Los lugares cobran sentido cuando preservan su valor simbólico y los dotamos del simbolismo que los originan. La casa mantiene o recupera su sentido cuando va más allá de ser un espacio físico que nos contiene y hacemos de ella una morada y la habitamos.
Estas expresiones, “morar” y “habitar”, refieren a actividades profundamente humanas que hay que mantener vivas: morar procede del sustantivo “mora”, es decir, retraso, parada, pausa, plazo dilatorio que se da a alguien. La morada como residencia habla del lugar donde se habita. Para lograrlo hay que hacerlo desde la serenidad y la pausa, como lo dice la etimología del verbo latino morari, “detenerse”. Una acción paradójica, porque se mora desde la acción que implica detenerse frente al mundo exterior para comenzar a construir un mundo interior donde vamos a morar. Es retardarnos, entretenernos, obrar con lentitud, pararnos, hacer una pausa para permanecer, residir y desarrollar acciones que nos permitan ser y vivir de una manera particular. Por ello se asocia indirectamente la “moral” con mos, moris, costumbre o “manera de vivir”. La casa es el lugar destinado a la pausa que nos abre al ocio y a la serenidad que otorga una apertura a lo esencial.
Por su parte “habitar” implica “propiedad” y “tener”. Su etimología procede de habere, “tener”, una acción que se repite reiteradamente, una apropiación permanente. Habitar habla así de una actividad mediante la cual residimos, porque tenemos una residencia. Es el lugar donde nos mantenemos bajo resguardo frente al mundo exterior que nos resulta ajeno y extraño; un sitio íntimo, hospitalario; un espacio reconocido del que nos hemos “apropiado”, pero no por hacer de él algo hermético y excluyente, sino una propiedad que vincula y se abre a la posibilidad de morar, de hacer pausa y retardar la vida con quienes fundamos acciones comunes.
La casa, ese espacio habitable, es, por lo mismo, la morada que se abre a aquellos con quien se reconoce un vínculo, una relación, una proximidad. Un lugar que suscita el encuentro. Está plenamente habitada y es una morada cuando se vuelve un hogar (del latín focus, fogar, fuego), el espacio que mantiene el fuego divino —símbolo de pureza y protección— en torno al cual se reúne la familia. Lo luminoso, lo que irradia, brilla y hace visible lo esencial, convoca a reunirnos en torno al amor, al sentido, al cuidado y contribuye a la esencia del hogar.
La persona que descubre y experimenta la riqueza y poder creativo de su interioridad toma cuidado de sí, asume su vida desde la autenticidad en la serenidad y la pausa, y descubre en ella la presencia de la realidad sagrada que le aviva y le trasciende. Es este ánimo el que le invita a fundar un lugar, hacer una casa. Por eso en su sentido más plenamente vivencial y simbólico, habitar, morar y hacer un hogar, es asumir una posición existencial.