Las cosas comienzan siempre por no ser lo que son.
Alfonso Reyes,
Las mesas de plomo
La fabricación de cruces para crucificar en tiempos de la Judea romana es un tema que no ha sido lo suficientemente estudiado. Ello se debe a que ni las crucifixiones ni las cruces en donde se ejecutaba a los criminales están lo bastante documentadas. El biblista Gunnar Samuelsson ha revelado que, en la documentación antigua, se habla mucho de crucifixiones, pero nunca se explica sus pormenores. Desde una perspectiva ingenua, este vacío podría invalidar el relato del cristianismo. En este ensayo, Adrián Tolentino sostiene que, para reconocer la vitalidad del cristianismo, se requiere una mirada que sepa integrar el inicio histórico de la crucifixión y su desarrollo ulterior.
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Creo que fue en algún libro rebelde de Hans Küng donde me enteré de los curas obreros de 1940. No recuerdo con claridad qué decía, pero supongo que el teólogo suizo despotricaba descarnadamente en contra del papa Pío XII. Creo recordar que Küng desdeñaba la decisión que el pontífice tomó en 1954 de prohibir a los curas trabajar como trabajaba el proletariado. De inmediato, dejé de atender las lamentaciones de Küng, y, arrebatado, tecleé «curas obreros» en el buscador. Ése fue el remoto inicio de lo que plantearé en este escrito.
Enterarme de los curas obreros fue conmovedor. Saber que poco más de un centenar de curas se remangaron la sotana para refinar hierro dentro de los hornos, para perforar las paredes del subsuelo, y para triturar piedra fue como ver a un paralítico andar, o a un ciego de nacimiento ver, o a una hemorroísa sanar. Sí, aquello fue como presenciar un milagro. A Ilán Semo le gusta definir el concepto de milagro como «la posibilidad de lo imposible». Desde la experiencia que tengo de la Iglesia, los curas obreros representaron en efecto eso: una imposibilidad posibilitada.
Eso explica por qué, en los meses siguientes, depredé con voracidad todo texto disponible sobre los curas obreros. Caí en uno, en particular, donde se transcribía un pasaje del diario de un cura obrero. No recuerdo bien qué libro era. Quizás fue en uno de Pierre Andreu, titulado Historia de los sacerdotes obreros. Sospecho también que pudo haber sido en el librito de Enrique Miret Magdalena, ¿Qué eran los sacerdotes obreros? En todo caso, creo recordar con parcial fidelidad las palabras de esa intimación.
El pasaje que leí era una confesión espiritual, casi mística, de la experiencia obrera. Es probable que en esas palabras se escondía una defensa del polémico oficio del cura obrero. Imagino que así es porque algunos prelados conservadores —además del Pontífice Romano— guardaban cierto recelo en contra de la vida tan mundana que llevaban los obreros. Según esa opinión, legítima desde sus propios fundamentos, todo cura debía estar alejado de la materia para estar cerca del espíritu. De hecho, Simone Weil, una mística obrera, reprochaba cuán remoto estaba Dios de las fábricas: «Los únicos objetos sensibles donde ellos», los obreros, «pueden poner su atención son la materia, los instrumentos, los gestos de su trabajo. Si estos mismos objetos no se transforman en espejos de luz, es imposible que durante el trabajo su atención sea orientada hacia la fuente de toda luz», o sea, Dios. Weil buscaba que los obreros transformaran sus vivencias de la materia en vivencia de Dios: «No hay necesidad más apremiante que esta transformación».1
La confesión plasmada en el diario del cura obrero recordaba cómo el trabajo manual tenía una dimensión teológica profunda. Jesús de Nazareth, quien según el credo cristiano es Dios en carne humana, trabajó en el taller de un carpintero. Dios se hizo hombre, y escogió para hacerlo la vida de un carpintero. Un filósofo francés, Fabrice Hadjadj, dice: «el Verbo no se hizo carne para ser primero sacerdote o predicador, sino para trabajar con sus manos; y para trabajar no cualquier material, sino el material por excelencia: la madera que procede de la vida».2 ¿Por qué no —habrá pensado ese cura obrero— he de ser yo un obrero si el Dios que predico en los púlpitos lo fue? Con esas palabras, el cura obrero debió de dejar mudo a uno que otro beato conservadorcillo. Pero, si esas ideas bastaban para santificar el trabajo obrero, al cura no le parecieron suficientes. El cura obrero remata su confesión diciendo algo así: «y tanto amó Dios su trabajo que optó por morir en su hermana madera».
