Nikos Kazantzakis o la libertad sin más

Sara E. García-Peláez Cruz
Miscelánea

La literatura de Nikos Kazantzakis ha sido siempre controversial. Si bien el gran tema que marcó su obra fue la humanidad de Cristo, hubo otro que le persiguió hasta su muerte: la libertad. Kazantzakis la planteó siempre como una lucha interna, como si dos ejércitos combatieran dentro de su alma. Esta batalla lo atormentó desde su primera obra, Lirio y serpiente. Este breve ensayo se centra no sólo en este libro considerado menor incluso por él mismo. Toca también otras obras poco conocidas en las que Sara E. García-Peláez explora ese tema fundamental de la vida humana.


El grito. La duda. El abismo. La lucha. Un camino que asciende y otro que desciende. La luz. El abismo de nuevo. La nada. Dos fuerzas opuestas que tiran, una hacia un lado y otra hacia el otro. Caos. Dos ejércitos, dos ríos, dos rostros que son el mismo, el de Dios y el del demonio. Dos puertas idénticas, hermosas: la del Paraíso y la de los infiernos… y dos caminos que nos llevan a estas, los dos iguales, los dos verdes. Ya Adán hubo de tener cuidado… 

Leer a Kazantzakis es siempre dicotomía, lucha y desasosiego. Para el cretense, su alma entera era un grito y su obra entera la interpretación de ese grito: descifrarlo es más complejo de lo que se piensa. Siempre está presente el cuestionamiento teológico, la fe, la imagen de Cristo —las obras más representativas y polémicas son precisamente las que tocan estos temas— pero también hubo algo que lo persiguió —¿lo torturó? — hasta el epitafio: la libertad. ¿Qué es la libertad? ¿Quién es libre? 

Si bien se ha escrito mucho sobre las obras de Kazantzaki consideradas mayores, aquí me centraré en las que son menos conocidas, y por ello, menores. No sólo se trata de un gusto personal. Cuando leí estas primeras obras, ya conocía, y muy bien, La última tentación. A veces parece que después de esa lectura sólo está la nada. No es así. Al adentrarme en la obra del cretense me obsesionó su obsesión. Me sedujo la humanidad: siempre tenemos ideas, pensamientos que nos acompañan desde edades tempranas y voces internas que no nos abandonan nunca. Se moldean, se adaptan a los diferentes momentos de la vida, pero en realidad no se van jamás. Todos libramos una batalla por dentro, todos tenemos dos ejércitos, todos escuchamos un grito por dentro y en mayor o menor medida, todo lo que hacemos es interpretar ese grito. Hay quien lo silencia.

Lirio y serpiente fue la primera obra de Kazantzaki y, aunque nunca quiso que formara parte de su corpus, en ella el autor ya comienza a adentrarnos en esa batalla interna que nunca dejaría de experimentar.1 Se trata de un diario —al parecer dedicado a su profesora de inglés— y las páginas derrochan emoción. Con un tono por demás arrebatado, que llega casi al desenfreno, se lee, por lo menos hoy y a la distancia, como un amor frustrado... semejante al de un Werther que por matarse mata. La pasión hacia la amada se desborda como se desborda un río. No hay contención alguna. El enamoramiento es total y no conoce mesura. Sangra como sangra un toro ante la puya. 

Quien lo lea no se engañe: la juventud se deja atrás. La madurez se encarga de sosegar (a veces hasta de matar) al corazón apasionado. Ya no lo necesita: no puede vivir sintiendo así. Kazantzakis tenía apenas 22 años cuando escribió Lirio y serpiente, y aunque se lea y se sienta la pasión irrefrenable hacia otro ser humano, la realidad es que aquello que desgarra las páginas de este benjamín es, entre otros desasosiegos, la duda, la dicotomía, las dos fuerzas que caracterizarán toda su obra. Dentro de uno de los más grandes escritores del siglo xx se sembró la inquietud de la batalla entre lo terrenal y lo espiritual «al otro lado de su mente» antes de cumplir los 23. Esa batalla buscará la libertad. «Algo sufre y se agita en mi alma —como si de repente se soltara un muelle, como si un pensamiento indómito se zafara con fuerza del otro lado de mi frente». Allí hay «alguien» que lo hace estremecer y «sentir que saborea la sangrante carne humana»:

