A partir de un par de afirmaciones extrañas de Aristóteles acerca del sonido y de la música, en este ensayo Julio Hubard juega con algunas dificultades de la traducción y la transmisión de formas del saber que no pertenecen al ámbito de la información y, sin embargo, siguen presumiéndose como conocimiento, hasta derivar en una crítica a los filósofos que pretenden que no se puede hacer poesía después de Auschwitz.
Hace poco murió Yves Bonnefoy. Entre sus últimos comentarios repetía una vieja crítica suya: el uso de la poesía como si fuera un discurso, un texto, unas ideas que apoyan y mejoran el estilo de alguna cosa destinada a la teoría y pensada desde su origen en prosa. «Yo no he elegido la literatura, sino la poesía. No son la misma cosa».
Y añadía otra forma de la crítica: «la sociedad sucumbirá si se extingue la poesía». El reclamo es verdadero. Pero no es contemporáneo. La misma amenaza se ha cernido sobre todas las culturas y civilizaciones. Ni se cumple, ni deja de cumplirse. Las culturas y las civilizaciones caen y quiebran y dejan ruinas, y surge siempre de nuevo la cultura y, a veces, la civilización, desde su poesía. Pero la advertencia de Bonnefoy, que ha sido de muchos, tiene sentido desde el origen mismo, no de la poesía: de la prosa. Porque la poesía existe siempre, pero la prosa es un invento. Genial, pero si no se le doma se vuelve corrosiva y deja sólo un bagazo de lo que pudo ser.
Todas las sociedades, a lo largo de toda la historia han tenido poesía... Sólo algunas han tenido filosofía. Imaginar una sociedad perfectamente racional que no hubiera jamás desarrollado poesía es pura ficción y geometría y su puro invento sería poético. No se ha dado. Tampoco se ha dado que una sociedad invente primero el texto y después la poesía. Siempre al revés, porque la lengua existe antes que su escritura, igual que la necesidad de recordar y repetir fórmulas y refranes, formas de la ley y, sobre todo, las formulaciones que dan voz a la estancia de alguien en el mundo. Mucho antes que los argumentos existen los rituales.... Pero, para entrar en el asunto, digamos que, entre otras cosas importantes, Aristóteles inventó dos cosas: Occidente y la prosa. Van juntos.
Quiero hallar las raíces del conflicto en el curso de tres generaciones, dentro de la misma transmisión: Sócrates, Platón y Aristóteles. Tres grados ascendentes de prosificación y racionalidad, de gradual olvido de las funciones sonoras y primarias de la lengua, hasta llegar a la etapa de la teoría que es «todo ojos, todo manos».
La diferencia entre las posiciones es de origen. Partamos de Homero, en los dos primeros versos de la Ilíada:
μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος
οὐλομένην, ἣ μυρί᾽ Ἀχαιοῖς ἄλγε᾽ ἔθηκε,
(La ira canta, diosa, de Aquiles el pelida,
que tantos dolores trajo a los aqueos)
¿Quién canta, cuál es el sujeto? La diosa, no Homero. Lo mismo sucede en la Odisea:
ἄνδρα μοι ἔννεπε, μοῦσα, πολύτροπον, ὃς μάλα πολλὰ
πλάγχθη, ἐπεὶ Τροίης ἱερὸν πτολίεθρον ἔπερσεν:
(Del varón muy versátil cuéntame, Musa, el que mucho
vagó, después de saquear el sagrado castillo de Troya, en versión de Pedro Tapia Zúñiga)
Y lo mismo en la Teogonía, con un plural ritualista:
μουσάων Ἑλικωνιάδων ἀρχώμεθ᾽ ἀείδειν,
(De las musas del Helicón comencemos el canto...)
