Cuando callamos
reconocemos sus contornos
que emergen;
la contemplamos y nos acoge.
El silencio nos envuelve;
es su voz, sin color,
sin aroma,
es ya nuestro sudor metafísico.
Si callamos también dentro
no deja de ser una interrogante.
No deja de ser presencia
a pesar de su etérea realidad.
Nos damos cuenta
que ha estado ahí
desde el principio
y seguirá
cuando hayamos partido.
Asemeja una atmósfera,
más que una compañía.
Podríamos pensar
que es resonancia
de nuestro andar.
Pareciera prisionera
de la conciencia, pero
de esta última no sabemos
su suerte final, si encarna
un desprendimiento
o sólo se consume en las cenizas
de nuestro cuerpo.
El olvido de su dominio
es la hipnosis elegida
en fantasías que carcomen
e idolatrías que se apoderan
y enceguecen.
En su paradoja,
es la cercanía perenne
que acoge el trayecto
y el necesario compás
del misterio
que nuestras manos
inquieren.
Llegará el momento
en la incontable noche
que esta concreción
que nos permite conocernos
se disolverá sin dejar rastro,
huella,
ni eco.
De esa profunda oquedad
que se oculta en nuestros poros
proviene su palpitar,
cuyo nombre impronunciable
será una elipsis más
que se pierda.