Un misterio se está celebrando en mi interior. Una liturgia. Me inclino y escucho en mi pecho himnos y plegarias, y un batir de alas que se abren y latidos que como ecos de una rara campana llaman a misa a mis pensamientos. Siento descender a un Dios en mi interior... y escucho un pincel suave y todopoderoso deslizarse sobre mi corazón... un cincel misterioso siento que va esculpiendo en mi interior, y una mano milagrosa se agita y diviniza volúmenes de mármol tras mi frente... me deshago en oración y en éxtasis... es religión lo que siento por ti. 

Kazantzakis es casi un místico. Después se siente inquieto: un enorme estupor se apodera de su cuerpo y de su alma. Reza. El cretense le dedica la plegaria a lo que él llama «la gran fuerza que mata». Hay un constante grito que no da tregua. El autor agoniza y busca. Al parecer, los años de juventud le hicieron ver que buscaría algo que no encontraría jamás: 

Más allá de las estrellas, hay un imán que me arrastra. Y mi cuerpo se estremece atraído por la Gran Nostalgia y por el Gran Dolor. Alguien me arrastra desde las estrellas. No me retengas amarrado. Por encima del amor, por encima de la alegría de la vida, se halla aquello que busco. 

Ambas fuerzas hicieron que, desde este momento y para siempre, Kazantzakis fuera un desterrado. Cuán cerca y cuán lejos está el muchacho de Lirio y serpiente del poeta de Sulmona, cuyos misteriosos carmen et error lo mantuvieron físicamente lejos de su tierra.2 Semejante a Ovidio, pero sin cometer su error, Kazantzakis se alejó de la Pascua griega, del Xristós Anésti: el ámbito religioso de su época no podía tolerar a un escritor que en La última tentación se atrevió a humanizar a Cristo, a imaginarlo en la cruz cerrando los ojos por un momento y diciendo «no». Por medio de su literatura, Kazantzakis le dio la oportunidad a Cristo de tocar la sencillez de la vida, de ser simplemente un hombre que se negó a morir por nadie. Al igual que Ovidio, el alma irrefrenable del cretense tuvo desde la juventud, un carmen inigualable, cuyo error fue saberlo. Así continúa escribiendo en Lirio y serpiente

¡Ay! ¡Ojalá no amara nada, no odiara nada y pudiera irme lejos de los hombres y cerca de las fieras, allá en el desierto! Y a solas allá con mi alma indómita, contemplar el cielo... ¡Ay! Ojalá no amara nada y pudiera saciarme de la nostalgia inmensa de desierto que siente mi alma. 

En su lectura no sólo hay filosofía; hay, como he dicho, dos almas, dos fuerzas que se quieren fusionar, que buscan hacerse una, pero no pueden. Su profundo misticismo está hecho de dudas, temores, descontentos, frustraciones, desencanto e incomprensión que aparecen claramente dese su primera obra:

Me parece que hay alguien en el aire, observándome. Un ojo enrome que no conoce sueño ni lágrimas. Me mira cada vez más dentro del alma. Creo que soy yo quien lo sigue. Adondequiera que voy, me arrastra tras de sí imantado, inerte sin voluntad y con inconsolables deseos. Me mira y siento que penetra en mi interior rasgando algo para ver lo que ocurre en mi alma, y que calla y no tiene piedad. Siento que soy un títere que una mano ha subido al escenario del mundo para divertimento de fuerzas invisible; juguete de la mano que me mueve, mi voz suena como la esclava de una voz todopoderosa. Y hay una indignación que se revuelve en mí, que no quiere ser títere de fuerzas invisibles y no permitiré a mi alma convertirse en bufón de un Ojo despiadado. Me observa, puedo verlo, como observando un drama desde un palco. Ayer eché a correr por la fronda profunda del bosque. Me estoy volviendo loco. ¿Tal vez me parecía que vendría a internarse en el bosque hasta donde yo estaba y a cincelar mi alma? Yo sentía algo así. Sentía cómo algo se arrastraba con sigilosos movimientos por mi frente. Era eso. Y me aterroricé. Levanté la cabeza. El Ojo me miraba impasible. Y esa vez alcancé a distinguir cierta alegría en su interior. ¡Qué horror! ¡Qué bien estaba haciendo mi papel!

