Traducción de Guillermo Núñez
En 1904 surgió en Londres una disputa tan ardiente como elegante en la que Robert Blatchford, reformista converso al socialismo, debatía en qué creen y por qué creen los cristianos. Gilbert K. Chesterton participó en la polémica. «Si diera cada una de mis razones por las que soy cristiano —escribe Chesterton—, un vasto número de ellas serían las mismas razones por las que el Sr. Blatchford no lo es». Conspiratio publicará en varias entregas estas controversias traducidas por Guillermo Nuñez.
Introducción
Estos textos en defensa de la cristiandad aparecieron en el Clarion bajo las siguientes circunstancias:
Mi amigo, el Sr. Robert Blatchford, el editor, después de establecer sus objeciones a la fe cristiana en una serie de artículos que han sido divulgados desde entonces bajo la forma de un libro titulado Dios y mi vecino (God and My Neighbour), me invitó a editar el caso para la defensa. El Sr. Blatchford me dijo que estaba preparado para darle al lado opuesto una recepción justa en el Clarion. Al sentir que, habiendo dirigido el ataque, no era su papel conducir las fuerzas de «su amistoso enemigo», como nos nombró de buena fe, y me llamó para que yo lo hiciera. Me sugirió que me ocupara de todos los artículos y las cartas mandadas a las oficinas del Clarion que estuvieran del lado cristiano, restringiendo a los escritores a la discusión de dos puntos: aquello en lo que creían y ¿por qué creían?
Estuve de acuerdo, a condición de que el enfoque de la discusión se ampliara para permitirme invitar a personas de variadas denominaciones a quienes yo conocía y que trataran con algunas de las principales cuestiones planteadas en Dios y mi vecino. El Sr. Blatchford acordó de buena gana que sería mejor preguntarles a escritores selectos, que depender de colaboradores eventuales.
Nuestros escritores van desde trabajadores socialistas pasando por el hijo de un colega hasta la hija de un arzobispo. Se incluyen periodistas, autores, maestros de escuela; ministros anglicanos e inconformistas y profesores de universidad; y un miembro de un gobierno pasado: todos los cuales encuentran un común acuerdo en las verdades esenciales de la cristiandad.
Semanalmente, durante seis meses, el Sr. Blatchford nos dio tres de las mejores columnas del Clarion. Durante todo este tiempo ni él ni ningún miembro de su personal interfirieron en la conducta de nuestro caso. Todo el tiempo tuvimos un campo libre y justo.
El Sr. Blatchford no es sino honesto y sincero. Tampoco le importa que sus oponentes sean igualmente honestos y sinceros. Hemos dicho cosas directas, pero no cosas duras, sobre su actitud anticristiana; y, como acomoda a nuestra creencia, nada se ha establecido con malicia.
El editor del Clarion espera poder replicar a nuestra defensa; pero por un período, al menos, el Sr. Blatchford me asegura que personalmente permitirá que el tema repose.
Muchas personas se han sentido gravemente perturbadas por el animado ataque que el Sr. Blatchford elabora contra nuestra fe; pero creo que todos estamos de acuerdo que, por otorgar tan larga y paciente escucha en sus propias columnas a los argumentos que refutan los expuestos en Dios y mi vecino, el Sr. Blatchford ha revelado una rara magnanimidad. Mi propia opinión es exactamente la misma que expresó el Sr. G.K. Chesterton, quien, en los primeros artículos con los que contribuyó a esta serie, usa palabras que las iglesias deberían firmemente considerar como una solemne advertencia:
«Durante toda esta controversia», dice el Sr. Chesterton, «he sentido la fuerza de una cosa, que realmente ha golpeado a la cristiandad práctica; creo que es un buen argumento; creo que es un terrible argumento. Y es que la controversia se está llevando a cabo en un periódico no cristiano. Ciertamente es un punto en contra de una religión en la que las personas que parecen estar más interesadas son aquellas que la consideran un fraude. Creo, por lo tanto, que la magnanimidad del Sr. Blatchford, como todas las magnanimidades, es profundamente sabia y filosófica».