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Como yo no soy teólogo, la confesión del cura obrero podía entrañar pocas consecuencias en mis intuiciones. Mi escueto pensamiento de historiador, no obstante, quedó gratamente estimulado con esas palabras. Me imaginé en la Galilea de Herodes Antipas y me figuré la posible apariencia de un taller de madera. Mi imaginación de historiador, que por definición está llena de ficción, me empujó a hacer una investigación: ¿de qué manera operaban las carpinterías, como en la que trabajaba José, el padre adoptivo de Jesús? Y, sobre todo, ¿cómo se fabricaban ahí las cruces para crucificar?
Ya me estremecía anticipando mis posibles descubrimientos. Aprendería los modos de transformar la materia prima —los cedros de Líbano, las palmeras datileras, los terebintos, los olivos, los sicómoros de Samaria, o la zarza que fue coronada reina de los árboles según Jueces 9,15—. Localizaría las áreas donde establecían sus talleres los carpinteros. Explicaría las relaciones comerciales de la producción de madera, los precios, las transacciones, la oferta y la demanda. Y entendería los encargos que los romanos hacían a los carpinteros de fabricar cruces para consumar la pena máxima contra los criminales más desdeñables.
A veces, ciertos impulsos indomesticados por teologar me invadían. Todo este asunto de un carpintero que fabricaba cruces, y que, encima, murió en una, me recordaba aquella interpretación célebre que Borges hizo del Biathanatos de John Donne. Ahí, este poeta inglés del siglo XVII reflexionó a propósito del suicidio. En aquel siglo cristiano, el suicidio era siempre un acto abominable que arrastraba al fuego eterno. Donne descuella porque defendió que el suicidio (él lo llama «acto de autodestrucción»), en realidad, no transgrede las leyes divinas. En el Biathanatos, el suicidio «no es irremisible». Desde luego, la propuesta fue escandalosa.
Borges, sin embargo, cree que Donne va más allá de la mera defensa del suicidio. La premisa que organiza todo este alegato, según Borges, tiene que ver con la omnisciencia de Dios. Me explico. Cuando creó a Adán y a Eva, Dios ya sabía que lo desobedecerían. Dios también sabía que ellos tendrían un hijo, al que llamarían Seth, cuya descendencia daría a personajes tan importantes como Noé, Abraham, Isaac, Jacob. En ese sentido, desde el principio Dios ya sabía que llegaría el tiempo en que habría de volverse humano. Y también ya sabía que moriría crucificado. Entonces, dice Borges: «Quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida. Esa idea barroca se entrevé detrás del Biathanatos. La de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo».3 Para Borges, el Biathanatos reivindica a los suicidas porque Dios fue el artífice de su propia muerte.
Así, el Jesús carpintero evocado por el cura obrero propició que afloraran todas estas ideas en mi cabeza. Ya no había marcha atrás. Tenía que escribir algo. Y, si no era un estudio histórico, entonces debía ser algo temerario, quizás un cuento sobre el Dios carpintero que muere en una cruz que él mismo fabricó. Algo así como lo que Kazantzakis retrató en La última tentación de Cristo, pero apoyado del documento erudito. Así que puse manos a la obra. El primer paso era informarme profundamente.
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Cuando di el primer paso, cayó sobre mi entusiasmo el peso de la decepción. ¿Cómo? ¿No hay estudios sobre la fabricación de cruces en el territorio de los tetrarcas herodianos? ¿Nada? Y, ¿la evidencia de la fabricación de cruces que encargaban las autoridades romanas a los carpinteros? ¿Tampoco? Mi estupefacción fue irremediable.
Comprendí, entonces, que mi lógica del siglo XXI me estaba engañando. Aun sin ser marxista, ni socialista, me di cuenta de que las categorías elementales de «medios de producción», «trabajo obrero», y sus derivados cundían en mi pensamiento. Estas nociones fueron construidas hace unos 250 años. Con toda claridad, no me estaban funcionando para estudiar un pasado transcurrido hace casi 2,000 años. Entonces me resigné a navegar por bases de datos, en busca de cualquier cosa. Introduje dos sencillas palabras: «historia» y «crucifixión». Los resultados fueron, obviamente, exorbitantes. Sin embargo, noté —también un tanto defraudado— que eran poquísimos los historiadores que habían tratado el tema. Escogí uno al azar: La crucifixión en el mundo antiguo y la locura del mensaje de la cruz, de Martin Hengel, publicado en 1977.