El poeta es un vehículo. La diosa, o la musa, se entiende, pudo haber hablado, o cantado, a través de cualquiera. La condición de aeda no es, en este universo, un oficio que se adquiera por destreza o voluntad propia. No es propia la voz que anima al poema, y la voz del poema no es la que pronuncia el poeta sino la que escucha, la que le habla a él. Pero contrastemos esto con el Poema de Parménides:
Ἵπποι ταί με φέρουσιν, ὅσον τ΄ ἐπὶ θυμὸς ἱκάνοι,
πέμπον, ἐπεί μ΄ ἐς ὁδὸν βῆσαν πολύφημον ἄγουσαι
δαίμονες...
(Las yeguas, que me llevaron tan lejos como mi ánimo querría desear, me transportaron; así, conduciéndome, me pusieron en el célebre camino de la diosa...)
La diosa le habla a él directamente; lo instruye en lo que debe decir y comunicar a los demás:
Εἰ δ΄ ἄγ΄ ἐγὼν ἐρέω, κόμισαι δὲ σὺ μῦθον ἀκούσας,
αἵπερ ὁδοὶ μοῦναι διζήσιός εἰσι νοῆσαι·
(Pues bien, yo te diré –y escucha mi relato y cobíjalo dentro de ti– cuáles son los únicos caminos de investigación que pueden ser pensados..., en traducciones de Joaquín Llansó)
Un cambio notable: en los poemas de Homero o Hesíodo, el poeta es un vehículo para la diosa o la musa; en los versos de Parménides, es él quien va subido en el vehículo de la diosa, como un auriga y, aunque no gobierna las riendas, va transportado según su voluntad, mientras la diosa se dirige a él para indicarle cómo se debe pensar, por qué vías. De esos «únicos caminos que pueden ser pensados», muchos siglos después se dirá que «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Está en versos, pero Aristóteles se niega a considerarlo poesía. Tenía razón: no es poesía sino carencia de prosa, porque no se había inventado el método que convierte un proceso complejo, lleno de voces que le hablan al sujeto. No es raro que se olvide que la conciencia se forma oyéndose hablar. De hecho, a sus contemporáneos les extrañaba que Catulo se interpelara a sí mismo en sus poemas: «este loco se habla a sí mismo», como si fuera raro o una manía peculiar. Y ¿no hay un olvido semejante, o una ignorancia de la estructura sonora de uno mismo, por ejemplo, en esos locos que «oyen voces» que les ordenan matar? No tengo idea de cómo acercarme a responder tal cosa, pero me queda claro que se trata de un fenómeno reciente, muy moderno, y que, en cambio, abundan en la historia los casos de personas que oyen voces y hallan en ellas no un ataque sino una inspiración. Lo llaman diosa, musa, Yahvé, ancestros... Y es que desde el daimón de Sócrates o la revelación a Jeremías, pasando por las voces que fabulan la conciencia de Montaigne (y su caricatura en Launcelot Gobbo o su exploración en los sonetos), o la jurídica idea kantiana de que la conciencia es un tribunal, pareciera que esa característica, la de escuchar voces, está en la raíz de aquello que llamamos pensar. En una conciencia hay saberes, hay sonoridades; no siempre se trata de lenguaje, habla o palabras. Con más frecuencia de lo que sabemos admitir, repetimos mentalmente sonidos: una sola sílaba necia, musicuchas pegajosas, ruidos, juegos con matrices rítmicas... todos atestiguamos esos fenómenos; sin embargo, cuando hablamos de «pensar», tendemos a creer en un aparente flujo de sintaxis racional, controlada... Nadie piensa así: es una construcción artificial. Y sucedió lo mismo, en otro nivel, con la introducción de la escritura.
Sí, llega un punto en que la conciencia puede comportarse como si estuviera formando un texto y como si estuviera hecha de palabras. Es una técnica aprendida y desarrollada con disciplina y esfuerzo. Pero es un autoengaño. Nadie piensa en palabras, excepto para escribir. Se piensa hablando. Voces que el sujeto enuncia voluntariamente compiten, concurren, con otras voces, que le hablan al sujeto, que lo interpelan, lo incumben, pero no siempre son palabras.
