La misericordia y el cielo de cabeza

Tomás Calvillo
Poesía

Es probable,

tal vez sea el fundamento, 

aquello que sostiene,

sin lo cual la existencia desaparecería.


Su perfección es la naturaleza 

de su sabiduría.

Está más allá 

de cualquier apropiación,

es el antes del inicio 

y la posteridad de la desaparición.


Esta ahí, siempre, expresándose 

sin juicio alguno.

Cuando se encuentra,

su orientación impide 

los naufragios más dolorosos, 

los que atañen a cada uno

en la disputa del inconsciente 

y sus saldos.


No hay duda alguna 

su contundencia es tal

que el azoro y el destino

se reconocen en su espejo.


Asombra, conmueve,

con tal intensidad 

que todas las preguntas anidan 

y se resuelven en su aparición. 


Lo demás, lo que resta, 

son las prédicas de la confusión; 

los comediantes 

en su ignorancia disfrazados, 

de ciudad en ciudad,

propagando la continua dispersión. 


El tiempo se ha desbocado, 

una manera de advertir

que la atención debe redoblarse, 

al pausar nuestra respiración. 

Es el cronómetro biológico

que permite aproximarnos 

a ese exótico embalaje 

entre el azar y el hado 

en la inmensidad empequeñecida

de nuestro día a día

y noche a noche: 

el escenario de las luces y la oscuridad 

de leyes cósmicas que nos cuestionan.


Lejana y propia, transversal,

emerge y reafirma la dicha.

Sin tocar la puerta, 

se cuela por las rendijas

que nos asisten.


Su poder 

es la permanente restauración

del origen,

su innato mensaje,

la razón de la memoria, 

su abstracto devenir;

la revelación 

que enmudece el juego de especulaciones 

que nos alienan.

Disuelve la irrupción de la soberbia,

su inútil brote, 

su carga de dolor esparcida por doquier

en los miles de rostros del dominio.


Al compartir sus segundos

se recupera la dignidad

de cada historia.


Es el mayor descubrimiento inagotable:

la tierra es el cielo 

en todos los idiomas y caminos. 

Nuestro descuido 

ha sido costoso, 

edificamos un laberinto 

al ser incapaces 

de reconocer nuestra condición;

la ciencia y su oferta tecnológica 

no escapan a ello, en mucho

lo ahondan.


De donde proviene su palabra 

cargada de olvido; 

distante, ajena 

y de pronto única, 

llena de gracia.

Sus vocablos 

son la arena del desierto 

y el susurro de sus consonantes 

la sombra creciente del acantilado

a orillas del mar.


Las raíces del sauce están en la luna;

los naranjos llevan las huellas del sol,

sus llamas en las cáscaras

que se desprenden

y en los gajos 

de la interminable tarea

de la luz.


Esta fina y honda manera de decir 

sin apropiarse ni un milímetro de nada,

sólo compartir la verdad

que no necesita enseñarse:


el respeto a sí mismo, 

su restauración, al confirmar

de qué se trata todo esto.