George Haw
Londres, julio, 1904
- Cristianismo y racionalismo
Mi amigo, el Sr. George Haw, me ha pedido que declare, en uno o dos artículos, mi opinión general sobre el tema del cristianismo, para insertarla en el Clarion. No poseo ninguna duda en particular para no hacerlo; pero no debería hacerlo si no ofreciera primero al Sr. Blatchford nuestra gratitud, y algo que es mejor que nuestra gratitud, nuestras felicitaciones por la tan magnánima acción de poner su periódico en manos de sus oponentes religiosos. Al hacerlo ha acertado, en una generosa inconsciencia, un punto a su favor.
Me temo que la mayoría de las terribles revelaciones sobre la maldad e ignorancia cristiana no me afectan de manera tan seria como deberían hacerlo. Cuando escucho que un profesor alemán ha dado con el cuadrigentésimo origen preciso del protoplasma, trato en vano de sentir emoción; cuando leo que los salvajes pintan sus caras de verde para agradar a los espíritus (o a lo que fuera), no experimento sentimiento alguno más allá de un vago placer y simpatía. Me parece que tanto el profesor alemán como el salvaje cara-verde están haciendo la misma cosa —esto es, cayendo bajo la influencia del impulso estelar que conduce a los hombres a crearse un montón de problemas sobre cosas inútiles.
Pero tales cosas no hacen mucha diferencia en mi punto de vista sobre el cristianismo. En el todo de esta controversia he sentido la fuerza de una cosa que realmente le ha pegado a la cristiandad práctica; creo que es un buen argumento; creo que es un argumento terrible. Y es que esta controversia se está llevando a cabo en un periódico no cristiano. Ciertamente es un punto en contra de una religión en la que las personas que parecen estar más interesadas son aquellas que la consideran un fraude. Creo, por lo tanto, que la magnanimidad del Sr. Blatchford, como todas las magnanimidades, es profundamente sabia y filosófica.
A diferencia de lo que han hecho algunos, no lo culpo por haber discutido el tema de manera tan exhaustiva; pues si el tema es la naturaleza del Universo, necesariamente será tan vasto como el Universo, tan rico como el Universo y, si se me permite, tan entretenido como el Universo.
De hecho, me imagino que debe haber algo así como la inmortalidad, independientemente de si el Sr. Blatchford y yo tengamos el tiempo para discutir si esto es verdadero.
Antes de dar las generalidades de mi punto de vista, hay otra cosa que debe decirse y en la que no puedo evitar hacer una nota personal. He comenzado a darme cuenta de que hay muchas personas a las que mi manera de hablar sobre estas cosas les resulta una indicación de que soy petulante o imperfectamente sincero. Como de hecho estoy más consciente de este punto de lo que estoy de la existencia de la luna, naturalmente me causa un gran pesar; pero creo que consigo ver la naturalidad del error, y cómo fue que surgió entre las personas que se encuentran alejadas de la atmósfera cristiana. La cristiandad es una cosa tan alegre que llena a quien la posee de una especie de exuberancia boba, misma que los tristes y bien pensantes racionalistas podrán confundir, razonablemente, con la mera bufonería o blasfemia; de la misma manera en que sus prototipos, los tristes y bien pensantes estoicos de la vieja Roma, confundieron la alegría de la cristiandad con la bufonería y la blasfemia.
La diferencia se sostiene donde sea, entre la fría arquitectura pagana y las gárgolas sonrientes del cristianismo, entre el absurdo abigarramiento de la Edad Media y el deslustrado vestido de este siglo racionalista. Y si el Sr. Blatchford desea saber por qué deberíamos sorprendernos de que el duque de Devonshire caminaba con una pierna roja y la otra amarilla (como bien pudo haberlo hecho un noble del siglo trece), podré decirle de la mejor de las maneras que se debe al decaimiento de nuestra fe. Nunca en la historia ha habido brillantez y alegría popular sin religión.
La primera de todas las dificultades que he tenido sobre controvertir con el Sr. Blatchford es simplemente ésta: que muy a menudo estaré en el mismo terreno que él. Mi libro favorito de texto sobre teología es Dios y mi vecino, pero no puedo reproducirlo a detalle. Si diera cada una de mis razones por las que soy cristiano, un vasto número de ellas serían las mismas razones por las que el Sr. Blatchford no lo es.
