Ignacio, de y tras su tiempo

Eduardo Garza Cuéllar
Miscelánea

En este ensayo Eduardo Garza se adentra en el discernimiento ignaciano. Partiendo de su testimonio y su encuentro con los jesuitas destaca la conversación profunda, la comunicación y el diálogo, como antídoto a las aflicciones humanas.

Acercarme a la práctica ignaciana del discernimiento significó para mí el sabor inesperado de un reencuentro o un recuerdo, la emoción de quien camina río arriba hasta descubrir el manantial de un torrente al que ya estaba filosófica y emocionalmente vinculado, la fuente de la que ya había bebido y de la que soy deudor.

El cruce de mi generación en la Iberoamericana con el momento demográfico de la Compañía de Jesús en México quiso que mis contemporáneos, aunque tuvimos contacto directo con algunos jesuitas, fuéramos más bien alumnos de sus alumnos. Recibimos pues el regalo ignaciano de manos de una generación intermedia; así, como un regalo: envuelto y escondido, no diluido; enriquecido por la visión y experiencia de nuestros maestros. 

A la mitad del camino, río arriba, se reconocen genealogías que llaman a la pasión de los historiadores. Detrás por ejemplo de la lucidez de Paco Prieto, se descubre la visión del padre Sánchez Villaseñor y detrás de Luis Vergara a Juan Lafarga y, antes, la tutoría del padre Meneses… 

Más apasionante que la reconstrucción histórica de corrientes, fuentes y afluentes es el reconocer que la estirpe ignaciana (que ha sido capaz de hermanar colegios y misiones, continentes e ideologías, universidades y personas de la talla de Lonergan, Carlos Escandón, Rodríguez Olaizola, Alexander Zatyrka, Fernando Montes, Ranher, Elías Pérez y el papa Francisco) está vinculada en lo profundo por una matriz espiritual de la que la práctica del discernimiento forma parte esencial. 

Además, y después de compartir rasgos mínimos de dicha práctica ancestral, estas líneas pretenden mostrar por qué es, al igual que su santo autor, tan de su tiempo y tan del nuestro. 

¿En qué consiste pues el discernimiento ignaciano?

Antes, hay que decir que esta práctica centenaria asume como presupuesto antropológico nuestra condición de peregrinos. Parte también de la convicción de que Dios es nuestro destino común y es consciente de que, se trata de un camino arduo, incluso plagado de engaños, en el que podemos extraviarnos. 

El objetivo del discernimiento es reconocer tanto las vivencias que nos regala el camino, como las luces que nos lo iluminan y las mociones que nos sugieren nuevos pasos.

Un primer criterio para distinguir las verdaderas mociones de las engañosas es su integralidad. Cuando una moción apela simultáneamente a nuestro entendimiento (es clara), a nuestro sentimiento (nos entusiasma) y a nuestra percepción interna (nos da paz), tenemos un primer indicio para pensar que proviene de Dios mismo. Si, además la moción es recurrente y nos invita a algo concreto, podemos, en principio, sin perder el estado de alerta, confiar en ella. 

Las invitaciones a realizar acciones específicas (por ejemplo, las que nos invitan a apoyar a personas específicas en tareas también concretas) se distinguen de las genéricas ¡e inabarcables! que, en el entrañable lenguaje ignaciano, provienen del mal espíritu. 

La capacidad de distinguir lo que proviene o no del buen espíritu es una de las preocupaciones esenciales de San Ignacio, un reto medular del proceso de discernimiento y tal vez también, la competencia fundamental en la que pretende educarnos. 

Para alcanzarla es necesario, antes, reconocer si nos encontramos en una buena o mala disposición, si nuestra opción fundamental es por el Amor (Agape): «De bien en mejor subiendo» o centrípeta, regida por el ego: «De pecado mortal en pecado mortal»

Cuando nuestra disposición es, como la de la muchos, positiva, el buen espíritu consuela y nos regala paz y entusiasmo: «Da ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando y quitando todos los impedimentos, para que en el bien obrar pase adelante». El mal espíritu, en cambio, genera desolación: transmite confusión, turbación ansiedad e inquietud. En palabras de San Ignacio se ocupa de «Morder, tristar y poner impedimentos inquietando con falsas razones para que no pase adelante».

Cuando nuestra disposición general es moralmente descendente, de inercia negativa, como un tobogán, el buen espíritu inquieta, molesta y hace reaccionar a la conciencia permitiendo constatar las consecuencias que nuestras acciones tienen en los demás y en nosotros mismos: «Les punza las conciencias por la sindéresis de la razón». El mal espíritu actúa, en cambio, narcotizando la conciencia, engañándola con las mieles de una falsa libertad que la atrapa en ella misma: «pone placeres aparentes, haciendo imaginar delectaciones y placeres sensuales, por más los conservar y aumentar en sus vicios y pecados».

No es necesario traducir estos párrafos al lenguaje filosófico psicológico o teológico actual para comprender su profundidad, su riqueza, su finísima sintonía... 

Baste recordar que la agudeza del vasco y su hondura, a pesar de las limitaciones narrativas de la filosofìa y la teología de su tiempo, provienen no de sus estudios, sino de su propia experiencia mística.

El alma del santo no sólo transitó las diversas regiones y experiencias posibles del caminar y distanciarse de Dios. Pudo también capturarlas en papel y tinta para que, quinientos años después y en virtud de la analogía, podamos también nosotros replicarlas. 