Hengel fue un destacadísimo historiador del judaísmo del Segundo Templo (periodo que abarca del siglo V a.C a finales del siglo I d.C.). En el ensayo sobre la crucifixión, se intenta demostrar por qué, en el siglo I d.C., creer en Cristo era un síntoma de delirio. Hengel recupera las palabras que san Pablo pronunció en el ágora de Corinto: «nosotros», los cristianos, «predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1, 22-23).
Hengel intenta demostrar que, en efecto, los judíos y los gentiles torcían sus labios con repugnancia cuando escuchaban de la creencia en Cristo. Habrá parecido inverosímil, plenamente ridículo, eso de alabar a un dios que murió como un despreciable delincuente.
Tal vez era tan detestable como si hoy algún grupo de personas se pusiera a predicar la adoración de un sujeto encarcelado por violación.
Para comprobar que el cristianismo era un delirio, Martin Hengel rescata las opiniones sobre la crucifixión escritas por griegos y romanos. Un ejemplo de un escrito romano que habla sobre la crucifixión es el Discurso en defensa de Gayo Rabirio, de Cicerón. En el capítulo 16, Cicerón dice que un «juicio público», o «la confiscación del patrimonio», o «el exilio» son castigos humillantes. Sin embargo, ninguno se compara a la condena de la cruz. Dice Cicerón: «el verdugo y el cubrimiento de la cabeza y el nombre mismo de la cruz, que se alejen, no tan sólo del cuerpo de ciudadanos romanos, sino hasta de su mente, ojos, oídos». Sufrir eso es una pena «inmerecida para un ciudadano romano y un hombre libre».
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Gracias al libro de Hengel, creí estar en buen camino. Pero mis expectativas sufrieron un vuelco totalmente imprevisto. Después de leer otros estudios menos sagaces, y bien aburridos, se atravesó en mi camino un libro cuyo título era casi idéntico al de Martin Hengel: La crucifixión en la Antigüedad, escrito por el exégeta sueco, Gunnar Samuelsson, publicado en 2011.
El libro es el típico estudio académico. La dedicación y la sobredosis de información confiable están presentes. Pero, al igual que la mayor parte de las investigaciones académicas, el libro tiene una estructura árida y un lenguaje casi robótico, desprovisto de toda sensibilidad. Aunque, en realidad, la inanidad de este libro es mitigada por su propuesta desafiante.
¿Qué hace tan especial este libro? Digamos que Samuelsson logró identificar un punto ciego en todo el asunto de la crucifixión. Como Hengel, Samuelsson inspeccionó los escritos grecorromanos que hablaban de la cruz y de la crucifixión. Sin embargo, había algo en esos escritos que no le terminaba de cuadrar al estudioso. Valiéndose de un delicado escepticismo, Samuelsson dudó de si estos escritos en realidad estaban hablando de una cruz. Esa figura geométrica que de inmediato relacionamos con una iglesia —una línea horizontal partida por el centro por una línea vertical— quizás no era la forma del madero donde murió Jesús de Nazareth.
La palabra griega que hoy traducimos como «cruz», staurós, no indica que ese artefacto tenga, en efecto, la apariencia de una cruz. Por ende, los verbos que traducimos como «crucificar», anastaurizo y (ana)stauroún, tampoco designan, necesariamente, el método de la pena capital donde se clava al imputado sobre el objeto con dicha forma geométrica. Si alguien lee qué dicen los evangelios sobre la crucifixión, no encontrará una descripción del staurós donde se dio muerte a Jesús.
La omisión de los evangelios acerca de la apariencia del staurós donde murió Jesús se repite en la mayoría de los escritos griegos que hablan al respecto. La traducción de staurós en latín es crux. Naturalmente, de ahí viene nuestra palabra española «cruz». En el pasaje de Cicerón que transcribí arriba aparece la palabra crux. Pero, como se alcanza a ver, Cicerón no tiene la atención de detallarnos qué es y cómo se veía la crux. Y así lo da por sentado también la mayor parte de los escritos grecorromanos.
