De Pablo de Tarso, ángeles y mujeres: un caso para el «fashion police»

Laura Guevara Pereda
Miscelánea

A partir de un pasaje de la Primera Epístola a los Corintios, de Pablo de Tarso, sobre el uso del velo en las mujeres durante las asambleas cristianas en la ciudad de Corinto, en el año 54 d.C., Laura Guevara hace una reconstrucción histórica de las leyes griegas y romanas que regulaban la vestimenta de las mujeres. Además, analiza detenidamente las traducciones de algunas de las palabras clave para comprobar cómo un problema de traducción se convirtió en un problema de interpretación, dando paso a un malentendido histórico que tergiversa el lugar y las funciones de las mujeres en el cristianismo original.

Comienzo con una consonancia literaria: la reacción de las sociedades grecorromanas a la inclusión de las mujeres en la nueva religión cristiana fue la misma que tuvo la sociedad tebana cuatrocientos años antes, cuando sus mujeres salieron a dar culto a Dioniso, según nos cuenta Eurípides en Las Bacantes. Descontrol y desconcierto de los varones cuando las mujeres abandonan el rol que tradicionalmente tenían para dedicarse al culto de un dios venido de Oriente. En Tebas, el culpable fue el mismo dios disfrazado, «un extranjero, un hechicero, un encantador de la tierra de Lidia, con melena de agradable fragancia y rubios rizos de color vino, poseedor de los encantos de Afrodita en sus ojos, que de día y de noche anda en compañía de las jóvenes tendiéndoles ante sí sus misterios del evohé».1 En la provincia romana del Asia Menor, el responsable fue otro extranjero, Pablo de Tarso, «seductor de las almas de jóvenes y vírgenes, que anda engañándolos para que no se casen y permanezcan como están. ¡Un mago, un hechicero!»,2 según el autor anónimo de los Hechos de Pablo y Tecla, un importante apócrifo del siglo II. 

No se trata de una simple coincidencia literaria, sino de la descripción de una misma situación, en tiempo y lugar diferentes. La historia de Eurípides termina en tragedia, pero es «clásico» y se convierte en lectura obligatoria para quien disfruta, investiga y aprende de la mitología que sirve de cimiento a la literatura occidental. En cambio, la historia de Pablo y Tecla es poco conocida y uno llega a ella, casi por accidente, después de andar buscando, entre textos, cualquier indicio que ayude a iluminar los inicios del cristianismo. Su final está lejos de ser trágico y Hechos de Pablo y Tecla es el único texto que existe sobre Tecla de Iconio, una de las primeras santas veneradas por la iglesia católica y ortodoxa. Joven pagana de familia acomodada, prometida en matrimonio al mejor partido de la ciudad, que escucha predicar a Pablo durante tres días, sin moverse de la ventana por la que lo podía ver, y decide seguirlo y renuncia a todo por convertirse a la nueva religión. Pero antes tiene que hacer frente a los celos del novio (que denuncia a Pablo ante la autoridad por andar sonsacando a los jóvenes), a la cólera de su madre (que prefiere verla muerta antes que «deshonrada»), a un juez que la condena a muerte, a las fieras que, milagrosamente, no la atacan, a los avances sexosos de otros hombres, la respuesta escandalizada de una sociedad ante una mujer que decide tomar otro camino que el esperado. Tiene que cortarse el pelo y vestirse como hombre para poder encontrar a Pablo… A pesar del exagerado y fantasioso estilo con el que están escritas la mayoría de las «vidas ejemplares» de los santos, en este apócrifo encontramos pistas importantes sobre lo complejo que fue poner en práctica el cambio de mentalidad que el cristianismo propuso. La nueva visión del individuo, del prójimo y del mundo, que no considera como determinantes las diferencias naturales y sociales de los hombres, inicia en Pablo de Tarso. En sus cartas, primeros documentos del cristianismo, encontramos las ideas fundamentales que fueron permeando, poco a poco, las mentalidades. Sus repercusiones siguen reverberando hasta hoy y se hacen evidentes en el pensamiento incluyente y universalista, característico de Occidente. Entre las novedades que propone Pablo, el cambio en la situación de las mujeres fue especialmente complicado y, visto desde el punto de vista de la investigación, fascinante.

El análisis histórico, literario y crítico de los textos, dentro de las cartas paulinas, que tratan sobre las mujeres y la comparación entre los que fueron escritos originalmente por él y los que más tarde escribieron en su nombre, comprueba tres cosas: 

  • El inicial entusiasmo de Pablo por incluir a las mujeres en la predicación y ministerio de la nueva religión.
  • La respuesta, igual de entusiasta, de ellas por participar, así como la importancia que esto tuvo en el crecimiento y expansión del cristianismo.
  • Su relegación del ministerio, a partir del siglo IV, y su casi desaparición de los textos y de la historia de la iglesia. 

Extenderme en este tema requiere un mayor desarrollo; quiero sólo mostrar lo interesante, emocionante y difícil que resulta hablar sobre las mujeres en la historia de las ideas. Un sólo punto. Se trata de los versículos 3 al 12 del capítulo 11 de la Primera Carta a los Corintios, escrita por Pablo, desde Éfeso, en el año 54, a la comunidad de Corinto, en la que vivió casi dos años y que había dejado cuatro años antes:

«… quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra!

