Desde el lugar y el ahora

Patricia Gutiérrez-Otero
Columna

De entrada, agradezco a Javier Sicilia por haberme invitado a tener una columna en la nueva edición de la revista Conspiratio. Hace décadas, compartí con él y con un hermoso consejo de redacción 14 años de brío para edificar y alimentar a la revista Ixtus, espíritu y cultura. Fue un momento de gran gozo tanto intelectual como comunitario. Los lazos de amistad y afinidad espiritual primaban sobre cualquier otro aspecto. Luego, los caminos y las historias de cada uno enfrentaron bifurcaciones. No obstante, a pesar de divergencias coyunturales, el mismo soplo se ha mantenido, y, como las raíces, nos ha seguido uniendo; es evidente que el resto, lo de hoy, es importante y urgente, pero no es lo único, hay algo más hondo. Agradezco también el acogimiento del consejo de redacción de esta nueva revista que, creo, está abierta a la aventura de soplos capaces de zarandearla, porque en esta vida todo es susceptible de ser sacudido por la grácil y concreta paloma.

El nombre de la revista es para mí conflictivo en más de un sentido. Tener un soplo común, una respiración compartida no es algo fácil. Muchas veces esto no se da en una misma familia, ni siquiera en una pareja. Pide estar disponibles a que la libertad de cada uno lastime al otro y que a partir de ahí surja otro humilde término, el perdón. Tener una respiración común que pueda intercambiarse exige una adhesión amorosa a un anhelo común y una gran capacidad de libertad para cambiar y para llegar a un fin que funciona más que como un faro inmóvil, como una Ítaca inalcanzable. No se puede conspirar sin tener ese afán común y dúctil; no se vale cuando no hay libertad. Hacerlo con quien no aspira a lo mismo es falaz. Lo más difícil es saber qué espíritu alienta la unión. Lo sutil es difícil de determinar. El anhelo y la libertad de caminos para llegar a él pueden contraponerse, pero también uno se puede equivocar al pensar que todos tenemos la misma aspiración.

Sin embargo, al reflexionar sobre esto, no pude evitar pensar en el aspecto de lugar como el punto de partida que puede brindar una pista para despegar el soplo. El lugar de cada uno. Ése donde uno está asentado, donde se siente el viento, se ve la luz, se escucha el vibrar de la vida, se perciben las estrellas… Siguiendo, trastabillante, al querido arquitecto-urbanista y pensador Jean Robert y su concepto de lugar,1 pensé que para salir del círculo de las certezas es necesario ir al lugar sensible, único, irrepetible, que aun estando al interior del círculo o cerca de su periferia, está fuera de él y desborda la abstracción propia de la geometría por su sola encarnación. Digamos que la excede desde dentro, desde lo concreto, desde el hic et nunc (el aquí y el ahora) de nuestro estar en esta Tierra única. Por ello, al fantasear sobre lo abstracto y lo concreto supe desde dónde quería hablar, desde el lugar. De ahí, jugando con las palabras me vino el neologismo «Locuferia». En esta primera entrega, dedicada a la palabra, quiero hablar sobre él.

En latín, lugar es llamado locus. No es un espacio, es algo muy aterrizado, con olores, sensaciones corpóreas, cierto tipo de aire, cierto tipo de tierra, líquidos, sabores, texturas. No hay un lugar igual a otro. Cada uno tiene su especificidad. Quienes tenemos la dicha de tratar de plantar y sembrar, aunque seamos citadinos de origen, vamos conociendo, a veces con rudeza, que la tierra no es sólo un elemento inerte que sostiene a las plantas y que no hay una única tierra. La tierra en cada lugar es diferente y no se presta para sembrar cualquier planta ni cualquier árbol. Más allá de los términos científicos que hablan de tierra arcillosa, arenosa, caliza, pedregosa, hay también tierra negra, tierra de bosque, tierra de hoja. Y cada una tiene propiedades buenas para ciertas plantas y negativas para otras. Así también sucede con el agua de cada lugar, hay agua muy cargada de ciertos minerales, agua muy equilibrada, agua salina, otra salitrosa, agua muy empobrecida. Hay lugares donde a causa del volcán caen cenizas llenas de minerales que son nutrientes. Hay lugares donde no sopla el viento, otros donde se arremolina, otros donde barre con todo. Cada lugar tiene cierto tipo de caída del sol. El lugar es sensiblemente concreto. Yo quiero hablar desde el lugar, desde mi lugar, lo que implica también desde mi historia. Es decir, desde mi particularidad. Pero también desde aquello que los sentidos captan para que la mente piense y con la boca, con la escritura, hable. 

Pensar y hablar desde los sentidos es una opción. Evidentemente esto no niega la abstracción propia de la razón, pero sí opta por una posición aristotélico-tomista que parte de la percepción sensorial. Pienso a partir de aquello que puedo comprobar por mí misma, hasta donde pueda. Lo que a veces puede acarrear cierto grado de locura ante las evidencias de la ciencia. Por eso, también juego con la palabra «locuferia», feria de cierta locura, aquella que puede cuestionar cierta hegemonía de la tecnología y de la ciencia que en estos tiempos pretenden arrogarse el derecho a toda la razón.