Gunnar Samuelsson revela, entonces, que morir crucificado sí era un suplicio aterrador en la Antigüedad (como Hengel demostró), pero resulta muy difícil saber con certeza qué clase de suplicio era. A veces, aparecen escritores griegos que hablan del staurós, y parecen referirse a empalamientos. Otros, entre ellos Polibio y Diodoro Sículo, hablan del staurós como el objeto donde suspendían cuerpos, o partes de cuerpos, como una cabeza. Sin embargo, la figura geométrica que hoy llamamos «cruz» aparenta estar ausente por completo.
En ciertos escritos grecorromanos, existen algunas referencias al staurós y a la crux donde —como en los evangelios— hay clavos involucrados. Esto permite concluir que el inculpado era suspendido clavándolo sobre el staurós. Sin embargo, los brazos clavados bien podían estar extendidos verticalmente, por encima de la cabeza del condenado a muerte. En ese caso, el staurós habría sido un simple poste. Sobre la crucifixión, es difícil averiguar un poco más.
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La propuesta de Samuelsson despedazó mi proyecto. ¿Cómo podía relatar, con fidelidad histórica, la fabricación de una cruz para crucificar sin saber siquiera qué era una cruz?
Samuelsson reveló que la cruz está envuelta en un misterio. Por mucho tiempo, se creyó que la crucifixión de Cristo se conocía hasta en sus más recónditas menudencias. Las escenificaciones sagradas de la Pasión de Cristo los Viernes Santos llenan los vacíos dejados por los evangelios. Obras de escultores, pintores, poetas y cineastas representan, desde su propio lenguaje, cientos de detalles sobre la crucifixión. Incluso hubo un sujeto, llamado Mattio Lovat, que se suicidó autocrucificándose en 1805, con base en lo que creía saber sobre la cruz. Algunos médicos usaron este caso para determinar la verdadera causa de la muerte de Cristo: ruptura cardiaca, o, tal vez, fallo cardiorrespiratorio.4 Pero, ahora, gracias a Samuelsson, nada de eso parece corresponder con la «real» crucifixión de Jesús.
Los historiadores, a menudo, tienen una afición por incomodar a ingenuos y a obstinados con sus hallazgos. Samuelsson despertó ese malestar. Tanto fue así que un intento desesperado por refutarlo se publicó en 2014, en un libro titulado La crucifixión en el mundo Mediterráneo, por John Granger Cook. A mi juicio, sin embargo, la réplica no funciona porque la propuesta de Samuelsson es tan atrevida que sólo un libro doblemente atrevido podría disputarla.
Yo, con toda sinceridad, no termino de entender las inconveniencias desatadas por la propuesta de Samuelsson. Considero evidente que los descubrimientos de los historiadores contradigan las expresiones de fe y las creencias. Es obvio no porque una (la investigación histórica) sea verdadera y otra (las expresiones de la fe) sea falsa. La historia dice una cosa, verdadera dentro de sus propios límites, y las expresiones de fe dicen otra cosa, verdadera, también, dentro de sus propios límites. Esto ya lo había dicho John Henry Newman, en 1875: «me limitaré a afirmar que ningún punto de doctrina de la Iglesia puede demostrarse rigurosamente a base de evidencias históricas; y al mismo tiempo afirmo también que ninguna evidencia histórica puede desautorizar punto alguno doctrinal». Luego sentencia: «Quien tenga fe en los dogmas de la Iglesia sólo porque los ha encontrado confirmados por los datos de la historia no es católico».5
Si un historiador asegura que la cruz donde murió Jesús de Nazareth no tenía la misma apariencia física que las cruces que coronan hoy las iglesias, eso no tiene por qué anular la verdad religiosa de la Cruz de Cristo. Quizás esa forma de dos líneas entrecruzadas por la mitad surgió más tarde —tal vez, en tiempos de Constantino—. Pero esa forma fue la que encarnó el acontecimiento de la crucifixión en la mente de los creyentes cristianos, por más de un milenio. Y eso no puede tomarse con irreverencia.
Cada época y cada lugar han forjado diversas maneras de pensar la crucifixión. No es mera casualidad que entre las denominaciones cristianas haya formas diferentes de contornear la cruz. Hace siglos las enseñanzas de la Iglesia se encargaban de transmitir los modos de pensar la crucifixión. Nuestra manera de pensarla se hace a base de indagaciones científicas, de conjeturas desechadas, reformuladas y comprobadas. Samuelsson está aportando una manera de figurarnos la cruz de Cristo en sintonía con nuestra circunstancia moderna. Dentro de unos siglos, nuestra visión científica se desechará y habrá otra forma, imprevisible para nosotros, de representar la crucifixión.
