Versión de Julio Hubard
Brillante, entrometido y muy capaz de influirse a sí mismo, por interpósita persona, Victor Hugo escribió este poema en 1854, pero lo fechó en 1832 y apreció publicado en Les Contemplations (1856), en la sección «Aurore», donde Hugo concentró los poemas dedicados a su juventud. El título es extraño: «Réponse à un acte d’accusation» es el nombre de un documento judicial de respuesta a una querella ante tribunales. No existió tal cosa. Existió, en efecto, una acusación... En octubre de 1854, en uno de los tomos de la Histoire de la littérature dramatique, Jules Janin, amigo de Victor Hugo, reproduce una carta de 1834, «Acerca de la literatura dramática: Carta al Señor Victor Hugo», que dice: «Y, entonces, Señor, yo lo acuso de haber causado, por medio de doctrinas perversas y perversos medios, que sólo Usted sabe cómo utilizar, la pérdida del arte dramático y la ruina del teatro francés». La carta estaba firmada por «un miembro de la Académie Français» (en Victor Hugo, Selected Poetry. Antología traducida y anotada por Steven Monte. Routledge, 2001).
La acusación del académico francés fue parte del episodio conocido como «La batalla de Hernani», que suele citarse como epicentro de la batalla de estilos entre clasicistas y románticos. Durante las representaciones de Hernani los espectadores cultos comenzaron a quejarse por los horrores formales: el léxico les resultaba vulgar y soez; muchas expresiones rompían con el horaciano precepto del «decoro» y, sobre todo, resintieron las violaciones a la regularidad métrica y a la sacralidad del alejandrino francés... La presión academicista no era solamente una preceptiva de referencia, ni un recurso de mera crítica literaria; se había convertido en un moralismo que podía hundir a cualquier autor que desobedeciera a aquel público cultísimo, compuesto y pastoreado por los señores académicos. Es famosa una carta de Alexandre Dumas en la que relata cómo la crítica académica obligó a un dramaturgo a reescribir el tercer acto de una obra, para eliminar la palabra «pañuelo». Frente al purismo sonoro de un alejandrino rígido, la métrica de Hernani buscaba una prosodia mucho menos artificial, más cercana al habla: se saltaba cesuras, encabalgaba no un par de versos sino parlamentos enteros y, en fin, produjo una sonoridad coloquial, prosaica, que los puristas percibieron como mero revoltijo. Incluso los actores mismos se dijeron «horrorizados al ver que Hugo los haría hablar en prosa, como vulgares burgueses» (Graham Robb, Victor Hugo. A Biography. Norton, p. 183).
El poema de respuesta de Hugo es una rebelión en contra del decorum horaciano (el artículo de Wikipedia es útil). Le sentó perfectamente el traje de la insurrección y la rebeldía románticas. Y decidió encarnar en sí el espíritu de la Revolución, que pudo haber comenzado en 1789, pero en concepción del propio Hugo, no se concretó sino con la autoconsciencia que él produjo y que desembocó en la Revolución de Julio, o Revolución de 1830.
En este poema, la idea e imagen de la Libertad está tocada directamente por el gran cuadro de Eugene Delacroix, La libertad guiando al pueblo (¡1830!), otro abierto desafío al decoro: esa mujer que a todas luces no pertenece a la clase de las deidades y más parece una marchanta del mercado, con los pies rudos, los pechos al aire, la axila peluda y el cabello recogido por el gorro frigio. A su derecha, el autorretrato de Delacroix, con ropas burguesas y empuñando una escopeta, que no es arma militar, y junto a él, un obrero, un linotipista, con su mandil de trabajo y un fusil arrancado a los militares; a la izquierda, un niño callejero, desharrapado, de gran corazón libertario y revolucionario: el original Gavroche. sabemos que ese mismo cuadro fue también decisivo para la novela más famosa de Hugo: Los miserables. Influencia directa de la pintura de Delacroix sobre la obra de Victor Hugo... pero no podía ser así de simple: si Hugo toma la influencia de La libertad guiando al pueblo es solamente porque él, antes, con sus poemas, sus novelas y su teatro influyó definitivamente en el estilo y concepción plásticas de Delacroix. Tal vez haya sido verdad: Graham Robb afirma que el Cristo en la Cruz pintado por Delacroix tiene como base el rostro de Hugo. Realidad o verdad asumida, Hugo estaba convencido de que su influencia no sólo actuaba decisivamente sobre el presente de las cosas públicas y la cultura, sino sobre el pasado y el futuro. Como otros monstruos de la creatividad, no concebía idea, sentimiento o forma que no tuviera origen en sí mismo, en su propio genio.