Por ejemplo, el Sr. Blatchford y su escuela señalan que hay muchos mitos paralelos a la historia cristiana. Para lo que sé y para lo que me importa, bien pudo haber Cristos paganos, encarnaciones de Pieles Rojas y crucifixiones en la Patagonia. ¿Pero no ve el Sr. Blatchford el otro lado de este hecho?
Si el Dios cristiano realmente hizo a la raza humana, ¿no hubiera tendido la raza humana a elaborar rumores y perversiones del Dios cristiano? Si el centro de nuestra vida es un hecho concreto, ¿las personas que estuvieran alejadas de este centro no harían sus propias y confusas versiones? Si estamos hechos para que el Hijo de Dios nos salve, ¿resulta extraño que los patagónicos sueñen con el Hijo de Dios?
La posición Blatchfordiana en realidad se reduce a esto: como una cierta cosa le ha parecido a millones de personas distintas algo probable o necesario, entonces no puede ser verdadero. ¡Y luego este empequeñecido ente, velando sus propios talentos, convence al pobre G. K. C. de una paradoja! Me gustan las paradojas, pero no estoy preparado para danzar y maravillarme a expensas de Nunquam, que señala a la humanidad gritándole como a una cosa, desde épocas inmemoriales, como prueba de que no puede estar ahí.
¿Acaso no podría estar nuestra naturaleza construida de tal manera que algunos avances espirituales fueran inevitables? De cualquier manera, es claramente ridículo el intentar desaprobar el cristianismo a través de una serie de Cristos paganos. Uno podría, de la misma manera, tomar una serie de esquemas sociales ideales, desde la República de Platón, hasta las Noticias desde ningún lado de Morris, pasando por la Utopía de Moro, hasta Inglaterra alegre de Batchford, y luego, a partir de estos tratar de probar que la raza humana no puede conseguir una mejor condición. A lo mucho, prueban justo lo contrario; sugieren una tendencia humana hacia una mejor condición. Por lo tanto, cuando en esta primera instancia vienen a mí escépticos iniciados y me dicen: «¿Estás al tanto de que los Kafires tienen una historia sobre la encarnación?», yo debería contestarles: «hablando como una persona no iniciada, no, no lo sabía. Pero hablando como un cristiano, me encontraría muy sorprendido si no la tuvieran».
Tomemos una segunda instancia. Los secularistas afirman que la cristiandad ha sido una cosa lóbrega y ascética que se dirige hacia la procesión de santos austeros y feroces que han dejado la casa y la felicidad, que han macerado su salud y sexo. Pero parece que nunca se les ocurre que la rareza y plenitud de la rendición de estos hombres también es signo de que hay algo realmente actual y sólido en aquello por lo que se entregaron. Dejaron todos los placeres por el placer del éxtasis espiritual. Tal vez fueron locos; pero parece como si realmente existiera aquel placer. Dejaron todas las experiencias humanas por la experiencia sobrehumana. Tal vez fueran desquiciados, pero todo parece como si realmente hubiera tal experiencia.
Es perfectamente defendible que esta experiencia sea tan peligrosa y egoísta como un trago. Un hombre que va por la vida en harapos y sin hogar de manera que pueda tener visiones puede ser tan repugnante e inmoral como un hombre que va en harapos y sin hogar de manera que pueda beber brandy. Esta es una posición más bien razonable. Pero lo que manifiestamente no es una posición razonable sería aquella que —de hecho, estaría cerca de ser una posición irrazonable—, dijera que lo haraposo o no tener casa, o la degradación estupefaciente del hombre fueran prueba de que no hubiera tal cosa como el brandy. Esto es precisamente lo que el secularismo intenta decir. Trata de probar que no hay cosa como la experiencia sobrenatural apuntando hacia aquellos que han dejado todo por ella. Intenta probar que no hay tal cosa probando que existen personas que no viven para otra cosa.
De nuevo puedo preguntar sumisamente: «¿de quién es la paradoja?». La frenética severidad de estos hombres puede, por supuesto, mostrar que eran personas excéntricas que amaban la infelicidad por sí misma. Pero parece más sensato suponer que en realidad habían encontrado un poder secreto o una experiencia que era, como el vino, una terrible consolación y una alegría solitaria.
Por lo tanto, en la segunda instancia, cuando el escéptico iniciado me diga: «Los santos cristianos abandonaron el amor y la libertad por este único éxtasis cristiano», yo debería replicar: «Fue muy erróneo de su parte. Pero, poseyendo una noción del éxtasis del cristianismo, me hubiera sorprendido de que no lo hubieran hecho».