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La historia de la crucifixión no se limita a la crucifixión del judío Jesús. Ese suceso es tan sólo un inicio remoto de un desarrollo prolongado que se extiende hasta nuestros días. Nosotros, en el presente, no somos espectadores indiferentes, sino actores que arrastramos esa historia hacia nuevas direcciones. Así pues, en medio de aquel remoto comienzo y nosotros hay cúmulos y cúmulos de sucesos que no pueden ignorarse. Ahí descansan acontecimientos, desde el más íntimo, como la silenciosa devoción por el crucifijo de un fraile barroco, hasta el más odioso, como las Cruzadas, o las cruces incendiadas del Ku Klux Klan.
La propuesta de Gunnar Samuelsson no es en realidad un descubrimiento que nos traslade al siglo I d.C. tal y como fue. Más bien, esa investigación es un momento más que se añade a la larga historia que comenzó con aquella pena de muerte en el staurós en la Judea romana. De ahí, esa historia ha pasado por distintos momentos, cada uno con su propia peculiaridad. Los historiadores pertenecemos a otro momento de esa misma historia, y nuestra peculiaridad consiste en usar herramientas científicas para reconstruir el pasado. En realidad, no estamos revelando la verdadera crucifixión, sino que sólo formamos una manera distinta de pensarla.
Nosotros, en nuestro presente, no somos más que la parte más pequeña de ese largo camino. Por usar una imagen, podría decirse que nos paramos en la cúspide de una gran edificación. Nuestra posición, sí, nos da una vista privilegiada. Pero estar en la cúspide también hace que ignoremos los cimientos que nos sostienen, y que nos han elevado hasta esa cima. A veces, no nos vendría mal echar un vistazo a la altura, casi insondable, de esa gran edificación a la que también pertenecemos.
Valga esa metáfora para que la propuesta de Samuelsson no sea malinterpretada como un atentado que caduca el sentido de una creencia. Si vemos la propuesta de Samuelsson como lo que es —el eslabón más cercano de una larga cadena—, entonces aprenderemos a contemplar el gran trayecto por el que miles de personas, antes de nosotros, han andado. Esa contemplación insufla de vida al pasado que solemos tratar como antigualla. Esa mirada transformaría el pasado en un pasado vital.
Llegados a este punto, me es imposible no recordar las palabras del cura obrero. Él buscó enfrentar la circunstancia del proletariado, llena de injusticia social. Para hacerlo, eligió la vida de obrero y se inspiró en la Cruz. La crucifixión no era un simple pasado para él, pues, siendo cura, creía que ese acontecimiento se revive siempre que se consagra el pan y el vino en el altar. Ese hecho, acontecido en el pasado, estaba tan presente y vivo para el cura obrero, que pudo integrarlo en su experiencia como obrero.
En el desenlace de este escrito, sólo me queda decir que el John Donne de Borges pasó por alto un gran detalle. Sí, quizás Dios creó el hierro para ser clavado, y creó la madera para ser suspendido en el staurós. Pero entonces, siguiendo el relato cristiano, ese mismo Dios también creó la piedra caliza para el sepulcro que se vaciaría cuando resucitara. Puede ser que el Dios cristiano sea un Dios suicida, pero entendemos que se suicidó para resucitar. El primer acto (la muerte por crucifixión) sólo puede tener sentido una vez que el segundo acto (la resurrección) se haya escenificado. Los actos sucesivos nutren la trama de la obra, a menudo, con giros imprevistos. El espectador podrá comprender el planteamiento inicial sólo en el transcurso de la obra; integrará todos los actos sólo en el desenlace.
Los historiadores nos contentamos con ofrecer un acto aislado, sin darnos cuenta de que pertenecemos a otro acto del mismo drama. Sólo los que se esfuerzan por integrar los actos, como lo hacen los dramaturgos, los novelistas con sus capítulos y los músicos con sus compases, sólo ellos pueden llenar de vida una obra inerte, un cadáver. Los historiadores que aprendan a integrar los actos, incluyéndose a sí mismos, ofrecerán el panorama más amplio. De hacerlo, los historiadores no devolverán al pasado la vida que tuvo, sino, como una resurrección, le darán una nueva vida. Así, el pasado muerto se volvería, no un pasado vivo, sino un pasado vital.