*
Respuesta a una denuncia1
Y resulta que yo soy el ogro y el chivo expiatorio.
Y el corazón se les arruga en esta era caótica,
porque pisé el buen gusto y el antiguo verso francés
con mis horrendos pies. Yo dije: ¡Sea la sombra!
y la sombra fue –y es este su reclamo.
Lengua, tragedia, arte, dogmas, conservatorio,
perdieron toda claridad2 y se apagaron, y soy
el responsable. Le derramé la urna de la noche.
En su opinión, yo soy el zapapico
de todo ese derrumbe. Y bien, que sea, lo acepto;
su colérica prosa me ha elegido a mí;
me gritan: racca;3 yo les digo: ¡Gracias!
Esta marcha del tiempo –que sale de una iglesia
para meterse en otra– y a sí misma se civiliza;
estas grandes preguntas sobre el arte, sobre la libertad,
lo consiento: veámoslas por su término estrecho,
por el lente pequeño de los catalejos. En suma,
convengo, sí, soy este hombre abominable;4
y creo francamente haber incluso cometido
otros crímenes más, que ustedes omitieron:
metí las manos en cuestiones turbias,
hurgué en el mal, buscando hallarle curas, injurié
las alforjas que carga la recua de los asnos,
y sacudí el pasado de arriba a abajo,
y revolví su fondo lo mismo que su forma,
y me atengo: yo soy este monstruo enorme,
yo soy el demagogo horrible y desbordado,
que ha devastado el vetusto ABCD.
Hablemos.
Cuando dejé el colegio y los temarios
y los versos latinos, niño pálido, intenso,
serio, de frente gacha y miembros pobres;
cuando, tratando de entender y de juzgar, abrí
los ojos a la naturaleza y a las artes, el idioma
era la imagen del reino: el pueblo y la nobleza.
La monarquía era la poesía: una palabra
o era bien un duque y par, o era sólo un pelagatos;
las sílabas, lejanas como París y Londres, no
se avenían, y andaban así, sin confundirse:
en Pont Neuf hay peatones y hay jinetes.
La lengua era el Estado antes del ochenta y nueve.
Y las palabras, bien o mal nacidas, vivían recluidas en sus castas:
Unas, siendo nobles, se atrevían a Fedras, Méropes,
Yocastas, y tenían al decoro como norma,
y recorrían Versalles en carrozas reales.
Las otras, chusmas mendigas, cómicos siniestros,
vivían en el patois;5 algunas en las galeras
de la jerga, afectas a los géneros más bajos,
harapos y jirones, descalzas entre puestos del mercado
y sin peluca; hechas de prosa, hechas de farsa;
populacho del estilo, tiradas al fondo de la sombra;
villanas, rústicas, rasposas, las que el jefe Vaugelas6
marcó con una F en su presidio Léxico,7
refiriéndose sólo a la vida abyecta y familiar,
vil, degradada, marchita, burguesa, buena para Molière.
A estas merodeadoras, Racine las miraba de soslayo;
y si Corneille hallaba alguna acurrucada entre sus versos,
la dejaba –demasiado grande para decir: ¡Que se largue!;
Voltaire gritaba: ¡Corneille se denigra!
Buen hombre, ese Corneille, humilde, se quedaba quieto.
Entonces vino un bandolero –yo. Y reclamé: ¿Por qué
estos siempre delante y aquellos siempre atrás?
Y sobre la Academia, abuela y viuda,
que esconde bajo enaguas sus tropos asustados,
y sobre los cuadrados batallones de alejandrinos,
hice soplar un viento de Revolución. Yo
le puse un gorro rojo al viejo diccionario.
¡No más palabras senadoras! ¡no más plebeyas!
Hice una tempestad al fondo del tintero,
y mezclé, entre las sombras agobiadas,
al pueblo negro, las palabras, con el enjambre blanco, las ideas.
Y digo: ¡que no haya palabra en que la idea, al vuelo puro
y empapada de azul, no pueda posarse!
¡Espantoso discurso! Silepsis, lítote, hipálage,
temblaron; me subí a la cumbre de Aristóteles y proclamé
que todas las palabras son iguales, erguidas, libres.