El varón no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen de la gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del varón, el varón, a su vez, nace mediante la mujer, y todo proviene de Dios». (1 Cor. 11, 3-12)

Estamos frente a uno de los pasajes paulinos más discutidos y menos entendidos de todas sus cartas y que ha jugado un papel fundamental en la construcción de las expectativas que la civilización occidental ha tenido sobre los sexos. Las interpretaciones son variadas y, en muchos casos, contrapuestas. Leyéndolo desde la cultura del siglo XXI, resulta ofensivo, sobre todo para las mujeres, pues sus palabras parecen indicar la inferioridad de la mujer frente al hombre. Ni nuestra lectura moderna, ni las características y condiciones actuales de los roles de género son lo que hacen difícil su interpretación: fue problemático desde el principio. Y el problema fue de traducción.

Antes de empezar a desenmarañar el enredo, vale la pena resaltar dos aspectos importantes. Primero, la carta de Pablo está dirigida a una comunidad específica, la de Corinto, en respuesta a cuestionamientos específicos surgidos durante las celebraciones de sus asambleas semanales; segundo, la comunidad corintia le había enviado a Pablo al menos dos misivas, que no se conservan. Los conflictos que Pablo atiende son del «tipo que naturalmente surgieron cuando una secta mesiánica radical se enfrentó con las estructuras sociales existentes en una colonia: las expectativas del orden doméstico, rango social, poder, de hombres y mujeres, de libres y esclavos, de patrones y clientes con diferente mentalidad sobre el poder, el honor y la obligación social».3

No existe mejor documento que la Primera Epístola a los Corintios, para imaginar o percibir, al menos, la realidad de los comienzos del cristianismo. En este texto, el problema que se presenta tiene que ver con el comportamiento de hombres y mujeres durante las asambleas cristianas. De ninguna manera se debería de haber extrapolado, como se hizo, a cualquier situación externa al ambiente ritual y litúrgico que está describiendo y, mucho menos, para afirmar la postura del Apóstol en cuanto a la importancia y autoridad de los sexos. Ver aquí algo más que indicaciones prácticas para la liturgia, todavía en gestación, de una iglesia en concreto, es lo que le ha ganado a Pablo siglos de mala fama y de misógino. Por ejemplo, en 1913, Bernard Shaw lo declara «el eterno enemigo de la mujer».4

Segundo, Corinto era conocida como la ciudad «luz de toda Grecia» cuando fue destruida, en el año 146 a.C., por el cónsul romano Lucio Mumio. Julio César la reconstruye en el 44 a.C. y en el 27 d.C. fue declarada la capital de la provincia romana de Acaya, residencia oficial del procónsul. Ciudad cosmopolita, de muy variada y heterogénea población, con una riquísima historia que se remonta hasta el pasado mitológico (cuentan que su primer rey fue Sísifo, que ahí creció Edipo con sus padres adoptivos y que fue el refugio de Medea y de Jasón después de asesinar a Pelias), fue reconstruida con la intención de ser una colonia en toda la extensión de la palabra. Para tiempos de Pablo, la cultura dominante, su composición social y sus costumbres, eran romanas. Pablo llegó a ella, por primera vez, en la primavera del año 50 y permaneció casi dos años. 

Bruce Winter investigó el tiempo entre la estancia de Pablo en Corinto (50-51 d.C.) y la escritura de la epístola (54 d.C.) y halló cuatro cambios sociales muy importantes que posiblemente explican las situaciones que se describen en la carta: la obligación de realizar un culto imperial federal anual, la sede de los juegos ístmicos en la ciudad, una importante carestía de granos que amenazó con provocar una hambruna y el aumento de la venta de carne ofrecida a los ídolos en el mercado.5 Estos cuatro factores hicieron que los cristianos de Corinto enfrentaran situaciones nuevas: la participación obligatoria en banquetes donde se sacrificaba a los dioses paganos, la costumbre de participar en actividades sexuales durante y después de ellos, la presencia de extranjeros visitando la ciudad, y la vigilancia de las autoridades que estaban al pendiente de actividades que pudieran considerarse sospechosas o que entorpecieran la realización de los juegos.

Sin que el texto aclare la situación específica que dio lugar a que los corintios consultaran a Pablo, podemos asumir, por texto y contexto, que el problema tenía que ver con el uso del velo de las mujeres durante las asambleas. En Corinto, como en las principales ciudades del imperio romano, el uso del velo estaba reservado para las mujeres casadas o las viudas, mujeres de condición libre y de clase social superior. Y esto tiene su historia.

En Atenas, hacia el siglo VI a.C., las mujeres eran consideradas, jurídicamente, menores de edad y cuando se casaban pasaban de la potestad del padre a la del marido. Al caer la monarquía y durante la estabilización de la democracia, gobernó Solón, considerado uno de los Siete Sabios de Grecia, en una época de conflictos sociales provocados por la concentración de la riqueza y el poder político en manos de los nobles terratenientes. Entre muchas y notorias reformas, en su Constitución de 594 a.C., reguló el comportamiento, el andar, los banquetes, los funerales, el ajuar, la comida y la bebida de las mujeres libres de las clases altas; creó las primeras leyes tendientes a cuidar del patrimonio paterno tras el casamiento de las hijas; encerró en un marco formal las costumbres sexuales atenienses; estableció burdeles públicos y reguló la práctica de la pederastia con el fin de proteger a los jóvenes libres de la seducción de hombres maduros.6

En la naciente democracia, a Solón le preocupaba la influencia de las mujeres con medios económicos y su tendencia a la opulencia en el vestir y el poder que con ello demostraban. Su solución fue tratar de mantenerlas fuera del alcance de la vista y nivelar la autoridad que la aristocracia ateniense iba ganando. 

