“Se dice que, cuando Hiroshima fue destruida por una bomba atómica en 1945, el primer ser viviente que emergió en el paisaje desolado fue un hongo matsutake.”
ANNA LOWENHAUPT TSING
La Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi han sido tratados por el cine en muchísimas ocasiones, con mayor o menor éxito, incluso llegando a los límites de lo formulario, la sensiblería y la trivialización del horror. Pareciera que producir una película ambientada en esta época –necesaria para entender prácticamente cualquier fenómeno en la historia posterior a ella– es irresistible para la industria cinematográfica: basta echar un vistazo a los éxitos en taquilla y a la cantidad de premios que reciben para deducir que el género puede ser una buena apuesta de inversión para las productoras hollywoodenses. Y ya sabemos lo rápido que se puede gastar un género cinematográfico una vez que se convierte en una inversión segura, lo cual es delicado en este caso, tratándose de un tema tan sensible.
Pero, en vez de emplear el recurso fácil del impacto visual o de un guion fastidiosamente lacrimógeno, consciente de la desensibilización persistente en las audiencias contemporáneas, La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023) consigue generar un efecto espeluznante al que prácticamente ninguna de estas producciones se acerca siquiera, precisamente por tomar la decisión deliberada de no mostrar. Salvo por la narración de un valiente acto de rebeldía y un atisbo a la memoria histórica del futuro, lo más importante en esta historia –el sufrimiento de las víctimas, sus heroísmos discretos y la tragedia de cada una de sus historias personales– ocurre tras bambalinas y se escucha a través del retrato sonoro de una máquina de exterminio constante. Lo demás es cotidianeidad: los miembros de la familia Höss comen, duermen, juegan, toman el sol, van de paseo mientras el horror del que son cómplices se ve reducido a ruido de fondo. Así, el espectador más obtuso caerá en la trampa de lo evidente, y muy probablemente se aburrirá. Pero hace falta una sensibilidad a la sutileza para aprender a ver lo que no se muestra. Por eso es que las mejores obras de arte funcionan como una ventana escandalosa hacia algo que no podemos, no sabemos o no queremos ver, nos involucran con la narración de una historia subterránea, estimulando nuestra sensibilidad, nuestra curiosidad y, en el mejor de los casos, un cuestionamiento crítico de nuestra forma de habitar el mundo.
Y es por esto que dije espeluznante: esta película nos recuerda el horror que subyace en lo cotidiano, a la obligación –que no pocos cumplen con agrado– de simplemente coexistir con el despojo y el asesinato, a esa cultura de la devastación que la sociedad de consumo insiste en convertir en un zumbido continuo, hasta que ya nadie lo entienda ni lo atienda. No cuestionar siquiera cuáles son las injusticias –sociales y ecológicas– presentes en el complejísimo entramado causal que sustenta nuestro estilo de vida nos hace, si no cómplices, cuando menos beneficiarios de ellas; en este sentido, la dinámica social contemporánea no es muy distinta de la de la familia Höss.
