Las Elegías del Duino y los Sonetos a Orfeo son por lo general aclamadas como las obras maestras de Rilke. Pero la etiqueta de obra maestra suele ser triste cuando funciona como una invitación a olvidar todo aquello que consideramos irrelevante. En esa exploración de lo «no esencial» de la obra rilkeana se encuentra «La canción del enano» (Das Lied des Zwerges, 1906). Este poema forma parte de un ciclo llamado «Las voces», en el que Rilke hace cantar a ciertos personajes marginados: un idiota, un borracho, una huérfana, un leproso. Veamos este fragmento del poema:
Tampoco puede nada bueno salir de mis manos.
Qué atrofiadas: ve, míralas;
saltan torpes, pesadas, húmedas,
como pequeños sapos tras la lluvia.
Mis manos como sapos. Rilke usa esta metáfora para describir una torpeza que raya en lo grotesco. No sorprende que el sapo simbolice aquello que nos genera asco y repulsión. Ojones y bocones, viscosos y de movimientos bruscos, colmados de verrugas, malencarados y de papada prominente, los sapos no son precisamente el animal que más simpatía genera a quienes nos hayamos acostumbrado a la suavidad, ternura e inteligencia de nuestros animales domésticos, con los que convivimos de manera más inmediata. Estas cualidades coinciden además con algunas de la fealdad humana: si el sapo es feo, lo es en tanto que nos recuerda los rasgos de una persona con cara de sapo, con su siniestra mirada fija en la nada, quizás a la espera de la oportunidad para aprovecharse de alguien, poco curioso, poco inteligente, prepotente e incluso cruel. Imaginamos a alguien que podría desempeñarse sin escrúpulos en ocupaciones turbias: dictador militar, matón a sueldo, oligarca petrolero o gobernador de Puebla.
Recuerdo por lo menos otros tres poemas en los que aparecen sapos, compuestos en nuestra lengua y de nuestro lado del Atlántico por Juan Gelman (1969), Rosario Castellanos y Juan José Arreola (ambos de 1959).
El de Gelman pertenece a Los poemas de Sidney West, y lleva por título «Lamento por el sapo de stanley hook». Aquí, el sapo es una especie de mascota que el personaje cuida y protege con devoción y ternura, y le comparte algunas reflexiones sobre la belleza y la muerte antes de morir y dejarlo solo. Con el epíteto de «cantor de la humedad», también usado en algunas culturas que aprecian con su aparición la llegada de las lluvias, el sapo no es ya un símbolo de lo grotesco, sino de la ternura que inspiran las cosas bellas y concretas: «y sin embargo te amo sapo/ como amaba a las rosas tempranas esa mujer de Lesbos/ pero más y tu olor es más bello porque te puedo oler». Mirar la belleza de las cosas concretas es recordar que lo pequeño es grandioso.
Castellanos y Arreola toman su fealdad y su indigencia como punto de partida, para después reconciliarla con una belleza oculta. En «La velada del sapo» se menciona su apariencia cruel, su repulsiva sangre fría, que interrumpe de manera intempestiva las conversaciones. Incluso se le diagnostica con bocio exoftálmico, enfermedad endócrina que hace inflamar la base del cuello. Arreola, con la precisión lingüística que caracteriza a su Bestiario, recuerda la hibernación de algunas especies, proceso tras el cual el sapo no logra dejar de ser sapo, emergiendo sin lograr ninguna transformación significativa; un frustrante proceso de inactividad tras el cual no logramos nada.
Los dos poemas coinciden al notar la semejanza entre el sapo y un corazón que palpita. Un corazón no es la abstracción que se nos ha inculcado desde la infancia, fácilmente representada con los símbolos <3, sino un músculo complejo, electrizado y viscoso que bombea sangre, que late ominosamente casi con vida propia. Creo que de eso se trata esta aproximación: además de ver la belleza en algo que a simple vista es feo, encontramos en esa viscosidad rasgos de una inquietante condición humana, ese «torpe andar a tientas por el lodo» de Muerte sin fin.