Después, durante el Helenismo (los tres siglos comprendidos entre la muerte de Alejandro Magno en el 322 a.C. y el establecimiento romano en Egipto en el 30 a.C.), las mujeres de la aristocracia comenzaron a participar en actividades que estaban reservadas a los hombres y es la primera vez en la historia que se sabe de mujeres que tenían y disponían de dinero (gracias a las leyes de Solón que permitieron modificar las condiciones de los contratos matrimoniales), aunque su situación legal continuó siendo la misma. Gran parte de estas mujeres ricas, independientes e influyentes, fueron las sofisticadas cortesanas. Como consecuencia, la sociedad helenística comenzó a distinguir, también, dos tipos de mujeres: las honorables y respetables, que se quedaban en casa, y las que salían de ella: las esclavas y las prostitutas.7

Esta nueva «emancipación» femenina no fue vista con muy buenos ojos, sobre todo en Atenas, y provocó una reacción de tipo legal. Entre el 317 y el 307 a.C., durante el gobierno de Demetrio de Falero (nombrado más tarde por Ptolomeo I, el primer bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría y a quien se debe la traducción de la biblia hebrea al griego), se creó un consejo de gynaikónomoi, «reguladores de mujeres». Basado en la legislación de Solón y en la idea aristotélica que afirmaba que la parte deliberativa de la mujer estaba incompleta y que, por eso, necesitaba supervisión,8 su función era censurar su conducta, su vestimenta y los banquetes organizados por mujeres, procurando evitar cualquier tipo de extravagancia y lujo excesivo:

Debían hacer cumplir las leyes suntuarias, reducir los gastos excesivos de las mujeres en vestimenta para los festivales religiosos, restringir el despliegue competitivo de riqueza, promover la castidad femenina por el bien de los padres, los esposos y los dioses, y estandarizar el código de vestimenta en las procesiones. Debían mantener las tradiciones en las procesiones religiosas y asegurar que las diferencias de rango se vieran reflejadas en el código de vestimenta entre (i) las iniciadas y las recién iniciadas en el culto; (ii) las esposas y las solteras; (iii) las mujeres libres y las esclavas; (iv) las esposas respetables y las adúlteras y prostitutas.9

Esta especie de «fashion police» de la antigüedad ejercía sus funciones, principalmente, en las procesiones religiosas asociadas al culto de Démeter donde participaban mujeres de todos los estratos económicos. Y esto es importante recordar, sobre todo porque «hay evidencia contundente de que las mujeres en Corinto estaban conectadas con el culto a Démeter, en tiempos de Pablo, y que operaban en el templo que estaba en las colinas del Acrocorinto, dominando la ciudad».10

En Roma, hacia el año 44 a.C., algunas mujeres, de posición alta y respetable, desafiaron el status quo al reclamar un estilo de vida más libre y una vida sexual que sólo les era permitida a las mujeres de estratos inferiores. La evidencia literaria que sustenta la existencia de esta «nueva» mujer romana la encontramos en los puntos de vista de los escritores contemporáneos, la obra de los poetas y dramaturgos, y en la nueva legislación que introduce Augusto con el fin de terminar con ellas.

Cicerón cuenta que el historiador Salustio tomó como amante a una mujer diez años mayor que él y dice de ella que «era hija de una de las familias más nobles de Roma, tomándose libertades sexuales de una mujer que no tiene posición social que perder, y que no hace ningún esfuerzo por ocultar su comportamiento: ‘mujer no solo noble, sino notable’».11 Tácito, por su parte, registra que hacia el año 19 d.C. «se refrenó con graves decretos del Senado la deshonestidad de las mujeres, y en particular se ordenó que ninguna que tuviese o hubiese tenido abuelo, padre o marido caballero romano pudiese lucrar prostituyéndose».12 Muchas de estas mujeres, en protesta a la ley, declararon dedicarse a la prostitución.

Lo que escandalizaba no era su conducta sexual en sí, sino que en algunas ocasiones no era la correspondiente a su rango y posición social. Más que cometer faltas a la moral, cometían faltas al honor: vergüenza, no pecado. 13

Paul Veyne, estudiando la obra de los iniciadores de la elegía romana (Propercio, Catulo y Ovidio) descubre muchos de los aspectos de la vida cotidiana del imperio y características de la época que no podemos encontrar en los relatos de los historiadores, por ejemplo, el de los estereotipos femeninos:

Se prefería no pensar que las bellas damas pudieran tener costumbres libres, que las plebeyas nacidas libres pudiesen engañar a su marido con un señor generoso, se prefería contar con dos chivos expiatorios, reconocidos por la ley y por la moral: las cortesanas, las libertas. Estereotipo social: con las plebeyas, el pecado no tiene importancia; estereotipo moral: una mujer demasiado libre de costumbres era, por tanto, una cortesana; estereotipo cívico: la categoría de las libertas tiene por estatuto una moral particular. La moral era diferente según la condición de cada quien.14