Ese invento de la escritura analítica, que avanza sin tropezar ni refutarse, con pasos secuenciales, ese invento de Aristóteles, que llamamos prosa, es pensamiento. Pero nadie piensa así. Suponer que el pensamiento, o el «íntimo coloquio» (Erasmo), se da en un solo flujo racional es una superstición nacida de una tecnología que, en algún momento específico, comenzó a operar contra natura, como si la vida humana estuviera construida en prosa y la poesía fuera un adorno, una artesanía a partir de un material de uso.
Es notable que, en la Poética, Aristóteles nunca mencione a Platón por nombre. ¿Temor, respeto, ganas de evitar confrontaciones con la escuela filosófica rival? Pareciera que no, porque en otras obras lo confronta de modo directo y sin ambages. En la Poética lo cita, lo glosa y lo refuta continuamente, pero evita su nombre. Mi sospecha, narrativa, literaria, es que evita convocar a su maestro porque no quiere ver lo que Platón ofrece, sobre todo, en el Ion y, un poco menos, en la República como argumentos a favor de una conciencia de la que el sujeto no tiene control cabal. Quizá le enojaba la inspiración, la intervención en la conciencia de algo que no fuera el sujeto consciente. El caso es que Aristóteles menciona «los diálogos socráticos» (no de Platón: «socráticos») solamente para aclarar que no son prosa ni poesía sino algo en medio: «No podríamos, en efecto, aplicar un término común a los mimos de Sofrón y de Jenarco y a los diálogos socráticos, ni a la imitación que pudiera hacerse en trímetros o en versos elegiacos u otros semejantes» (1447b, baso mis traducciones en la de Gacía Yebra, Gredos).
Pero sus querellas anti platónicas principales son dos: la inspiración como fuente del poeta (incluso evita el uso del verbo ἀείδω, o el contracto ᾁδω, y suele preferir el sustantivo μέλος y otros verbos para significar «canto») y el concepto del valor de la música.
Las dificultades de la Poética comienzan pronto, desde la definición de las partes de la tragedia: «Llamo [λέγω δὲ] elocución a la composición misma de los versos, y melopeya [μελοποιία], a lo que tiene un sentido totalmente claro» (1449b). ¿Totalmente claro? Si algo no puede ser entendido ni resuelto en toda esa obra extraña, rota, descompuesta y reparada por los siglos es, precisamente, el caso de la inasible melopeya: la musicalidad de las palabras. Pero de eso me ocuparé más adelante.
Mientras, Aristóteles combate callada pero enérgicamente la idea de que el poeta se mueva por inspiración. Le viene mal a su temple racionalista. Dice que «siéndonos, pues, natural el imitar, así como la armonía y el ritmo (pues es evidente que los metros son partes de los ritmos) desde el principio los mejor dotados para estas cosas, avanzando poco a poco, engendraron la poesía partiendo de las improvisaciones» (1448b). Y lo va a repetir: el poeta tiene una disposición, lo demás viene «lentamente progresando y perfeccionándose», como si evitara el contagio enfermizo e irracional de la inspiración, defendida por Demócrito y, sobre todo, por Platón:
Porque no es una técnica lo que hay en ti al hablar bien sobre Homero; tal como yo decía hace un momento, una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría, heráclea. Por cierto que esta piedra no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal, que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así, también, la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo. De ahí que todos los poetas épicos, los buenos, no es en virtud de una técnica por lo que dicen todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y poseídos. Esto mismo le ocurre a los buenos líricos, e igual que los que caen en el delirio de los Coribantes no están en sus cabales al bailar, así también los poetas líricos hacen sus bellas composiciones no cuando están serenos, sino cuando penetran en las regiones de la armonía y el ritmo poseídos por Dioniso... (Ion, 533d-534a. Uso y corrijo una versión electrónica, sin crédito de traductor)
Aristóteles parece creer que una excluye a la otra: si el poeta es producto de un arte y técnica, puede lidiar con él y con sus producciones, pero si abre la puerta a la inspiración, la manía o la locura, tendría que dar razón de algo que, de suyo, es irracional. No tendría por qué. Piénsese en el ejecutante de música, (y peculiarmente en el músico de jazz), que repite y crea, o cuya mera repetición es recreación, no en el sentido de diversión sino de creación repetida. Pero el músico y la inspiración no le vienen bien a la doctrina aristotélica.