Tal es la grandeza psicológica de Ignacio. 

No es, insisto, objetivo de este escrito analizar el arte del discernimiento en su totalidad, sino, dando cuenta y muestras de su relevancia, vincularlo a su tiempo y al nuestro. Comparto sólo un elemento más, vital, genial, de este arte de conciencia.

San Ignacio nos advierte que el buen espíritu propicia en nosotros momentos de desolación y de consolación. Abre el cimiento de esta distinción fundamental, que es, sin más, una perla para nuestra vida espiritual, para extraer depués de ella propuestas de valor y profundidad enormes.

Anticipa, en primer lugar, su sabor a quienes desean de buena fe, degustar y se inician en el camino espiritual: «Si la consolación implicaba claridad, entusiasmo y paz, la desolación se muestra como confusión, inquietud y desánimo».

Y nos advierte después, bella y sabiamente: «En tiempos de desolación nunca hacer mudanza, sino permanecer en los propósitos y determinación en los que estábamos antes».

Para extraer también, en su español entrañable, invitaciones como esta: «Por eso debemos movernos contra la desolación instando más en la oración, meditación y en alguna práctica ascética. No olvidar que puede ser una oportunidad de crecimiento. Hay que buscar la ayuda de Dios y ejercitar la paciencia, recordando que no siempre has estado desolado». 

De estos botones de muestra paso a las preguntas que dan sentido a este escrito. ¿Qué nos permite afirmar que Ignacio y el arte del discernimiento son tan de su tiempo y tan del nuestro? 

Sorprende, en primer lugar, que haya compartido con sus contemporáneos —no sólo con Juan y Teresa, los místicos carmelitanos, sino también con genios como el Greco, Cervantes, Erasmo, Descartes y Lutero— la obsesión por el método que, al igual que la letra impresa, permitieron a sus saberes viajar de sus tiempos a los nuestros. 

Pero ¿hay algo detrás de esa devoción? ¿Qué es lo que de fondo impulsaba su interés por comprender y plasmar sus metodologías? 

Comprendamos que el humanismo renacentista, al tiempo que descubre América, revela al individuo.

La tradición medieval fue de alguna manera un peregrinar los siglos, ciertamente sobre certezas tuteladas, pero sobre todo juntos. 

La modernidad significó para Europa, entre otras cosas, la dispersión de una gran asamblea marchante para asumir que cada uno camina bajo los auspicios de su propia conciencia personal. En los talleres del renacimiento florentino se firman individualmente por primera vez en la historia esculturas y pinturas. Individuo y método se vinculan en una ecuación contundente. «Para poder caminar solo, debo concentrarme en el camino, en cada paso». «Más que la seguridad de la multitud, que sostuvo a mis abuelos, me atengo a la del mapa» parecen decir los renacentistas.

Ignacio propone pues, al retratar su propia experiencia, un itinerario espiritual para su tiempo. En ello radica una de las claves del éxito que seguramente no buscó.

Pero he dicho que la visión de la persona como caminante está, junto con la conciencia de las posibles trampas y desviaciones del camino, en el cimiento antropológico ignaciano. Y he anunciado también que su propuesta de discernimiento es también de nuestro tiempo. 

¿Cómo entenderlo?

San Ignacio, deslumbrado por la conciencia individual, que es hallazgo y cimiento de la modernidad, y quien, junto con su generación logró apuntalarla con el método, intuye también sus posibles desvíos, fronteras y excesos, su potencial corrupción. Sabe que, en el terreno espiritual, cada uno puede perderse (de Dios, de los demás) en solipsismo, autoengaño o soberbia y propone por ello la figura de la dirección espiritual, que no es otra sino la del diálogo. 1

Los excesos de la apuesta moderna por el individuo, la corrupción de ésta, el llamado individualismo posesivo, la falacia del hombre o la mujer autoconstruidos y autosostenidos, la del independiente, desatado de todo y de todos, capaz de darse a sí mismo todo cuanto requiere, está en la raíz de las aflicciones contemporáneas; ha envenenado nuestro tiempo de manera tan honda y sutil que muchos no podemos ni siquiera verlo… se ha vuelto parte de nuestra cultura.

No estoy suponiendo que San Ignacio viera quinientos años adelante. Su visión profética fue de distinto signo. Sostengo que en su profundo conocimiento de la naturaleza humana supo y visualizó los posibles fraudes a su intuición profunda. 

Gracias a ello los contemporáneos podemos encontrar en él, específicamente en el encuentro, la conversación profunda, la comunicación y el diálogo, el antídoto de nuestras aflicciones.

Llego a una conclusión asombrosa. Si al inicio de la modernidad descubrimos al individuo y en su ocaso nos hemos topado con sus fronteras; si la construcción del humanismo renacentista encontró en el método su andamiaje, hoy podemos defendernos de su corrupción y sus excesos mediante el diálogo. 

Afortunadamente, el espíritu constructor de la modernidad nos regaló también en esa figura fundamental que fue Ignacio de Loyola, herramientas y espíritu, también suficientes para, encontrándonos con el otro, salvarnos. 

1 Tengo para mí, no sólo en este ámbito, que la conciencia de los límites de los propios hallazgos es una perla rara que distingue a los verdaderamente grandes.