Todos los invasores y todos los saqueadores,
todos los tigres y los hunos, los escitas y los dacios,
eran sólo mininos frente a mis desafíos;
Salté fuera del círculo y quebré el compás.
Yo nombré al cerdo por su nombre, ¿por qué no?
¡Guiccardini nombró a Borgia! ¡Tácito,
a Vitelio! Salvaje, implacable, explícito,
yo le quité del cuello al perro estupefacto su collar
de epítetos; al soto de la breña, entre la hierba,
fraternicé la vaca y la becerra;
la una es Margotón, la otra Berenice.
La oda se embriagó abrazada a Rabelais;
en la cumbre del Pindo bailábamos Ça ira;8 las nueve
musas, pechos desnudos, cantaban la Carmañola;9
con gorguera española, el énfasis se estremecía;
Juan, el mulero, se casó con la pastora Mirtil.
Se oyó decir a un rey: «¿qué hora es?»10
Yo destruía el alabastro, y la nieve, y el marfil,
le quité el azabache a la pupila negra
y me atreví a decir al brazo: «sé blanco», así de fácil.
Violé el cadáver humeante del verso,
le introduje la cifra; ¡oh, terror! Mitrídates
habría fechado el cerco de Cízico,11 de haber querido.
¡Días de pavor! Los laïs se hicieron putas.12
Las palabras opimas, peinadas por Restaut13 cada mañana,
que sostenían aún el garbo de Luis Catorce
llevaban sus pelucas. Pero a esta cabellera
desde lo alto del campanario, la Revolución
gritó: ¡Transfórmate! es la hora. ¡Llénate
con el espíritu de estas palabras que tienes prisioneras!
La peluca rugió, mutándose en melena.
¡Libertad! Así son las rebeliones nuestras,
que de caniches engendramos leones.
Y bajo el huracán maldito que soplamos,
toda ralea de palabras se cubrió de llamas.
Sobre Lhomond clavé proclamaciones14
que decían: ¡Debemos terminar! Al basurero
los Bouhours,15 Batteux,16 Brossettes,17 los que aplastaron
con su pulgar al pensamiento humano
–¡Al arma, prosa y verso! ¡formad los batallones!
Mirad la situación: la estrofa está en mordazas,
con cepos en los pies, la oda; el drama en la mazmorra.
¡Campistron18 se ha trepado sobre el cadáver de Racine!
Rechinaba los dientes Boileau; y yo le dije: ¡Primero,
cállate! Y entre rayos y vientos, le grité:
¡la guerra a la retórica y la paz a la sintaxis!
Y completo estalló el noventa y tres.19 Sobre su eje,
vimos girar el athos, el ethos y el pathos.20
Bufones que dejaron ir a Pourceaugnac21 y Cathos,22
para seguir a Dumarsais23 y su murga horrenda
y llenar sus jeringas en las ondas de Hipocrene.24
La sílaba franqueó la ley que la dispuso,
y el sustantivo ganapán, el verbo paria,
concurrieron. Bebimos el horror hasta las heces.
Los vimos exhumar el sueño de Athalía,25
echar al viento las cenizas del relato
de Teramenes,26 y eclipsarle la estrella al Instituto.
Sí: y a tábula rasa redujeron el antiguo régimen,
y aplaudí, bebedor de la sangre de las frases,
cuando vi –entre estrofas espumeantes y diciendo
las cosas con estilo rugiente y desbordado–
al Arte poética, cogida y amarrada allí, en la calle,
y luego vi, entre la muchedumbre que se agolpa,
a las palabras proscritas por todo buen gusto
colgar las letras aristócratas del poste espiritual.
¡Sí, soy este Danton! ¡soy este Robespierre!
Y contra las palabras nobles, de largo sable,
yo sublevé al vulgar vocablo, al criado,
y, sobre Dangeau muerto, degollé a Richelet.27
Sí, es verdad, aquellos son algunos de mis crímenes.
Yo tomé y demolí la Bastilla de las rimas.
Hice más: yo quebré las picotas de hierro
que ataban la palabra pueblo, y saqué del infierno
a las legiones sepulcrales de palabras viejas, condenadas.
A la perífrasis, yo le aplasté las espirales,
mezclé y confundí, igualándolo ante el cielo,
al alfabeto y la zozobra de la torre que nació en Babel.
Yo no ignoraba que la mano enfurecida
que libra la palabra, libra el pensamiento.