No había nada peor, para un joven romano, que enredarse con una matrona, término con el que la ley se refería a las mujeres casadas o nacidas libres. Es la dama de buena sociedad, la esposa que no salía sola y que iba siempre acompañada. Con ellas había que ser respetuoso pues sus padres o maridos podían ejercer, contra los pretendientes o amantes, venganzas privadas que la ley y la costumbre concedían.15

Los elegíacos presentan relaciones amorosas que desafían los roles sexuales convencionales, presentan mujeres dominantes y hombres sufrientes, esclavos de sus emociones y de sus amantes. Pero también muestran a mujeres casadas que buscan amoríos y relaciones extramaritales. No solamente las mostraban, también las idealizaban. Las autoridades veían en ellos un poderoso vehículo que promovía nuevos valores que debían legislar. Así, Ovidio fue acusado de inmoralidad y exiliado por Augusto. En Tristes, trata de convencer al emperador de que lo deje regresar a Roma y se defiende de haber querido corromper a las matronas:

Confieso que esta obra (El Arte de Amar) adolece de falta de gravedad y la creo indigna de ser leída por tan alto príncipe; sin embargo, no encierra enseñanzas contrarias a las leyes, ni van dirigidas a las damas romanas. Porque no dudes, a quienes dicto sus reglas, en uno de los tres libros se estampan estos cuatro versos: ‘Lejos de aquí, cintas graciosas, emblemas del pudor; y vosotras, largas túnicas que ocultáis los pies de las matronas. Sólo cantamos los hurtos legítimos y permitidos del amor, y los versos corren libres de toda tacha criminal’. Pues ¡qué!, ¿no excluimos con rigor de nuestro Arte a cuantas mujeres visten la estola o son respetables por la cinta de sus cabellos? Se me objetará que la matrona pudiera aprovecharse de las advertencias escritas para otras, encontrando lecciones no dedicadas a ellas; entonces, que se rechace toda lectura, porque toda composición poética puede incitarlas a delinquir.16

Aprovecho el texto de Ovidio para mencionar dos cosas importantes: la ley augusta y la vestimenta de las matronas.

En el año 17 a.C., el primer emperador, Octavio Augusto, promulga una nueva legislación con el propósito de contrarrestar las nuevas costumbres que se estaban alojando en la clase aristocrática de Roma.17 Prescribía una conducta moral, penalizaciones económicas para las personas que permanecieran solteras, recompensas y ventajas económicas para las mujeres que procrearan hijos, prohibía los matrimonios entre ciertas clases y castigaba a los maridos que ignoraran el adulterio de sus esposas.18 Parece que el objetivo principal de Augusto era motivar, por medio de incentivos, la estabilidad de la familia tradicional, aumentar la tasa de natalidad de la aristocracia y reforzar la pudicitia (pudor) como el estricto valor moral esperado de las mujeres. 

Entre las nuevas disposiciones para reforzar las leyes, implementó una rigurosa regulación de la vestimenta de las mujeres para señalar el estatus legal y la clase a la cual pertenecían. Las mujeres condenadas por adulterio debían usar una toga, como símbolo de su deshonor y nunca más podrían utilizar el velo. Las matronas debían vestirse con la stola; las prostitutas tenían prohibido usarlas. Contrario a lo que ahora se piensa, la finalidad del velo no era esconder, sino distinguir, y todas las mujeres casadas debían utilizarlo cuando estaban en público o, en sus casas, cuando estuvieran con hombres que no fueran de su familia. Esto les confería dignidad y autoridad, además de ser un símbolo que desalentara cualquier intento, por parte de algún hombre, de acercarse a ellas con fines de seducción.

Las nuevas leyes fueron implementadas con rigor y celo. Ni siquiera Julia, la propia hija de Augusto, se salvó de ellas. Y estas eran las leyes vigentes en tiempos de Pablo. 

Según Momigliano, «las mujeres tuvieron un papel más activo en la vida religiosa del periodo imperial. Esto estaba relacionado con la considerable libertad de movimiento y de administración de patrimonio que las mujeres, y especialmente las mujeres ricas, tenían en el Imperio romano»19 pero, para otros investigadores como John Scheid, «la mujer quedaba, si no excluida, al menos relegada a una posición marginal, tan alejada de la religión que las mujeres frecuentaban los santuarios suburbanos, los templos de los dioses extranjeros, y se entregaban, al decir de los bien pensantes, a todas las desviaciones de la práctica y del pensamiento religioso«».20 Y si bien es cierto que las funciones sacerdotales públicas y privadas estaban en manos de los hombres, la participación femenina era indispensable; las mujeres siempre estaban presentes y tenían funciones rituales específicas. 

