Es probable,
tal vez sea el fundamento,
aquello que sostiene,
sin lo cual la existencia desaparecería.
Su perfección es la naturaleza
de su sabiduría.
Está más allá
de cualquier apropiación,
es el antes del inicio
y la posteridad de la desaparición.
Esta ahí, siempre, expresándose
sin juicio alguno.
Cuando se encuentra,
su orientación impide
los naufragios más dolorosos,
los que atañen a cada uno
en la disputa del inconsciente
y sus saldos.
No hay duda alguna
su contundencia es tal
que el azoro y el destino
se reconocen en su espejo.
Asombra, conmueve,
con tal intensidad
que todas las preguntas anidan
y se resuelven en su aparición.
Lo demás, lo que resta,
son las prédicas de la confusión;
los comediantes
en su ignorancia disfrazados,
de ciudad en ciudad,
propagando la continua dispersión.
El tiempo se ha desbocado,
una manera de advertir
que la atención debe redoblarse,
al pausar nuestra respiración.
Es el cronómetro biológico
que permite aproximarnos
a ese exótico embalaje
entre el azar y el hado
en la inmensidad empequeñecida
de nuestro día a día
y noche a noche:
el escenario de las luces y la oscuridad
de leyes cósmicas que nos cuestionan.
Lejana y propia, transversal,
emerge y reafirma la dicha.
Sin tocar la puerta,
se cuela por las rendijas
que nos asisten.
Su poder
es la permanente restauración
del origen,
su innato mensaje,
la razón de la memoria,
su abstracto devenir;
la revelación
que enmudece el juego de especulaciones
que nos alienan.
Disuelve la irrupción de la soberbia,
su inútil brote,
su carga de dolor esparcida por doquier
en los miles de rostros del dominio.
Al compartir sus segundos
se recupera la dignidad
de cada historia.
Es el mayor descubrimiento inagotable:
la tierra es el cielo
en todos los idiomas y caminos.
Nuestro descuido
ha sido costoso,
edificamos un laberinto
al ser incapaces
de reconocer nuestra condición;
la ciencia y su oferta tecnológica
no escapan a ello, en mucho
lo ahondan.
De donde proviene su palabra
cargada de olvido;
distante, ajena
y de pronto única,
llena de gracia.
Sus vocablos
son la arena del desierto
y el susurro de sus consonantes
la sombra creciente del acantilado
a orillas del mar.
Las raíces del sauce están en la luna;
los naranjos llevan las huellas del sol,
sus llamas en las cáscaras
que se desprenden
y en los gajos
de la interminable tarea
de la luz.
Esta fina y honda manera de decir
sin apropiarse ni un milímetro de nada,
sólo compartir la verdad
que no necesita enseñarse:
el respeto a sí mismo,
su restauración, al confirmar
de qué se trata todo esto.