, un gesto complacido con su fácil audacia, se puede perder de vista a los que cuestionan de verdad. Sócrates y Galileo fueron condenados en su época. Hoy serían ignorados en la algarabía.
Afortunadamente, Illich desconcertó, pero no fue ignorado. Una minoría importante pasó del desconcierto al reconocimiento de sus críticas radicales: que iban hasta la raíz.
Deschooling society (1971) fue escrito en Cuernavaca, pero dio la vuelta al mundo. Un scholar surgido de un medio escolarizado y escolarizador (doctorado en historia medieval por la Universidad de Salzburgo, Vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico) criticaba la escolaridad: el supuesto de que la escuela es el eje central de la educación.
Paul Goodman, su precursor (Compulsory mis-education, 1964) dijo algo que sonaba a chiste, pero es una gran verdad: que un niño aprenda a hablar es más difícil que leer y escribir. Sin embargo, se aprende en casa. Si se aprendiera en la escuela, muchos serían tartamudos.
Todos nos educamos a todos, a todas horas y en todas partes. También nos educa lo que nos rodea: la casa, el vecindario, la ciudad, las nubes, los animales, las herramientas, los libros, los museos, la música, la televisión. Y la experiencia, la curiosidad, el fracaso, que ayudan a entender la realidad. Y la escuela.
Illich no era un iconoclasta, sino un libertador de lo consabido. Criticó radicalmente la institución educativa, de la cual formó parte (liberándose y liberándonos de la oxidación) para buscar algo mejor. En su famoso primer libro, el capítulo más largo está dedicado a la creación de learning webs que faciliten la oportunidad de educarnos libremente, movidos por nuestra propia iniciativa de buscar y compartir conocimientos, entusiasmos, problemas y soluciones. No era una utopía. Era un sentido práctico profundo que anticipó (y quizá inspiró) la World Wide Web, concebida por sus creadores como universal linked information system.
No sólo eso. En el mismo capítulo, habla de un mechanical donkey: un minivehículo motorizado que pueda andar por las brechas campesinas y sea fácil de entender, tanto para conducirlo como para repararlo. Dos años antes de que E. F. Schumacher publicara Small is beautiful: Economics as if people mattered (1973).
En esta dirección continuó en Tools for conviviality (1973). Usó la palabra convivial para evocar el espíritu igualitario, libre y festivo del convivio frente al espíritu jerárquico, formal y obligatorio de las instituciones. Ya había usado esa palabra en Deschooling society, pero la volvió central en su nuevo libro.
Tools for conviviality apareció el mismo año que Small is beautiful, y ambos concuerdan en el sentido humano y el sentido práctico, aunque parten de análisis distintos. Schumacher critica la ceguera de aplicar tecnologías desarrolladas para el gigantismo donde no es práctico. Illich celebra la tecnología del teléfono (hoy celebraría el celular) porque refuerza la convivialidad; y reprueba las tecnologías que sirven para crear dependencias (del Estado, las trasnacionales, los sindicatos, los expertos), a más de que resultan contraproducentes. Por ejemplo: automóviles que pueden arrancar a 100 kilómetros por hora en unos cuantos segundos, y acaban a vuelta de rueda, cuando no embotellados, mientras producen contaminación.
Energy and equity (1974) criticó la ilusión de que los grandes consumos de energía eran generalizables a toda la población y propuso buscar soluciones de bajo consumo. Afortunadamente, en este caso, los precios del petróleo, que empezaron a subir por entonces, facilitaron la aceptación de sus ideas. El ahorro de energía y las preocupaciones ambientales se han integrado a la conciencia pública.
Ahora también se reconoce que los hospitales son focos de infección y que un porcentaje importante de los daños a la salud son iatrogénicos: originados por los médicos, los medicamentos y las instalaciones hospitalarias. Lo había dicho Florence Nightingale (Notes on hospitals, 1863), la famosa enfermera que supo argumentar con estadísticas: la mortalidad de una enfermedad es menor entre los pacientes que no van a los hospitales.
