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Caminos hacia la paz
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Columna

Sobre la desigualdad y la irrupción del mal

Francisco Prieto
Columna

“Libertad, igualdad y fraternidad” es el referente paradigmático de la Revolución Francesa desde donde partiría la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La llamada modernidad, que plantó sus reales con el pensamiento de René Descartes, las grandes utopías renacentistas, especialmente la de Tomás Moro, y la primacía de la razón, conformaron el origen del pensamiento revolucionario. A partir de la Revolución Francesa se iniciaron los tiempos revolucionarios en los que se inscriben también las revoluciones marxistas. Esos tiempos habrían de durar doscientos años (1789-1989, de la toma de la Bastilla a la caída del muro de Berlín).

En rigor, todo esto se inició con el cristianismo que proclamó la igualdad esencial de todos los seres humanos por ser todos hijos de un mismo Dios y, por lo mismo, hermanos o, en los términos del judaísmo —no hay que olvidar que Jesús de Nazaret era judío—: amarás al egipcio como al israelita y a todo extranjero de la misma manera, porque tú fuiste extranjero en el país de Egipto y Yo soy el Eterno, o sea, tu padre y el del otro.

Sucede que en el interior del hombre habita la verdad, como nos enseñó san Agustín, y en el interior de todo hombre, no importa de qué cultura, están impresos los trascendentales del Ser: el Bien, la exigencia de encuentro con la Verdad y la Belleza como resplandor del Ser, la unidad última de todo lo creado. Si lo que no está unido desde un principio no lo estará jamás, hay grados diversos de la participación en el Ser: el ser humano, por ejemplo, nos dice la Escritura, fue creado a imagen y semejanza de Dios, o sea, es la coronación de la obra creadora de Dios.

Fuera de esta verdad última todo es desigualdad. Desigualdad en las aptitudes y capacidades de cada cuál, en la constitución psicológica de cada quién… Hay criaturas que fueron muy amadas o, en todo caso, amadas a su medida, pero hay otras que se desarrollaron desde el vientre mismo de la madre con un déficit de ternura, de amor. Unas pasean a lo largo de su existencia una confianza básica y si desde su libertad no optan por lo contrario, sobreabundan en amor al entorno y a los demás. Las otras, por lo contrario, quisieran dar un amor que no encuentran en sí mismas y, como se dice, nadie da lo que no tiene. Unas y otras criaturas serían, sin embargo, hijas de Dios. El resentimiento y la envidia no son, a la postre, sino la manifestación de una deficiencia que se arrastra, de la que se abomina y que puede arrojar al ser a la oración o a la destrucción de sí mismo y de los otros según el caso.

Si nos fijamos en el transcurrir de la historia moderna, la Revolución Francesa dio lugar a regímenes políticos igualitarios y regidos por las libertades ciudadanas, pero fracasó en el ideal de la fraternidad. Es que la fraternidad no puede alcanzarse mediante leyes y decretos. Responde a un acto de amor espontáneo que implica el sacrificio, que es gozoso en la medida en que surja del agradecimiento al hecho de existir y, en el caso del cristiano, al Dios encarnado que se inmoló por los pecados del mundo y para crear la esperanza contra toda evidencia. El amor al Dios que nace pobre, que padece todas las incomprensiones y todas las violencias, que en los momentos finales del martirio no odia ni blasfema, pero clama por el abandono del Padre es la única justificación para vivir en la procura de amar al enemigo, al que nos hace mal, y buscar llevarlo a la luz y la paz. Ese es el propósito esencial del cristiano, la comunión de los santos que preludia el Paraíso.

El fracaso en la consecución de la fraternidad en las revoluciones burguesa y comunista es una prueba evidente de que nada bueno puede venir de cualquier Estado y que sólo pervive lo que cada quién elabora desde su interior y en comunión con sus prójimos. Las leyes buenas no serían sino facilitadoras o entorpecedoras del anhelo último que se cuece en el interior de los hombres de buena voluntad.

Lo vio muy bien el escritor André Gide cuando a su regreso de la Unión Soviética escribió en su Diario que no sabía qué era peor, si un Estado comprometido con la justicia como la URSS, donde los hombres habían sido despojados del espíritu de caridad, o uno como Francia, injusto, pero donde muchos conservaban el espíritu cristiano de la caridad que da sentido a la Fe y a la Esperanza.

El mal, en suma, ha acompañado al ser humano a lo largo de la historia y así será hasta el fin de los tiempos. En el origen, nos cuenta la Biblia hebrea, Caín ofrecía al Eterno no lo mejor de los frutos producidos, pero le ofrecía buenos frutos y no se sentía recompensado por el Padre. Hiciera lo que hiciera sus actos no provocaban el encantamiento de los de su hermano. Abel le entregaba a Dios los corderos más hermosos sin que ello le costara nada, sin dudar en un solo momento y, además, era un seductor, un encantador aún de serpientes. Un día, en un impulso fiero, acaso incontenible, Caín asesinó a su hermano. Cargará con ese pecado el resto de sus días. No es necesario proponer a Satán, al Ángel de Luz que, soberbio, se rebeló contra su padre, para explicar el mal en la tierra. La fe nos lleva a confrontar a Dios que nos habría creado desiguales. Cada ser humano, en su interior sabe, que por más que luche, que trabaje, que exprima lo mejor de sí mismo, no será Mozart, ni Rimbaud, ni Lorca. Y la soberbia a la que puede dar rienda suelta un Mozart, un Rimbaud, un Lorca puede, a su vez, soltar todos los demonios.

Pienso que sólo nos salva del mal la plegaria: Padre, ¿por qué me has abandonado? Un acto de recia individualidad por amor a quien nos salvó de la muerte.

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