De los esfuerzos de los hombres atributo es la unidad.
Todo es la misma flecha y lleva al mismo fin.
Y bien, pues, lo convengo honradamente, he aquí
algunos de mis crímenes, y aporto mi cabeza.
Usted, abuelo, ha de ser muy viejo, porque
es la décima vez que lo repito: mea culpa.
Sí, si Beauzée28 es dios, en verdad, yo soy ateo.
La lengua estaba en orden, augusta, desempolvada,
la flor de lis dorada, Tristán y Boileau, y el techo azul,
las cuarenta butacas con el trono al centro…
yo la enturbié, y creo que en este ilustre salón,
he roto todo un poco: al nombre propio, a ese rústico
que apenas era caporal, lo hice coronel;
y del pronombre personal yo hice un jacobino;
del participio, esclavo de cabeza encanecida, hice
una hiena, y del verbo una hidra de anarquía.
Ahí tiene mi reum confitentem. ¡Truene!
Yo dije a la nasal ventana: ¡Eh, pero eres sólo una nariz!
Yo dije al luengo fruto de oro: ¡Eres sólo una pera!
Yo dije a Vaugelas: ¡Eres sólo una mandíbula!
Yo dije a las palabras: ¡Sean república! ¡Sean
el hormiguero inmenso y el trabajo! ¡Crean,
amen, vivan! –todo lo revolví y, de mala gana,
arrojé el noble verso a los perros negros de la prosa.
Y, lo que hacía yo, otros lo hicieron también,
mejor que yo. Calíope, transitoriamente Euterpe
y Polimnia, perdieron su postiza gravedad.
Pusimos a oscilar la balanza de hemistiquios.
Es la verdad, maldígannos. El verso, que llevaba
siempre en su frente doce plumas en círculo,
y saltaba en sus cesuras sobre esa doble raqueta
que se llama etiqueta y se llama prosodia,
rota se queda y romperá la regla, engañará al formón
y escapará de la cesura que la enjaula, volando,
convertida en un pájaro que libra el barranco
y ya vuela en los cielos: alondra divina.
Y ya en la claridad gravitan las palabras todas.
Los escritores liberaron la lengua. Y gracias
a estos bandidos, gracias a estos terroristas,
la verdad, mientras caza enjambres de tristes pedagogos,
y la imaginación, escándalo a cien voces
que quiebra las baldosas del espíritu burgués,
y la poesía de triple frente –que ríe, suspira, canta–
que se burla y que cree; que Plauto y Shakspeare29
sembraban –éste en el mob, aquel en la plebs–
vertiéndose en naciones con la sabiduría de Job
y la razón de Horacio a través de su demencia,
y embriagando de azul el frenesí inmenso,
que –locura sagrada de mirada deslumbrante–
se alza a la eternidad por las gradas del tiempo,
la musa regresa, nos reprende, nos guía,
nos enseña a llorar la humana miseria,
nos golpea y nos consuela del zenit al nadir,
sobre todas las frentes relucen, resplandecen
su vuelo –torbellino, lira, huracán de chispas–
sus millones de ojos en sus millones de alas.
Completa así su acción el movimiento.
Gracias a ti, progreso santo, la Revolución
vibra hoy en el aire, en la voz, en el libro.
La halla viva el lector: la palabra palpita.
Ella grita, ella canta, ella enseña, ella se ríe.
Su lengua se deslíe y su espíritu. Está
en la novela, hablando por lo bajo a las mujeres.
Tiene los dos ojos abiertos y llameantes,
uno en el ciudadano, el otro sobre el pensador.
Toma la mano de la libertad, su hermana,
y la introduce en todos, por los poros.
Los prejuicios, formados como las madréporas,
desde el sombrío montón de los abusos de los tiempos,
se disuelven al choque de todas las palabras, las que flotan
colmadas de su voluntad, su fin, su alma.
Ella es la prosa, ella es el verso, ella es el drama;
es ella la expresión, ella es el sentimiento,
faro en la calle, y en el firmamento estrella.
Insondable penetra en las profundidades del lenguaje:
ella sopla en el arte, portavoz formidable,
y, así lo quiere Dios, después de haber colmado
sus orgullos el pueblo, borrado arrugas viejas
de las frentes, y alzado muchedumbres degradadas,
¡después de hacerse ley, se hace idea!
París, enero de 1834.30