La iatrogenia se olvidó, bajo el supuesto piadoso de que era un problema del siglo xix, superado por la medicina moderna. Hasta que Illich sacudió la opinión piadosa con Medical nemesis: The expropriation of health (1976). Al narcisismo institucional del gremio no le hizo gracia verse como una nueva clerecía dueña del bien y del mal: la salud y la enfermedad.
Illich mostró que ignorar la iatrogenia le servía a un monopolio gremial para apoyarse en el Estado y vender sus remedios. Así los productores de leche en polvo lograron venderla a quienes no podían pagarla (ni la necesitaban) como una ayuda filantrópica de los países ricos a los pobres. Según los médicos, era más higiénica y nutritiva que amamantar, ignorando que la preparación de la fórmula con agua y vasijas insalubres resultaba infecciosa. Finalmente, amamantar dejó de ser lo tradicional para volverse lo último de lo último que recomiendan los expertos.
Illich fundó el Centro Intercultural de Documentación en Cuernavaca (CIDOC, 1961–1976), para impartir cursos de español y cultura hispanoamericana a los misioneros católicos destinados a América Latina. Fue mucho más que eso: un foro de reflexión y cuestionamientos (incluso del espíritu misional, de la ayuda a los pobres y del propio centro) que atrajo a numerosas personalidades internacionales y sembró inquietudes. Como sacerdote católico, padeció la oxidación de las instituciones eclesiásticas hasta que prefirió colgar los hábitos.
Illich no sólo criticó la doxa (las opiniones consabidas y oxidadas): hizo su arqueología. Su familiaridad con la historia medieval le sirvió para investigar los orígenes de muchas creencias y prácticas sociales. The right to useful unemployment (1978), Shadow work (1981) y Gender (1982) critican la incapacidad actual para apreciar la mentalidad vernácula y el trabajo que no es empleo, especialmente de las mujeres. H2O and the waters of forgetfulness (1985), ABC: the alphabetization of the popular mind (1988), In the vineyard of the text: A commentary to Hugh's Didascalicon (1995), son exploraciones brillantes sobre la formación del contexto mental contemporáneo, observado en el espejo del pasado, como se llama otro libro suyo (In the mirror of the past, 1992).
Kant dijo alguna vez, molesto contra un crítico: “Hay quienes ven todo muy claro, una vez que se les indica hacia dónde hay que mirar”. La extraordinaria perspicacia de Illich, y su función como líder intelectual, fue saber hacia dónde había que mirar.
Sus exageraciones irritantes y hasta sus contradicciones servían para eso: para centrar la atención en lo que estaba perdido de vista. Tenía algo socrático, y, como Sócrates, sorprendía por su originalidad deslumbrante y su entusiasmo negativo: una especie de oxímoron vital.
Ramón Xirau me contó que, alguna vez, en la carretera a Cuernavaca lo descubrió caminando vigorosamente. Se detuvo para saludarlo y ofrecerle lugar en su automóvil. Naturalmente, se negó, aunque nunca dejó de tomar el avión cuando tuvo que hacerlo. Me pareció asombroso, absurdo y profundamente simpático.
Lo del cáncer que no quiso operarse fue igual: Sócrates tomando la cicuta como un ejemplo indeleble de convicción moral. Hay absurdos que pueden ser una bendición.
La apertura de Illich a todas las culturas y todas las lenguas (hablaba una docena) fue correspondida con el interés universal que despertó su obra. Hay información biográfica y bibliográfica sobre él en 38 Wikipedias. Sus libros fueron traducidos en docenas de países. Sus análisis de las prácticas vigentes influyeron en muchos otros pensadores y exploradores de prácticas alternas.
En español, sus Obras reunidas en dos volúmenes (2008) fueron editadas por Valentina Borremans (su colaboradora de muchos años) y Javier Sicilia (su discípulo y amigo) para el Fondo de Cultura Económica. No se han reeditado, pero se encuentran en la web.