Tomemos una tercera instancia. El secularista afirma que el cristianismo produjo crueldad y tumultos. Parece suponer que esto prueba que es algo malo. Pero también puede probar que es algo bueno. Pues los hombres no cometen crímenes sólo por malas razones, sino muy a menudo por buenas. Pues ninguna cosa mala puede ser deseada con tanta pasión ni persistencia como son deseadas las cosas buenas, y sólo algunos excepcionales hombres desean cosas que son extremadamente malas y antinaturales.
La mayoría de los crímenes se cometen porque, debido a una complicación peculiar, cosas muy bellas o necesarias corren algún peligro. Por ejemplo, si quisiéramos abolir el robo y el timo de un solo golpe, lo mejor que podríamos hacer sería abolir a los bebés. Los bebés, la cosa más bella en la Tierra, han sido la excusa y el origen de casi toda la brutalidad en los negocios y la infamia financiera que perdura en la Tierra.
Si fuéramos a abolir la monogamia o el amor romántico, de nuevo, el país estaría pululando de Doncellas de Assizes.1 Y si en algún momento de la historia las masas del hombre común y bondadoso se tornaran crueles, ciertamente no se debería a que están al servicio de algo que es por sí solo tiránico (¿por qué harían algo así?). Ciertamente sería signo de que algo que valoran está en peligro, como la comida o sus niños, la castidad de sus mujeres o la independencia de su país. Y cuando algo que no sólo es valioso sino también bastante nuevo se pone frente a ellos, la visión repentina, la oportunidad de ganarlo, de perderlo, los volverá locos. Tiene el mismo efecto en el mundo moral que el descubrimiento del oro en el mundo económico. Altera los valores y crea una especie de fiebre cruel.
No necesitamos ir demasiado lejos para encontrar ejemplos que se encuentran separados de las instancias de la religión. Cuando se predicaron las doctrinas modernas de fraternidad y liberalidad en la Francia del siglo XVIII, no se pudo encontrar un mejor momento; las clases educadas en todos lados habían estado creciendo hacia ellas, el mundo las aceptó hasta un punto bastante considerable. Aun así, toda esta preparación y apertura fue incapaz de prevenir el exabrupto de ira y agonía que recibe a cualquier cosa que es buena. Y si el lento y amable sermón de la fraternidad racional en una edad racional devino en las masacres de septiembre, ¡qué a fortiori encontramos aquí! ¿Cuál habría de ser el efecto más probable del repentino caer en un espantoso siglo del mal, de una espantosa y perfecta verdad? ¿Qué pasaría si un mundo tan bajo como el de Sade fuera a confrontarse con un evangelio más puro que el de Rousseau?
Solamente aventar el guijarro pulido del idealismo republicano al lago artificial de la Europa del siglo XVIII, produjo tal salpicadura que aparentemente llegó hasta los cielos, y una tormenta que ahogó a diez mil hombres.
¿Qué pasaría si una estrella del cielo cayera en el viscoso y sanguinolento charco de una humanidad desesperanzada y decadente? Hombres arrasaron una ciudad con la guillotina, un continente con el sable, pues la libertad, la igualdad y la fraternidad eran demasiado preciosas como para que se perdieran. ¿No podría el cristianismo ser más precioso y por tanto más enloquecedor?
Pero ¿por qué habríamos de elaborar aún más el punto si Uno que conoció la naturaleza humana como puede conocerse realmente, a través de pescadores y mujeres y personas naturales, vio desde su callada aldea el camino que tomaría esta verdad a través de la historia y, al decir que Él había venido no a traer la paz sino la espada, colocó su colosal realismo en contra del eterno sentimentalismo del secularista?
Por lo tanto, en tercera instancia, cuando el escéptico iniciado diga: «El cristianismo produce guerras y persecuciones», habremos de replicar: «Naturalmente».
Y, finalmente, permítanme exponer un ejemplo que me llevará directamente hacia el tema principal que deseo discutir en lo que me resta de espacio de los artículos a mi cargo. El secularista constantemente señala que las religiones hebrea y cristiana comenzaron como sucesos locales; que su dios era un dios tribal; que le otorgaron una forma material, y lo colocaron en lugares particulares.