La música comparte con el lenguaje las tres características que enuncia Platón: ritmo, melodía y armonía: «Entiendo por «lenguaje sazonado» [λέγω δέ ήδυσμένον μέν λόγον] el que tiene ritmo, armonía y canto y «con las especies [de aderezos] separadamente», el hecho de que algunas partes se realizan sólo mediante versos, y otras, en cambio, mediante el canto». (1449b). Añade un adjetivo al lenguaje: aderezado, sazonado (ήδυσμένον, la raíz es ἡδύς, dulce). Eso es el secuestro, la negación de la poesía y serviría mejor para definir los ripios y los vicios de los malos poetas. Si el poema abre el acceso al ser, todo lo que no surja por necesidad será superfluo, sin importar su sabor o guiso. Pero Aristóteles parece enamorado de su propio invento: un flujo sintáctico que parece constante. ¿Qué otra cosa podría mostrar mayor inteligencia? Después de su invento, el filósofo que recurra a cualquier escritura distinta —la máxima, el aforismo, el refrán— queda enmarcado como pensador menor; y si hace versos es ridículo. Los recursos narrativos se adecuan bien, si se limitan al ejemplo, la alegoría, etc. según el nuevo modo del estagirita. Genial. La filosofía tiene casa propia y prominente, y es el faro en el centro de los siglos.
Además, la prosa es información: es conocimiento que no depende del excipiente de su enunciación: lo mismo vale la verdad cantada que gruñida, dicha por Agamenón o por su porquero. Y es siempre traducible. Mejor aun: podemos operar una radical división entre forma y fondo. La traducción hace pasar toda la información, no la forma; y la separación de forma y fondo sirve para el universo prosaico, aunque la poesía no sepa concebir esa ruptura. Tampoco el ritual concibe ese corte. Pero sin él no hay Aristóteles: el hylemorfismo (y la idea persistente hasta Descartes, y más acá, del fantasma que tripula una nave de masa, error con el que buena parte de la heredad occidental se ha dejado engañar).
No me interesa la división de los géneros sino algo anterior y determinante: la colocación de la conciencia respecto de las palabras y el lenguaje. ¿Quién habla? Son dos posiciones irreductibles, el poeta y el filósofo. Los inicios de la Ilíada, la Odisea, la Teogonía pueden pasar por recursos ripiosos, repetición formulaica, desde entonces hasta volverse cursilería de malos poetas. Pero eso sucede cuando se ha perdido de vista que la repetición, la fórmula, son el recurso de partida para fijar su ritmo y los acordes, entre los que habrán de insertar lo que convenga en el momento. La improvisación no es absoluta: es un llenado de espacios prediseñados. Es verdad. Mi argumento: sobre la repetición, incluso la más aburrida, machacona, se desenvuelven las experiencias más extraordinarias. Cuando se trata de un recurso ritual. El ritual es una repetición. El uso de mantras, los giros de los derviches, las danzas concheras o los rezos del monje carmelita son una tediosa repetición, pero parecen necesarios para que suceda el gran vuelo espiritual y la doble experiencia del ser y del sentido del mundo.
Y más allá, los poetas están asumiendo un lugar completamente distinto: quien tiene la voz es la musa, la diosa... el poeta es un vehículo o, si se prefiere, el instrumento por medio del cual canta, habla, se expresa una entidad superior a cualquier ser mortal. Es la lengua. El poeta es un recurso del lenguaje y no puede gobernar aquello que lo gobierna.