Si el sapo es feo, lo hacemos a partir de una antropomorfización forzada; le atribuimos ciertas cualidades morales a partir de una apreciación estética. Si el sapo es bello, nos obliga a mirar aquello que se esconde en el lodo de la miseria humana. Porque los mismos rasgos «feos» del sapo esconden también una belleza extraña, menos evidente. Las comisuras de su boca hacia abajo, sus ojos que en algunas especies tienen cuernos que asemejan un ceño fruncido, me recuerdan a una cabecita enojada sin más cuerpo que las patas que emergen directo de ella. Es una imagen cómica por absurda: ¿qué circunstancias en la vida del pantano pudieron haber hecho enojar al sapo? No puedo evitar enternecerme, ¿qué te preocupa tanto, mi rey? Quiero que el sapo me cuente sus problemas, quizás para recordar que los míos son igual de insignificantes.
El sapo pertenece a la familia Bufonidae. No deben confundirse con la familia Ranidae, sus congéneres del orden Anura, las ranas en general o anfibios sin cola. Es decir, todos los sapos son ranas, pero no todas las ranas son sapos. Biológicamente, hay ranas que gozan en plenitud de su condición de raneidad, mientras que el sapo es apenas una rana enajenada. La confusión es común, puesto que para el ojo inexperto es difícil distinguir qué especies pertenecen a qué familia. De pequeño, solía pensar que el sapo y la rana eran macho y hembra de una misma especie de animal (error que también aplicaba a la distinción entre ratas y ratones, por cierto enemigos de los batracios en la Batrachomyomachia homérica). Sospecho que este error es frecuente, y también que, más allá del género gramatical con que nos referimos a sapos y ranas, parte –de nuevo– de una antropomorfización injusta: la torpeza y mal genio masculinos que aparenta el sapo no concuerdan con la gracia y delicadeza de las ranas en sentido estricto, cuya simpatía es quizá más evidente. Los sapos se caracterizan por tener extremidades más cortas, piel rugosa y no tener dientes, es decir que son por lo general más feos y torpes que Ranidae. Sin dejar de ser anfibios, suelen preferir los lugares secos y secretan una toxina alcaloide que en la especie Incilius alvarius contiene 5-MeO-DMT, uno de los psicodélicos más potentes conocidos sobre la tierra, muy apreciado por su uso ritual ancestral en la cultura aridoamericana. El sapo es la versión seca y psicotrópica de una rana.
Encuentro en todo esto una invitación a mirar al sapo de una manera distinta, para resignificar nuestro concepto mismo de belleza. La naturaleza está repleta de viscosidades y no es por eso menos bella. Una idea integral de la belleza debe incluir aquello que parece desagradable a la mirada moderna, cuya definición de lo bello parece estar acotada simplemente a lo bonito, a lo cómodo, de fácil digestión. Y la expansión de nuestros horizontes de belleza conlleva una expansión de nuestros horizontes de empatía. El sapo nos parece feo a partir de una antropomorfización ingenua; pero si es bello, no sólo lo será por mérito propio, sino que nos invita a reconciliarnos con nuestra propia fealdad.
En diciembre del año pasado, la cuenta de Instagram @lamiradatransgresora publicó este meme:
Ignoro si la persona que administra la cuenta eligió la imagen de una rana a propósito para acompañarla de esta frase, que resume en gran medida lo que pienso a partir de estas imágenes poéticas. Parece una mera coincidencia, pero una coincidencia genial. Las cosas que consideramos bellas son más interesantes si integran algo de fealdad, de dolor o incluso de horror. También en medida que sea menos obvia su belleza, que nos veamos en la obligación de mirar de nuevo. No es la belleza fácil, la que causa placer estético y no mucho más, sino una belleza que se esconde en lo profundo, que al experimentarla ejercita nuestros mecanismos de asombro, que aparece con una «abrumadora cualidad de espejo». Me parece una apuesta más valiente. Los rincones de una ciudad repleta de neuróticos, el cine de terror, los anhelos de un enano deforme, los textos que no cupieron en los cánones literarios, la ternura en la mirada gruñona de un sapito, funcionan como recordatorios a mirar las cosas como si fueran nuevas, a vivir cada día como si fuera el primero.