Finalmente, siguiendo el mismo juego de la palabra «locuferia», la ligo con el latín loqui (hablar), de donde surgen las palabras locutor y locución. Lo que me lleva a tocar brevemente el tema de este número, algo que intentaré hacer en cada número según mis capacidades ante la propuesta del consejo de redacción. 

¿Cómo sitúo a la palabra en este marco ferial? Precisamente como una palabra situada, quisiera decir encarnada, pero no sin aclarar que no lo digo en sentido teológico, sino meramente humano (salvo si comprendemos que todo lo humano es también teológico, y que la antropología conlleva una teología y viceversa, pero ése es otro tema). La palabra situada la contrapongo a la palabra universal sin asideros en la realidad concreta de un lugar. Una palabra que la globalización y los nuevos medios de comunicación han sacado de contextos concretos, sensibles, situados. La palabra universal tiende a extenderse a través de los medios de comunicación, en particular las redes, y así a perder su sabor de terruño, a empobrecerse, a disminuir el léxico, a plegarse a los términos tecnológicos (la mayoría en proveniencia del inglés), y todo ello sin que la gente perciba este proceso degradativo tanto en el aspecto oral como en el escrito. La era de las prisas lleva también a una pérdida del aspecto del cuidado de todo, incluso del pensamiento y de la lengua. Así como Jean Robert2 sostiene que el agua deslocalizada, fuera de su lugar, y vuelta un líquido solamente útil no es ya agua sino H2O, un líquido neutro, así también sucede con las palabras deslocalizadas, pierden su sabor, su olor, su carácter único capaz de transmitir un verdadero saber anclado en el lugar, en la experiencia y del que podemos disponer autónomamente. 

Esta descolocación hace muy fácil caer en eso que el lingüista alemán Uwe Pörksen llamó las «palabras plástico» o «palabras amiba» que usamos tanto y con tanta facilidad, con las que decimos todo para no decir nada porque se derivan del campo experto de la ciencia y escapan a nuestra realidad concreta.3 Este tipo de palabras ya no están ligadas con nuestra propia percepción y nuestra experiencia, sino con las de la ciencia y la tecnología, por lo que nos desapropian de nuestro saber y nos ponen en manos de otros, los expertos, que tienen un conocimiento del que nosotros carecemos. Dice Pörksen que cuando uno usa una de estas palabras «se define a sí mismo como un cliente; un cliente de los expertos sexuales, un cliente de los expertos de la modernización… Pienso que quizás lo más importante es que el uso de esas palabras le da una forma ajena de autopercepción».4

Entonces, así como considero importante estar en el lugar, arraigarse, para pronunciar esta bella palabra que quiere decir echar raíces, aprender a localizar por dónde sale y se mete el sol, de qué lado cae la lluvia y sopla el viento, a qué huele en las mañanas, en qué momento llegan las golondrinas y cuándo se van —o cualquier otro animalito que aún subsista en el lugar—, a qué sabe y huele el agua del lugar… Así considero importante esforzarse en pensar estas realidades y aprender a nombrarlas como antaño se nombraban o esforzarse en crear el lenguaje nuevo que las diga, sólo a ellas, quizás un lenguaje más poético. Me parece que una de las anclas de la conspiratio es encontrar el lugar y el tiempo propio en el que respiramos juntos, aunque vivamos separados.

1 Cfr. Jean Robert, Jean-Pierre Dupuy, La Trahison de l’opulence, Paris, Presses Universitaires de France, 1975.

2 «Para entender filosóficamente la naturaleza del agua, tenemos que tomar en cuenta sus dos características aparentemente contradictorias: es fluida y ubicua, pero también es limitada y local. Es limitada en una forma que, por su fluidez, niega toda frontera. (…) Cada cuenca, es decir cada matriz agua-suelo-aire está guardada por sus partes-aguas. Esos son los horizontes hídricos que tradicionalmente han protegido al agua de ser un fluido insípido, inodoro e incoloro. La ecología política del agua debe partir de los horizontes hídricos concretos que delimitan la matriz de tierra, de roca, de arena y el clima de que hace parte el agua.» Jean Robert, «Hacia una ecología política del agua», Foro Oaxaqueño del agua, septiembre, 2010. https://forooaxaquenodelagua.wordpress.com/2010/09/19/jean-robert-el-filosofo-del-agua/.

3  «(…) se derivan de la ciencia; son muy abstractas; tienen un amplio contenido, un amplio campo de significados. Sexualidad, por ejemplo, es muy extraña porque puede usarse para muchas formas de relación». Cayley, David y López López, Laura, Palabras plásticas: entrevista con Uwe Pörksen, UNAM, p. 190, http://www.revistas.unam.mx/index.php/rep/article/view/37177.

4 Ibid., p. 192.