En Conspiratio 16 se publicó la primera entrega de la polémica de 1904 entre Robert Blatchford y Gilbert K. Chesterton. En las así llamadas Controversias Blatchford, traducidas por Guillermo Nuñez, se debate en qué creen y por qué creen los cristianos. Aquí la segunda entrega.
Por qué creo en la cristiandad
No es mi intención faltarle el respeto al Sr. Blatchford al decir que nuestra dificultad reside en gran medida en el hecho de que él, como tantas personas inteligentes de hoy, no comprende lo que es la teología. Cometer errores en la ciencia es una cosa, confundir su naturaleza es otra. Y como leí en Dios y mi vecino, gradualmente crece en mí la convicción de que cree que la teología es el estudio acerca de si un montón de historias sobre Dios en la Biblia son históricamente comprobables. Esto es como si estuviera tratando de probar a un hombre que el socialismo es una sensata política económica, y a medio camino se percatara de que el hombre creía que la política económica es el estudio de si los políticos son económicos.
Es muy difícil explicar brevemente la naturaleza de todo un estudio viviente; sería tan difícil como explicar la política o la ética. Pues entre más enorme sea una cosa, y obvia, y nos mire fijamente, más difícil es explicarla.
Cualquiera puede definir la conchología. Nadie puede definir la moral.
A pesar de todo, es nuestro deber hacer el intento de explicar esta filosofía religiosa que fue, y será de nuevo, el estudio de los intelectos más altos y la fundación de las naciones más fuertes, pero que nuestra pequeña civilización ha olvidado por un rato, de la misma forma que ha olvidado cómo bailar o cómo vestirse decentemente. Trataré de explicar por qué considero necesaria la filosofía religiosa y por qué creo que la cristiandad es la mejor filosofía religiosa. Pero antes de hacerlo me gustaría que tuvieran en mente dos hechos históricos. No les pido con esto que elaboren mi deducción a partir de ellos, ni cualquier tipo de deducción. Sólo quiero que los recuerden a través de la discusión, como meros hechos.
1. La cristiandad surgió y se esparció en un mundo muy culto y cínico —en un mundo muy moderno—. Lucrecio era tan materialista como Haeckel, y un escritor mucho más persuasivo. El mundo romano había leído Dios y mi vecino, y en una manera más o menos débil, lo consideró verdadero. Vale la pena notar que las religiones casi siempre surgen de estas civilizaciones escépticas. Un libro reciente sobre la literatura árabe pre-mahometana describe una vida elegante y lujosa. Fue así con Buda, quien nació en el seno de una civilización antigua. Fue así con el puritanismo inglés y el renacimiento católico en Francia e Italia, ambos nacidos del racionalismo del Renacimiento. Y así es hoy mismo; y así es siempre. Vayan a dos de los centros del librepensamiento, París y América, y los encontrarán llenos de ángeles y demonios, de viejos misterios y nuevos profetas. El racionalismo está peleando por su joven vida en contra de las viejas y vigorosas supersticiones.
2. El cristianismo, una religión muy mística, ha sido, a pesar de todo, la religión de la sección más práctica de la humanidad. Posee muchas más paradojas que las filosofías de Occidente, pero también construye caminos mucho mejores.
El musulmán posee una concepción pura y lógica de Dios, el monolítico Alá. Pero aún parece un bárbaro en Europa, y el pasto no crecerá donde sea que coloque su pie. El cristiano tiene un Dios Trino, “una trinidad enmarañada”, que parece sólo una caprichosa contradicción de términos. Pero en la práctica se posiciona triunfantemente en la tierra, e incluso el más listo de los occidentales sólo puede luchar contra él imitándolo. El Este posee una lógica y vive del arroz. La cristiandad posee misterios —automóviles—. Pero no se preocupen, les digo, por la inferencia, sólo registremos el hecho.
Ahora con estas dos cosas en mente permítanme intentar explicar lo que es la teología cristiana.