Para su participación en el culto, estaban clasificadas de acuerdo con su lugar en la escala social, su reputación y su edad: vírgenes jóvenes, adulta célibe, esposa, esposa casada una sola vez (univira) y viuda.21 Las matronas, sobre todo, participaban en diferentes cultos como las Nonas Caprotinas, Las Matralia, las fiestas de Venus Verticordia y de Fortuna Virilis, Fortuna Muliebris, Pudicitia, Bona Dea, Bacanales y los Libros Sibilinos.22

Sin estar prohibidos, los cultos en los que participaban estaban rodeados (igual que en el caso de las Bacantes) por un marco de superstición, de desviación sexual y chismorreo que echaba a andar la curiosidad y la imaginación de los hombres: 

Conocidos son los secretos de la Buena Diosa, cuando la flauta estimula las caderas y las ménades de Priapo se dejan llevar a un tiempo, como drogadas, por el cornetín y el vino, y hacen girar su melena, y aúllan. ¡Oh qué gran ardor de jodienda entonces en aquellas mentes, qué gritos cuando palpita el deseo, qué enorme torrente aquel de vino añejo a lo largo de sus piernas borrachas!23

Alrededor del año 90, justo el tiempo en que se cree que Juvenal escribió estas palabras, el cristianismo va a ser acusado por el filósofo griego, Celso, de ser una «religión de mujeres», escandalizado, seguramente, por la inusual participación femenina en la religión nueva que, además y para colmo, aceptaba cualquier clase de «chusma» y hasta niños. 24

Ahora sí, de regreso a la confusa contestación de Pablo a la comunidad de Corinto. Por partes:

1. … quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Crito; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios.

A diferencia del español, la palabra griega kephalé (cabeza) tenía, en tiempos de Pablo, varios sentidos: literalmente, la parte superior del cuerpo; metafóricamente, fuente u origen, primer principio, soberano, el que tiene la autoridad, corona, finalización, remate de pared o capitel de una columna.25 En este caso, la interpretación tradicional ha sido como «el que tiene la autoridad», pero este sentido no se aplica en los tres casos: ni los evangelios, ni Pablo, presentan la figura de Cristo como autoritaria sobre el hombre, ni a Dios Padre como autoridad sobre Cristo. La comparación, entonces, si no es válida en estos dos casos, tampoco lo ha de ser en el caso del hombre como autoridad sobre la mujer. 

Pero hay una cuestión que todavía complica un poco más el asunto: la traducción de las palabras anér y gyne por «hombre» y «mujer».26 Tendría más sentido que se tratara de establecer un grado de autoridad, bajo el esquema social del primer siglo, si se tradujeran por «esposo» o «marido» y «esposa» o «casada». Pero en griego, no existen. Y sí, bajo las costumbres de la época y la visión del matrimonio como institución, los maridos tenían autoridad sobre sus esposas. Sólo podría aceptarse, entonces, la autoridad del «marido» sobre su «esposa». Pero dado que se tradujo como «hombre» y «mujer», dio pie a una interpretación generalizada donde los hombres son cabeza de las mujeres, relegando a las segundas a una posición de inferioridad jerárquica. 

Tomando en cuenta lo anterior, el único sentido no contradictorio de la palabra «cabeza» que podría aplicarse a las tres comparaciones es la de «fuente u origen». En la tradición bíblica, el hombre es origen de la mujer, pero en el matrimonio, son una sola carne. Pablo aplica esta metáfora a la relación matrimonial, a la relación (bajo la concepción cristológica del momento) de Cristo con Dios Padre, y a la relación de Cristo con la iglesia o los creyentes.27 La traducción que más sentido hace es, entonces, la que propone la Nestlé-Aland (del griego al inglés) y, en español, sería la siguiente: «Pero quiero que entendáis que la cabeza de todo hombre (humanidad) es Cristo; y la cabeza de la esposa es su marido; y la cabeza de Cristo es Dios». De esta manera se está refiriendo a una relación específica, la de esposos, y bajo un aspecto social, de convivencia y del todo mundano. 

La visión de Pablo sobre las relaciones entre esposo y esposa (Que el marido cumpla su deber con la mujer; de igual modo la mujer con su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer. 1 Cor. 7, 2-4) era totalmente diferente a la concepción jerárquica grecorromana de los sexos y si queremos insistir en leer estos versículos como una declaración de Pablo sobre la autoridad de los hombres y la subordinación de las mujeres, estaríamos aceptando una contradicción con la doctrina paulina que afirmaba la interdependencia, complementariedad e igualdad ontológica entre los sexos: «… ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28).

2. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra!.

Al parecer, además del problema del uso del velo en las mujeres, también había varones que se cubrían la cabeza y se dice que si un hombre lo hace para orar o profetizar, la afrenta. Antes había dicho que la cabeza del hombre es Cristo, o sea, que si un hombre se cubre la cabeza, afrenta a Cristo. Esto no puede entenderse si se desconoce el marco cultural alrededor de las prácticas religiosas en la ciudad de Corinto. 

Gracias a las estatuas que fueron desenterradas en la ciudad y en el resto del imperio, sabemos que los sacerdotes paganos, ciudadanos que provenían de las clases sociales poderosas, encargados de ofrecer los sacrificios durante el culto, se cubrían la cabeza con su toga. Si tomamos en cuenta esto, podemos entender que Pablo viera como afrenta a Cristo el que los hombres participaran, en las nuevas celebraciones, con la misma vestimenta «oficial» del culto pagano y que, también, con este gesto se marcara una diferencia social con los demás participantes, sobre todo, con los de condición humilde.28

Después dice que las mujeres, cuando oren o profeticen, deben cubrirse. Con ello, Pablo, además de asegurar que al igual que los hombres las mujeres también tomaban la palabra para exhortar y enseñar, afirma —si tomamos en cuenta la traducción de Nestlé-Aland—29 que la exhortación de cubrirse la cabeza se refiere a mujeres casadas, ya que era el «indicador social por el cual la condición marital de una mujer era evidente para todos».30 Sólo las mujeres casadas libres podían usarlo y, en Corinto, estaban obligadas, por ley, a hacerlo. El velo les confería un lugar importante dentro de la sociedad, una autoridad, una voz y una dignidad que de ninguna otra forma podían tener. Lo que es nuevamente contradictorio de su doctrina.