El contrato social del siglo XXI parece depender de la elección colectiva tácita de no ver aquello que no se muestra, que nos presiona a asumirnos como simples espectadores-consumidores. Esto explica la complacencia que el capital ha tenido con el neofascismo en las últimas décadas, hasta permitirlo instalarse cómodamente en el mainstream de la política global. También explica algunas contradicciones discursivas que no suelen generar la disonancia cognitiva que ameritan. Quisiera ahondar en algunas:
1) El libre mercado y el capitalismo como sinónimos de democracia: las formas actuales del capitalismo son indisociables de la profunda desigualdad que se ha acelerado en los últimos años, del colapso ambiental sostenido y avalado por poderosos lobbies corporativos, y del mayor sistema de extractivismo y esclavitud que se ha visto en la historia. Esto es incompatible con el principio de igualdad que supuestamente forma parte de cualquier democracia real (una persona=un voto);
2) La libertad de expresión como pretexto para cooptar el discurso público: hace diez o quince años hubiera parecido sensata la esperanza de que los medios digitales sentarían las bases para un sistema de rendición de cuentas para la ciudadanía global. El neonazi Elon Musk compró Twitter con el pretexto de socavar una supuesta conspiración woke para derrumbar los valores occidentales tradicionales e instaurar una dictadura progresista, para después dedicarse a censurar voces disidentes y amplificar desinformación y discursos de odio. Pero esto es sólo la manifestación más evidente de que hace tiempo que estos espacios han ido perdiendo su capacidad de fungir como contrapeso al poder. Si bien es cierto que se toleran ciertos espacios de resistencia dentro del esquema tecnofeudal, éstos sólo pueden operar dentro de los límites de sus cámaras de eco, en medio de un torrente de información irrelevante o deep fakes generadas por IA, consumido por usuarios cuyas capacidades críticas y cognitivas se han visto severamente deterioradas por el macabro diseño de estas mismas plataformas;
3) El sionismo y el neonazismo como aliados políticos: todos los días vemos noticias de un gobierno de ultraderecha que, después de décadas de establecer una política de apartheid, emprende un proyecto de solución final para asegurar un Lebensraum y convertirse finalmente en un etnoestado, justificado por un aparato propagandístico que confiere superioridad a su pueblo y, por consiguiente, la autoridad de llamar “autodefensa” al uso sofisticadas técnicas de asesinato en masa para exterminar a un grupo que consideran infrahumano y una amenaza existencial. El estado de Israel comete un crimen que pareciera haber salido del manual de usuario del nazismo, y el acto consecuente de nombrarlo genocidio es desacreditado automáticamente con una acusación de antisemitismo (sobra decir: con una falacia del espantapájaros). Por otra parte, la denuncia de los organismos internacionales fundados tras el Holocausto para garantizar la no repetición es simplemente ignorada, gracias al aval de un gobierno estadounidense cada vez más explícitamente fascista. Mientras tanto, las víctimas siguen muriendo en Gaza. Y su sufrimiento es el testimonio que exhibe la hipocresía de un orden global que no tiene reparo en destruir vidas y territorios mientras blande una bandera de libertad y democracia.
Uno sólo nota el zumbido del refrigerador en el momento en que se detiene. Ese instante es el momento en que nos damos cuenta de que había algo que nos molestaba sin poderlo identificar. Pero el ruido de fondo que produce esta máquina de matar parece no detenerse, se sustenta devorándose a si misma, postergando indefinidamente el momento de silencio que nos permita asimilar la molestia. Su constancia abrumadora exige entonces una fenomenología de la indignación distinta, nuevos modos de percibir y de nombrar aquello que se esconde tras los prejuicios de la racionalidad moderna, una mejor imaginación que la del cínico o el imbécil, que no conciben la posibilidad de una alternativa.
Quizá sólo podamos esperar a que el uróboro se derrumbe por su propia inconsistencia lógica y termodinámica; quizá estos signos desesperanzadores son sólo síntoma de un sistema podrido a punto de reventar, llevándose consigo a millones de vidas inocentes. Pero pienso en la chica polaca que robaba comida de la alacena de los Höss y viajaba en su bicicleta en medio de la oscuridad total para esconder manzanas para los prisioneros de Auschwitz. Pienso en los cocineros de Gaza que arriesgan su vida para alimentar a su comunidad en medio de los bombardeos. Pienso en el hongo del fin del mundo. Las resistencias a favor de la vida, como la vida misma, surgen de maneras sutiles, inesperadas y eventualmente escandalosas. Su evolución no obedece al paradigma del desarrollo lineal, sino al de la exploración persistente y aleatoria de las formas para adaptarse al cambio; sus procedimientos son más lentos, pero también más radicales y resilientes. Para atender sus provocaciones, es necesario renunciar a la esperanza en el progreso y a la consiguiente tentación por las soluciones definitivas. Afinar la sensibilidad para encontrarlas es el primer acto de liberación ante la abrumadora omnipresencia de aquel pacto de silencio, impuesto por el leviatán ultramoderno y sus emanaciones insidiosas.