La actitud obvia para el hombre es el agnosticismo completo. Todos somos agnósticos hasta que descubrimos que el agnosticismo no funcionará. Después adoptamos alguna filosofía, la del sr. Blatchford o la mía o alguna otra, pues ciertamente el sr. Blatchford no es más agnóstico que yo. El agnóstico diría que no podría decirse si el hombre es responsable por sus pecados. El sr. Blatchford dice que él sabe que no lo es.
Aquí tenemos la semilla de todo el enorme árbol del dogma. ¿Por qué el sr. Blatchford va más allá del agnosticismo y afirma que ciertamente no hay libre albedrío? Porque no puede llevar a cabo su esquema moral sin afirmar que no hay libre albedrío. Por lo tanto, debe asegurarse que sus discípulos estén convencidos de que Dios no los hizo libres y consecuentemente culpables. No habrá ninguna duda silvestre y cristiana que pueda revolotear por la mente del determinista. Ningún demonio deberá susurrarle en alguna hora de ira que tal vez el promotor de la Compañía fue responsable del timo que lo condujo al asilo de pobres. Ningún escepticismo repentino le habrá de sugerir que tal vez el director de escuela sea culpable de atizar al niño pequeño hasta la muerte. La fe del determinista debe permanecer firme, de otra forma la debilidad de la naturaleza humana dirigirá a los hombres a que estén enojados cuando se les calumnie o a patear cuando se les patee. En resumen, el libre albedrío parece, a primera instancia, pertenecer al Desconocido. Sin embargo, el sr. Blatchford no puede predicar lo que le parece simple caridad sin afirmar un dogma al respecto. Y yo no puedo predicar lo que me parece simple honestidad sin afirmar otro.
He aquí el fracaso del agnosticismo. Que el día a día de las cosas que conocemos (en el sentido lato), en realidad depende de nuestro punto de vista de las cosas que no conocemos (en sentido lato). Está muy bien decirle a un hombre, como lo hacen los agnósticos, que “cultiven su propio jardín”. Pero, ¿y si suponemos que el hombre ignora todo lo que se encuentre fuera de su jardín, entre ellas el sol y la lluvia?
Este es el hecho real. No se puede vivir sin dogmas. No puedes actuar durante veinticuatro horas sin decidir si debes responsabilizar o no a las personas. La teología es un producto mucho más práctico que la química.
Algunos deterministas creen que el cristianismo inventó un dogma como el del libre albedrío sólo para divertirse —una mera contradicción—. Es absurdo. Tienes la contradicción seas lo que seas. Los deterministas me dicen, con un grado de verdad, que el determinismo no hace diferencia alguna en la vida diaria. Esto significa que a pesar de que el determinista sabe que el hombre no tiene libre albedrío, aún lo trata como si lo tuviera. La diferencia entonces es muy simple. El cristiano introduce la contradicción en su filosofía. Y el determinista en sus hábitos diarios. El cristiano establece como un misterio confeso lo que el determinista considera un sinsentido. El determinista tiene el mismo sinsentido para desayunar, cenar, la hora del té y la merienda todos los días de su vida.
El cristiano, repito, pone el misterio en su filosofía. El misterio, por su oscuridad, ilumina todas las cosas. Una vez que se le conceda eso, la vida es vida, el pan, pan y el queso, queso: puede reír y luchar. El determinista hace de la materia de la voluntad algo lógico y lúcido: y en la luz de tal lucidez todas las cosas se oscurecen, las palabras no tienen sentido y las acciones ningún fin. Ha hecho de su filosofía un silogismo y de sí mismo un lunático que balbucea.
No es cuestión de elegir entre racionalismo y misticismo. Es cuestión de elegir entre misticismo y locura. Pues el misticismo, y sólo el misticismo, ha mantenido sano al hombre desde el inicio del mundo. Todos los caminos rectos de la lógica dirigen hacia un escándalo, hacia el anarquismo o a la obediencia pasiva, a tratar el universo como si fuera un asunto de relojería o bien, una ilusión de la mente.
Sólo el místico, el hombre que acepta las contradicciones, es quien puede reírse y caminar despreocupadamente por el mundo.
¿Les sorprende que la misma civilización que creyó en la Trinidad haya descubierto el vapor?