Estamos, por lo tanto, frente a dos posibilidades: la primera, siguiendo la traducción de Nestlé-Aland es que Pablo estuviera corrigiendo a algunas mujeres casadas que, sintiéndose libres de las obligaciones que la sociedad de Corinto les exigía, se quitaban el velo durante las reuniones cristianas. Lo que sin duda, sería motivo de escándalo para las miradas críticas de una sociedad donde imperaba el orden social y el qué dirán. Solamente así podríamos entender que una mujer casada que se despojara del símbolo de su condición social en una reunión pública y, peor aún, tomando la palabra, deshonrara a su marido. Es posible que haya habido, en Corinto, mujeres ricas que actuaran así, siguiendo la moda de las «nuevas esposas» que durante este tiempo empezaron a desafiar los convencionalismos. Si este es el caso, Pablo estaría diciendo que una mujer que niega su condición de casada se estaría comportando como si estuviera rapada: el castigo público que se aplicaba a las mujeres descubiertas en adulterio era una reducción a la condición de prostitutas. La intención de Pablo sería, entonces, evitar que a las mujeres cristianas las confundieran con estas «nuevas esposas» romanas que atentaban contra el decoro y las buenas costumbres y que no representaban las enseñanzas que, sobre el matrimonio, les había comunicado.31

La segunda posibilidad siguiendo la doctrina paulina, es que Pablo estuviera promoviendo el uso del velo para todas las mujeres, al margen de la clase social a la que pertenecían, a su situación de libre, esclava o liberta, de matrona respetable, de soltera de reputación dudosa o prostituta. Dado que las convenciones y convencionalismos sociales de Corinto ponían tanto énfasis en los códigos de vestimenta como manera de marcar las diferencias de clase, Pablo, al velar a todas las mujeres (incluso a aquellas a las que la ley se lo impedía), les confiere el estatus, la dignidad y la autoridad de una mujer casada y libre, dueña de sí misma. Con esta medida, totalmente contracultural y hasta revolucionaria, Pablo igualaba las relaciones sociales dentro de la comunidad, asegurando, para las mujeres dentro de la iglesia, el respeto y honor que la cultura de la época les negaba. 32

3. El varón no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen de la gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Ni fue creado el varón por razón de la mujer, sino la mujer por razón del varón. 

Además de presentar un grave problema de interpretación para los lectores, este pasaje supone un gran reto para los traductores. La palabra griega doxa, en el Nuevo Testamento, significa «gloria», pero algunas Biblias la traducen como «reflejo» y, tomando en cuenta el contexto, este pequeño cambio hace una gran diferencia en la interpretación. Tampoco está claro si se está refiriendo a todos los hombres, a los hombres cristianos o a los esposos cristianos. 

Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia y patriarca de Constantinopla hacia el 397, por ejemplo, dice que se refiere a todos los hombres cristianos y a todas las mujeres cristianas, sin tomar en cuenta si son esposos o no. Para él, la cabeza descubierta del hombre es símbolo de su autoridad y la cabeza tapada de la mujer como símbolo de sujeción al hombre. Creía que Pablo pensaba que si un hombre se tapaba la cabeza significaba que había caído en un lugar de inferioridad que le correspondía a las mujeres y que, al contrario, si las mujeres se destapaban la cabeza estaban comportándose por encima de su lugar correspondiente, tomando el lugar del hombre, violando el orden establecido por Dios y por la sociedad.33

Pero San Agustín, contemporáneo de Crisóstomo, se niega a leer en ellas la inferioridad y subordinación de las mujeres frente a los hombres. El resultado es un texto complicado y revuelto donde trata de explicar por qué pudo haber dicho el Apóstol que sólo los hombres, y no las mujeres, son imagen de la gloria de Dios. Es enfático al afirmar que Pablo «habla en un sentido figurado y místico al mandar cubrir a la mujer su cabeza, precepto vacío de sentido si no estuviera henchido de misterio». Para él, es un texto totalmente simbólico y no puede tomarse de manera literal.34

4. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles

En la Nestlé-Aland se traduce de manera literal la palabra exousía como «símbolo de autoridad» que embona a la perfección con la hipótesis de que Pablo, al insistir en que usaran el velo, confería igualdad de estatus a todas las mujeres, desde la perspectiva del lugar de una mujer casada en la sociedad.