En cambio, un filósofo no puede sino asumir que la lengua que escribe, o habla, es propia. Gobierna él. Y, aunque desecha la inspiración, los raptos y la aventura de volar, tiene sus propios ripios. A cada rato, Aristóteles inicia otra vez con la fórmula filosófica: λέγω δέ («llamo...» o «entiendo por...»), es decir, la exigencia de que «sólo esto debe ser pensado», la fórmula parmenídea con que el filósofo convierte el lenguaje en recurso propio: cuando digo «tal», significa solamente «esto y aquello»; definimos, entendemos, asumimos... Giorgio Agamben, equivocadamente, dice que las definiciones terminológicas son la poética de los filósofos. Son lo contrario: la negación de la poesía, desde esa posición original, la de tener el lenguaje como recurso propio. Λέγω δὲ... no tiene valor métrico, ni es pausa mnemotécnica: son ladrillos lógicos. Se caracteriza por ser siempre traducible, porque es información en estado puro. Se enuncia como si fuera una metáfora: «como que esto es aquello» (οἷον ὅτι οὗτος ἐκεῖνος, 1448b), pero al contrario de la liberación (mostrar al iniciado la espiga, a modo de revelación eleusina, desatar la catarsis de la tragedia) la función de esta metáfora es aprisionar el significado: que deje de volar, que no se mueva. No es poca cosa. Le debemos las ciencias, el conocimiento objetivo y casi toda la filosofía. Hay quien diría que eso es todo lo que vale la pena, y ni modo de refutarlo en su mismo campo. Su aserto es verdadero y su positividad, pavorosa. Y sin embargo, se trata de una mera colocación, muy específica y sin fracturas, ante el lenguaje.
La otra, de entrada, resulta inabarcable por definición: el lenguaje es mayor que yo, me envuelve como una atmósfera, como un universo. Lo puedo navegar, pero no poseer: soy parte del lenguaje; hablo, de modo que pasa a través de mí y, en su paso, se transforma y me transforma, se define y me dice, se hace a sí mismo y me hace esto que digo ser.
De la tragedia, dice Aristóteles, que se cumple. Es el destino. Pero eso no empata con lo que atestiguamos: Orestes termina absuelto, en la única trilogía completa que quedó; Antígona, Prometeo, Áyax mueren por su propia decisión; Ifigenia revive, o no murió, Filoctetes es rescatado. ¿Qué es lo que se cumple con peripecia, acontecimiento patético y anagnórisis, a qué llama Aristóteles con el nombre de una deidad anterior a los dioses, Ἀνάγκη, y con el adjetivo ἀναγκαῖος: «por fuerza, necesariamente»?
El asunto es más complejo. Pero adelanto una intuición: el cumplimiento tiene que ver con dos cosas: el orden de δράν, como los dorios llaman al acto, la acción. Es decir: que el público sabe lo que ha de suceder, necesariamente, y el poeta no puede cambiar los acontecimientos, sólo escribir el modo, la música de las palabras y la armonía y ritmo en que el drama se cumple —si la tragedia es «drama musical», como dice Platón y como grita Nietzsche—. El cumplimiento de lo que ha de suceder por fuerza tiene, supongo, una doble estructura: es un cumplimiento ritual y es un cumplimiento en el orden de la música: ambos órdenes de cumplimiento son concretos, y no abstractos: un orden en un tiempo.