Todas las grandes doctrinas cristianas son de este tipo. Véanlas con cuidado y justamente por sí mismos. Yo sólo tengo espacio para dos ejemplos. El primero, es la idea cristiana de Dios. Así como todos hemos sido agnósticos, todos hemos sido panteístas. En la divinidad de nuestra juventud parecía fácil preguntar: “¿Por qué no puede un hombre ver a Dios en un ave que vuela y sentirse satisfecho?”. Pero luego viene un momento en el que decidimos seguir y decir: “Si Dios se encuentra en las aves, que se nos permita no sólo ser tan bellos como las aves, sino también tan crueles como ellas; vivir la vida roja e iracunda de la naturaleza”. Y algo que es sano en nosotros se resiste y dice: “Amigo mío, te estás volviendo loco”. Luego viene el lado opuesto y decimos: “Las aves son odiosas, las flores vergonzantes. No alabaré un universo tan bajo”. Y la cosa que es sana en nosotros nos dirá: “Amigo mío, te estás volviendo loco”.
Luego viene una cosa fantástica que nos dice: “Estás en lo correcto cuando alabas a las aves, pero no cuando intentas imitarlas. Hay algo bueno detrás de todas estas cosas, sin embargo, todas son más bajas que tú. El Universo es recto, pero el mundo, retorcido. La cosa que está detrás de todo no es cruel, como un ave, sino buena, como un hombre”. Y la cosa que es sana en nosotros dice: “He encontrado el buen camino”.
Cuando la cristiandad llegó, el mundo antiguo recién se había topado con este dilema. Escuchaba la voz que alababa a la naturaleza gritar: “Todas las cosas naturales son buenas. La guerra es tan sana como las flores. La lujuria tan limpia como las estrellas”. Y también escuchaba el grito de los estoicos e idealistas sin remedio: “Las flores son la guerra: las estrellas son impuras: fuera del intelecto humano, no hay nada que sea recto e irremediablemente vencido”.
Ambas posturas son consistentes, filosóficas y aclamadas: su única desventaja es que la primera conduce lógicamente al asesinato y la segunda al suicidio. Después de una agonía de pensamiento, el mundo pudo ver el saludable camino entre las dos. Era el Dios cristiano. Hizo la naturaleza, pero era un hombre.
Finalmente, hay algo que debe decirse sobre la caída. Sólo puede decir una palabra, y es ésta. Sin la doctrina de La Caída toda idea de progreso carece de significado. El sr. Blatchford opina que nunca hubo una caída sino un levantamiento gradual. Pero la misma palabra “levantamiento” implica que uno sabe hacia dónde se levanta. A menos que exista un criterio, no podrás saber si te estás levantando o cayendo. El punto central es que la caída, como todos los otros caminos de la cristiandad, está cifrada en el lenguaje común que se habla dentro de un camión. Cualquier persona podría decir “pocos varones son realmente varoniles”. Pero nadie diría, “pocas ballenas son realmente balleniles”.
Si quisieras disuadir a un hombre de beber su décimo whisky, deberías darle una palmada en la espalda y decirle: “Sé un hombre”. Nadie que quisiera disuadir a un cocodrilo de comerse a su décimo explorador le daría una palmada en la espalda para decirle: “Sé un cocodrilo”. Pues no poseemos una noción de un cocodrilo perfecto; no hay alegoría alguna de una ballena que haya sido expulsada de su Edén ballenesco. Si una ballena se nos presentara y dijera: “Soy una nueva especie de ballena; he abandonado la barba”, no tendríamos problemas. Pero si un hombre se nos presentara y dijera (como pronto lo harán tantos): “Soy un nuevo tipo de hombre. Soy el superhombre. He abandonado la piedad y la justicia”, deberíamos contestarle: “Sin duda eres nuevo, pero no estás más cercano al hombre perfecto, pues ya has estado en la misma mente de Dios. Hemos caído con Adán y habremos de levantarnos de nuevo con Cristo; pero preferiríamos caer con Satán que levantarnos contigo.”