En cambio, la versión de la Biblia de Jerusalén, traduce dicha palabra como «señal de sujeción», desde la perspectiva de la relación entre esposo y esposa. La edición del 2009 tiene una nota adicional a la de 1998 sobre este pasaje donde reconoce que la forma en que lo tradujeron no es la más adecuada:

O también: controlar su cabeza, arreglando los cabellos de una forma digna, para no parecer una mujer de mala vida. Hemos traducido el término griego exousía («autoridad») como «señal de sujeción» aunque haya que reconocer que la palabra designa normalmente la autoridad ejercida sobre algo, no una autoridad pasiva, que alguien ejerce sobre nosotros. El contexto de este pasaje invita a entender todo esto de forma pragmática, como consejos dirigidos a cuidar el porte personal (aplicables tanto a hombres como a mujeres).35

Los editores de la Biblia de Jerusalén reconocen la imprecisión de la traducción, pero no corrigen el texto generando una confusión que se vuelve mayor al afirmar que la razón de ese cubrirse la cabeza son «los ángeles». 

En la Antigüedad, el cabello se consideraba como uno de los principales atractivos de las mujeres. En algunos lugares como Corinto, traer la cabeza descubierta indicaba disponibilidad sexual. Además, según la tradición judía, las mujeres son una tentación, incluso, para los mismos ángeles. Uno de los relatos más extraños y antiguos del Génesis es, precisamente, la caída de los «hijos de Dios» por las «hijas de los hombres».36 El libro apócrifo de Henoc, uno de los libros intertestamentarios más importantes que circulaba en tiempos de Pablo y que después fue utilizado por muchos Padres de la iglesia como referencia, cuenta en detalle esta caída.37

Durante siglos, se pensó que cuando Pablo dice «por razón de los ángeles», se refería a los seres espirituales que, se creía, están presentes en las celebraciones religiosas. Llevar velo, según Conzelman, podría evitar que una mujer, considerada más susceptible de ser atacada por demonios, los provocara sexualmente; el velo era una especie de protección que compensa la debilidad natural de la mujer.38

Independientemente de la compleja explicación de Conzelman, existe otra que tiene que ver, de nuevo, con los traductores. El término griego ángelos significa, en primer lugar, «mensajero, enviado en nombre de alguien». En la tradición bíblica es la misión de los seres espirituales que pertenecen al cielo.39 Por ello, en la traducción de la biblia al griego, que se conoce como Septuaginta, se utilizó el término ángelos. En las cartas auténticas de Pablo el término aparece cinco veces,40 pero en el contexto de la carta a los Corintios que nos ocupa, es evidente que Pablo se refiere no a «ángeles», sino simplemente a «mensajeros». Si se traduce así y se mantiene la traducción literal del uso del velo como «símbolo de autoridad» todo cambia y adquiere otro sentido: «He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza un símbolo de autoridad por razón de los mensajeros». 

Esta traducción, indicaría que Pablo, contra la interpretación común, exhortaba  a las mujeres a utilizar el velo para evitar que espías y vigilantes reportaran anomalías en las actividades de los cristianos durante sus reuniones. En Corinto, en plenos juegos ístmicos, seguramente habría «controladores de mujeres», los gynaikonómos, vigilando que en las festividades religiosas, las mujeres no violaran los códigos del Estado,41 sobre todo tratándose de una nueva asociación que no solamente admitía mujeres, sino que les permitía hablar en público y participar activamente en sus reuniones. Con toda seguridad habrían sido vigiladas, no sólo porque «la política romana consideraba con el máximo celo y desconfianza cualquier asociación entre sus súbditos», sino porque «los privilegios de las corporaciones privadas, aunque constituidas con los propósitos más inofensivos o benéficos, se otorgaban bajo el criterio más restrictivo«».42

A la naciente iglesia de Corinto no le convenía que los espías reportaran que las mujeres que participaban en sus cultos lo hicieran vistiendo indecorosamente.43 Sería visto como escandaloso, como una provocación a las leyes, a las costumbres y al orden. Esto habría hecho que las autoridades miraran a esa nueva asociación como una conspiración peligrosa y ordenara su suspensión. 

5. Por lo demás, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del varón, el varón, a su vez, nace mediante la mujer, y todo proviene de Dios.

Es evidente que Pablo no quería instigar una revolución social, sino una revolución de la imaginación. A diferencia de las religiones paganas y de la religión oficial romana, lo importante para Pablo no eran las formas, ni los rituales, ni las leyes, ni la jerarquía, ni el lugar que se ocupa en la sociedad, sino lo que se cree.

Entre las novedades distintivas que hicieron del cristianismo un nuevo grupo, la inclusión de las mujeres en las asambleas, la educación y las responsabilidades religiosas y de evangelización fue, tal vez, de las más significativas. Que Pablo haya desafiado los códigos de vestimenta de las mujeres al insistir en que todas se velaran, otorgándoles, a todas, la autoridad que solamente las matronas tenían, nos dice mucho sobre este proyecto de universalidad e igualdad que proponía su doctrina. 

Es cosa de trapos: antes eran velos; hoy, paliacates verdes. Intenciones, simbología y testimonios quedaron y quedan, tal vez, perdidos a causa de las traducciones.

1 Esquilo, Sófocles, Eurípides, Obras Completas. (Madrid, Ediciones Cátedra, 2012). Eurípides, Las Bacantes, pp. 235-240.

Antonio Piñero – Gonzalo del Cerro. Hechos Apócrifos de los Apóstoles I, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2013, pp. 209-227. Anónimo, Hechos de Pablo y Tecla, 11.2

3 Wayne A. Meeks y John T. Fitzgerald, The Writings of St. Paul , New York, W.W. Norton & Company, 2007, p. 22.

4 The monstruous imposition upon Jesus. Citado en Meeks & Fitzgerald. The Writings of St. Paul, p. 417.

5 Bruce Winter. After Paul left Corinth: The Influence of Secular Ethics and Social Change, Grand Rapids, William B. Eerdmans Publishing Company, 2001, pp. 6-7.