Éste sería un ejemplo perfecto del tipo de argumentos que usaría si estuviera conduciendo una detallada campaña para demostrar la validez de la experiencia bíblica. Pues si realmente existen otros seres superiores a nosotros, y si de alguna extraña manera, a través de alguna crisis emocional, decidieron realmente revelarse ante poetas rupestres o soñadores en tiempos bastante sencillos, el que estos hombres rupestres hubieran de considerar la revelación como algo local y la conectaran con la colina o río en particular donde sucedió, me parece exactamente lo que cualquier ser humano razonable habría de esperar. Es mucho más verosímil que si hubieran discutido filosofía cósmica desde el inicio. Si lo hubieran hecho, sospecharía de alguna «maña sacerdotal», falsificación o gnosticismo del siglo tercero. Si hubiera un ser como Dios, y si le pudiera hablar a un niño, y si le hablara en un jardín, el niño sabría, por supuesto, que Dios vive en el jardín. No lo consideraría menos verdadero por esta razón. Si el niño dijera: «Dios está en todos lados: una esencia impalpable que penetra y sostiene a todos los constituyentes del Cosmos por igual» —si, considero, el niño fuera a hablarme en tales términos creería mucho más probable que se hubiera encontrado con una institutriz que con Dios.
De tal manera, si Moisés hubiera dicho que Dios era una Energía infinita, estaría seguro de que no habría visto nada extraordinario. Pero como dijo que se trataba de una Zarza ardiente, considero muy probable que en efecto haya visto algo extraordinario. Pues sea lo que sea el secreto divino, y aunque haya o no (como tantas personas lo han creído) roto de vez en vez sus propias ataduras para surgir entre nuestro trabajo, al menos radica en el lado más alejado de los pedantes y sus definiciones, y mucho más cerca de las almas plateadas de la gente tranquila, de la belleza de las zarzas, y el amor por nuestro lugar nativo.
Luego, en esta última instancia (de tantas que podrían abordarse), concluimos en el mismo modo. Cuando el escéptico iniciado diga: «Las visiones del Viejo Testamento son locales, rústicas y grotescas», habremos de responder: «Por supuesto. Eran genuinas».
Así, como dije al inicio, me encuentro, para empezar, cara a cara con la dificultad de que enumerar las razones que tengo para creer en el cristianismo es, en múltiples ocasiones, simplemente repetir los argumentos que el Sr. Blatchford, de alguna extraña manera, parece considerar argumentos en su contra. Su libro realmente es rico y poderoso. Sin duda alguna ha instalado estas cuatro armas de las que he hablado. No tengo nada que decir en contra del calibre de su munición. Sólo digo que, por algún accidente en su instalación, colocó estas cuatro piezas de artillería apuntando en contra suya. Si no fuera tan humano, diría: «Caballeros de la Guardia Secular, disparen primero».
Pero aún hay más por decirse. El Sr. Blatchford, por una u otra razón, (probablemente la necesidad de espacio), ha olvidado pedir todos los argumentos a favor del cristianismo. Y si no fuera lo suficientemente extraño, los dos o tres argumentos que omitió son los verdaderamente vitales y esenciales. Sin ellos, incluso los cuatro excelentes hechos que él y yo hemos explicado respectivamente parecerán ininteligiblemente superficiales.
¿Por qué varios de ustedes no aceptarán mis cuatro explicaciones? Obviamente, en lógica sencilla, son tan lógicas como las del Sr. Blatchford. En lo abstracto, es tan razonable que una verdad haya de ser distorsionada como que una mentira se distorsione; es tan razonable, en lo abstracto, que un hombre hubiera de ayunar y pecar por un beneficio real como uno irreal. No lo creerán porque están armados hasta los dientes, y abotonados hasta la barbilla con la gran ortodoxia agnóstica, tal vez la más plácida y perfecta de las ortodoxias de los hombres. Creerían más pronto que Sócrates era un espía del gobierno a que había escuchado la voz de su Dios. Podrían creer con mucha más facilidad que Cristo asesinó a su madre, a que Él tuviera una energía psíquica de la que no sabemos nada. Les abordó con la reverencia y el coraje que se le debe a un tribunal de obispos.