Pero Kazantzakis no está en pugna con Dios, lo está con él mismo. Las cuitas dentro de su alma le impiden ser libre. El anhelo de libertad es el motor de su obra. No encuentra la libertad porque no encuentra el sosiego. No es menor la elección de Ascética para su epitafio, quizá uno de los más famosos de la humanidad: «No espero nada, no temo nada, soy libre». No obstante, en la obra completa del cretense se respira su ansiedad de ser libre y de saber que no lo es.3

Esa pugna inició en Lirio y Serpiente y no lo abandonó nunca. En su obra hay siempre un personaje que representa la libertad y otro que no es libre, pero quisiera serlo. Un ejemplo es Alejandro Magno, otro libro que dentro del corpus de Kazantzakis, se lo ha considerado como menor. Esta obra, escrita para un público juvenil habla, como lo adelanta el título, de la vida y andanzas de Alejandro de Macedonia. 

Durante toda la obra, el hijo de Filipo cuenta con la veneración de los jóvenes macedonios. No es noticia para nadie: su personalidad abruma y encanta. La belleza de su aspecto y la formación de su espíritu combinan para resultar en perfección… o casi, porque como todos los personajes del cretense, está lleno de claroscuros. Su madre le ha dicho que el territorio macedonio no puede contenerlo, que debe salir a conquistarlo todo. Se trata de un ser humano que le pisa el terreno a la divinidad. Pero la batalla que libra está dentro de sí; es un dios que no lo es. 

Su contraparte es un personaje llamado Estéfano, un muchacho que, además de admirar a Alejandro y anhelar seguirlo hasta el fin, representa, sin saberlo, la libertad. La admiración que siente por el próximo rey de Macedonia es total. Estéfano ignora que él mismo, en su humildad y en sus bajos orígenes, es libre. El otro personaje libre de la obra es el filósofo Calístenes, pero él, a diferencia de Estéfano, lo sabe: «filosofía quiere decir libertad. ¡Vuélvete filósofo y sé libre!». 

En esta obra, Alejandro es el equivalente del Cristo de La última tentación y de Cristo nuevamente crucificado. El hombre sabe de su grandeza, así como lo supo Cristo, pero la grandeza trae tormentos indecibles: «el hijo de María oía sus risas y ansiaba alejarse de los humanos. «Estos no saben todo lo que sufro», murmuró; no saben por qué fabrico cruces, no saben con quién lucho…».

Alejandro, quien es admirado, venerado y todopoderoso, no conoce límites. Dentro de la locura que lo invade, es capaz de ver la grandeza de Estéfano, quien, aunque es «menos» que él, en realidad, es más: 

Alejandro guardó silencio un momento, ‘este joven’, pensó, ‘es mejor que yo, más inocente. Trabaja para su patria de manera anónima sin gritar su nombre por todos lados. Él es más grande que su egoísmo y que su orgullo. En cambio yo…’.

Estéfano es, por un lado, el personaje que carga con la condición humana: tiene miedo, admira a Alejandro, anhela su cercanía. Por el otro, el hijo de Filipo carga con Dios: conquista, para bien o para mal, no solo el cuerpo sino las almas de los hombres y quiere hacerlos libres. Sin embargo, en el día a día del asedio a Asia, ya nadie sabe a costa de qué lo hace: los soldados tienen hambre y sed. Alejandro es esclavo de su ego y de su humanidad. Sus deseos son desproporcionados. Algunos ya han sido cumplidos; otros no, porque es hombre y no dios. A pesar de tratarse de una obra para jóvenes, Kazantzakis no deja de lado la complejidad de su miedo ante lo que es Dios. 