6 Jacques Ellul, Historia de las Instituciones de la Antigüedad. Madrid, Aguilar, S.A. de Ediciones, 1970, pp. 132-145.

7 Ferguson, W.S. Hellenistic Athens: An Historical Essay, Londres, Macmillan, 2012, p. 89.

Aristóteles, Política. 1.5.6-7 

9 D. Ogden, «Controlling Women’s Dress: gynaikonomoi», Women’s Dress in the Ancient Greek World, London and Swansea: Duckworth and University Press of Wales, 2002, p. 210. www.classicalpressofwales.co.uk  (La traducción es mía).

10 N. Bookidis, N. y R.S. Stroud, The Sanctuary of Demeter and Kore: Topography and Architecture, Princeton: American School of Classical Studies in Athens, 1997, Parte 3. Cfr. Bruce Winter, When Paul left Corinth, pp. 85-91.

11 Cicerón, Pro Caelio, 32.

12 Tácito, Anales, 2.85.

13 Véase: Kyle Harper, From Shame to Sin: The Christian Transformation of Sexual Morality in Late Antiquity, Massachusetts, Harvard University Press, 2013.

14 Paul Veyne, La elegía erótica romana. El amor, la poesía y el Occidente. Traducción de Juan José Utrilla, México, FCE, 2006, p. 123.

15 Paul Veyne. La elegía erótica romana, p. 118.

16 Ovidio, Las Tristes, Biblioteca Virtual Universal, 2, pp. 243-256. http://www.biblioteca.org.arg/ 

17 Susan Treggiari, Roman Marriage: Iusti Coniuges from the Time of Cicero to the Timo of Ulpian. (Oxford, Clarendon Press, 1969), pp. 60-80.

18 Bruce Winter, When Paul left Corinth, p. 39.

19 Arnaldo Momigliano, De paganos, judíos y cristianos, México, FCE, 1982, p. 313.

20 John Scheid, «Extranjeras indispensables: las funciones religiosas de las mujeres en Roma», en Georges Duby y Michelle Perrot. Historia de las mujeres. traducción de Marco Aurelio Galmarino, México, Editorial Taurus, Alfaguara. México, 2000, p. 445.

21 Sarah Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives, and Slaves, pp. 205-230.

22 Scheid, op. cit. Beard, Mary, «The Sexual Status of Vestal Virgins», Journal of Roman Studies, 70, 1980, pp. 12-27, en www.cambridge.org 

23 Juvenal, 6. pp. 306-348. 

24 Orígenes, Contra Celso, III.55.

25 Kephalé, cabeza; LSJ s.v. kephalé. 

26 La versión del Nuevo Testamento de Nestlé-Aland traduce como «husband» and «wife» y aclara, en una nota, «This term (gyne) may refer to a woman or wife, depending on the context. In verses 5-13, the Greek Word gyne is translated wife in verses that deal with wearing the veil, a sign of being married in first-century culture», p. 1077.

27 Cynthia Long Westfall, Paul and Gender: Reclaiming the Apostle´s Vision for Men and Women in Christ. (Grand Rapids, Baker Publishing Group, 2016), pp. 80-105.

28 D.W.J. Gill, «The Importance of Roman Portraiture for Head coverings in 1 Corinthians 11:2-16», TynB, 1990, pp. 245-260.

29 «Every man who prays or prophesies with his head covered dishonors his head, but every wife who prays or prophesies with her head uncovered dishonors her head, since it is the same as if her head were shaven. For if a wife will not cover her head, then she should cut her hair short. But since it is disgraceful for a wife to cut off her hair or shave her head, let her cover her head». 

30 Bruce Winter, When Paul left Corinth, p. 127.

31 Bruce Winter, When Paul left Corinth, pp. 123-133.

32 Cynthia Long Westfall, Paul and Gender, pp. 24-43.

33 Homilías sobre la Epístola de Pablo a los Corintios. 26.4.

34 Agustín de Hipona, Sobre la Trinidad, 12.3.5.10.

35 Nota a 1 Cor 11, 10, Biblia de Jerusalén, 2009.

36 Gen 6, 1-4.

37 Henoc 7, 3-6. 

38 Hans Conzelman, A Commentary on the First Epistle to the Corinthians, traducción de James W. Leitch, editado por George W. Macrae, Philadelphia, S.J. Fortress Press, 1975, p. 189.

39 W.E. Vine, Diccionario Expositivo de palabras del Antiguo y Nuevo Testamento Exhaustivo de Vine, Nashville, Grupo Nelson, 2007, p. 57.

 40 1 Tes 4,16, 2; Cor. 11,14; Rom. 8, 38-39; Gal. 1, 8, y 1 Cor. 6, 3.

41 Bruce Winter, When Paul left Corinth, pp. 133-138.

 42 Edward Gibbon, Decadencia y caída del Imperio Romano. Volumen 1, traducción y prólogo de José Sánchez de León Menduiña, España, Ediciones Atalanta, S.L., 2013, p. 537.

43 Bruce Winter, When Paul left Corinth, pp. 85-91.