En su condición de hombre, Estéfano recibe los consejos de su padre:

Nunca estés satisfecho con lo que hagas... busca siempre más. Si eres superior a alguien no lo veas por encima del hombro y sé digno. Cuando seas inferior a alguien reconócelo y aspira a ser mejor. No adules, no temas al superior. Piensa por sobre todas las cosas que eres libre. 

Mientras el padre le aconseja decir siempre la verdad porque la mentira esclaviza, la madre le aconseja amar. ¿No son esos valores universales… casi cristianos? A manera de epifanía homérica, Kazantzakis es en realidad quien al hablarle a Estéfano, a través del padre y de la madre, se habla a sí mismo y frente a Alejandro, paradigma de dios al que él y sus soldados sirven, abre preguntas terribles: ¿qué busca? ¿qué quiere de nosotros? ¿por qué nada le basta? ¿Por qué hacemos todo y él quiere más?

A Kazantzakis, como a Jaime Sabines, le encanta Dios: «cielos extraños sin nubes y sin truenos llenos solo de luz y de armonía —llenos de Dios— se espejean y murmuran sobre las aguas de tus ojos». Pero no cupo en él la veneración, no se sintió nunca inferior al Dios que al mismo tiempo es demonio: lo desenmascara, lo descubre: 

Existe algo peligroso, falso y carnívoro en el amor de ese dios que no come carne… Al principio sentimos que nos encontramos frente a un malestar, quizás antipatía, como una helada, como si nos acercáramos al otro rostro de Dios, a satanás. Nos parece que juega, que se digna a la paradoja y a la exageración para hacerse espíritu, que desfigura e hincha la verdad para hacernos reír y avergonzarnos. Pero poco a poco sentimos que todo aquello no es más que un caparazón, que en lo profundo hay un corazón que late, tan sensible, que no podría vivir sin cristalizar todo a su alrededor, escudo impenetrable, su risa…

La lectura de Kazantzakis es siempre un reto porque en él ni la lucha ni la agonía cesan. Es su enfermedad y sabe contagiarla. Hay momentos en los que supe que no estaba muerta porque respiraba. Basta con tomar una obra suya para no dejar de leerlo nunca. Él mismo lo advierte: «será horrendo el abrazo... lo sé... pero será eterno». 

Hay para Kazantzakis sólidas cadenas que lo atan a la tierra y, por lo mismo, se niega a inclinarse ante Dios. Quiere libertad y por momentos parece tenerla. Pero realmente ¿es así?

Es posible decir que el puro grito de libertad ¿la contiene? El cretense decía que hay que mirar el miedo a los ojos para que el propio miedo sienta miedo y se vaya. Así hizo con la libertad: la miró a los ojos y la libertad que se sintió libre… ¿se fue? 

1 Los pasajes citados de Lirio y serpiente son traducción de Pedro Olalla. Los demás son traducción directa del griego de la autora.  

Ovidio de Sulmona fue desterrado de Roma, al parecer, por haber escrito Ars Amatoria (El arte de amar). Después, al escribir la obra Tristia (las Tristes) dijo que su destierro se debió a un «poema y un error (carmen et error)». No hay certezas acerca de las razones del destierro, pero hay quienes afirman que el poeta de Sulmona prestó su casa para una conjuración contra Augusto. El emperador, al enterarse, lo expulsó de Roma. Hay quienes sostienen que se trató de una argucia literaria y nada más; otros creen que se debió a que en El arte de amar promovía el relajamiento de las relaciones sexuales de las mujres. Al final de su vida escribió la obra llamada Festos, cuyo «personaje» principal fue Roma, cuya finalidad –según puede desprenderse de sus páginas— fue congraciarse con Augusto para que lo dejara volver. Lo anterior no sucedió y Ovidio murió en el destierro.

3 He aquí el pasaje completo: «Ahora lo sé. No espero nada, no temo nada. Me liberé de la mente y del corazón. Subí más alto. Soy libre. Esto quiero y nada más. Pedía libertad».