Existen dudas de si alguna vez Aristóteles asistió a alguna tragedia: durante su juventud, las representaciones se habían suspendido casi por completo en Atenas, por razones políticas, y en su madurez vivía en Macedonia, de donde no se tienen registros de representaciones teatrales. Quizá por eso, a pesar de decir que la tragedia es drama musical, con la misma facilidad sugiere que, para juzgar una tragedia, no es necesario asistir a su representación, que basta con leerla. Tiene muy poca estima por la música. Más allá de la preceptiva literaria y musical, le interesaba esa forma con que la ética se convierte en relación con los demás; es decir: la Política, uno de los libros sin los que Occidente no habría sido. Al final, cuando discute las disciplinas docentes, tira este petardo:
Cuatro son las materias que se acostumbra enseñar: lectura y escritura, gimnasia, música y, a veces, en cuarto lugar, dibujo... En cuanto a la música, podría uno preguntarse por qué. En la actualidad la mayoría la cultiva por puro placer, pero quienes en un principio la incluyeron en la educación lo hicieron porque, como a menudo hemos dicho, la naturaleza misma procura no sólo el trabajo adecuado, sino también estar en capacidad de tener un ocio decoroso... Por esto los antiguos incluyeron la música en la educación, no porque fuera necesaria (no lo es en absoluto [οὐδὲν γὰρ ἔχει τοιοῦτον]), ni tampoco útil (como son la lectura y la escritura para los negocios, para la administración doméstica, para la adquisición del conocimiento y para muchas actividades políticas; ni como el dibujo parece ser útil a su vez para apreciar con mayor acierto las obras de arte [τὸ κρίνειν τὰ τῶν τεχνιτῶν ἔργα κάλλιον], ni en fin, como la gimnasia, que es útil para la salud y la fuerza (nada de lo cual vemos que resulte de la música). No nos queda, pues, sino considerarla como un pasatiempo en el ocio, y que ésta es la razón aparente de haberla introducido en la educación, por estimarla divertimento propio de los hombres libres (1337b–1338a, en traducción de Antonio Gómez Robledo).
Saltan muchas piezas, como si algo se hubiera roto. ¿La música se introdujo en la educación? Para Pitágoras, la música estaba en el origen; para Sócrates era fundamental. Desde luego que Aristóteles no ignora la enseñanza de los antiguos ni el modo en que Pitágoras analoga el Cosmos con la música: el movimiento universal es la música de las esferas. Conoce eso y más, pero no puede, o ya no sabe incluirlo en las formas de racionalidad que él lleva a cabo. La racionalidad letrada y pura de Aristóteles es sorda.
Platón es la zona media, pero Sócrates, persona o personaje, suele referirse con respeto y gratitud para la educación que recibió. Pocas veces incluye las letras; incluso articula una severa crítica a la escritura, porque disminuye la capacidad de la memoria y desvía la inteligencia, y en el Fedro trae a cuento a un malvado dios egipcio, Thoth, que calcula y urde una severa merma de la creciente capacidad humana, y por eso enseñó a los hombres a escribir y leer. Pero Sócrates insiste en varios diálogos, y como homenaje en la Apología, en los dos elementos centrales y originarios de su educación: la gimnasia y la música. Y no se trata de una elección por gusto, o para hacer agradable el ocio:
ὅταν δὴ ἄρα καλῶς ἀρξάμενοι παῖδες παίζειν εὐνομίαν διὰ τῆς μουσικῆς εἰσδέξωνται, πάλιν τοὐναντίον ἢ 'κείνοις εἰς πάντα συνέπεταί τε καὶ αὔξει, ἐπανορθοῦσα εἴ τι καὶ πρότερον τῆς πόλεως ἔκειτο.
Cuando, por tanto, han empezado los niños a jugar como es debido, a través de la música conciben (εἰσδέξωνται) el espíritu de la ley, y al contrario de los que son mal educados, este amor les sigue por todas partes, y conforme va creciendo, endereza todo lo que antes estaba caído en la ciudad. (República, IV, 425a. Modifico la traducción de Gómez Robledo: él traduce εἰσδέξωνται como «reciben»).
Quizá así se comprenda un poco mejor la insistencia socrática en el valor de su educación básica: la música y la gimnasia (que también tiene su chiste: pone el cuerpo en una sintaxis de precisión, pero su relación con el tiempo es distinta de la música, la poesía, la astronomía o el rito). No sólo piensa que la educación musical es importante sino indispensable: a través de la música se concibe la justicia.
Para Aristóteles es tal vez excesivo. No sólo la idea. El modo mismo del planteamiento: no es un silogismo ni aspira a demostración alguna. Sería ridículo arriesgar una definición filosófica con una imagen poética. El uso de la analogía para algo más que ilustrar, o poner ejemplos, es uno de los recursos más endebles de la prosa: apela a la imaginación y a la caridad del otro (y digo «caridad» del modo en que pueda usarla, por ejemplo, Donald Davidson que, aparte de su obra filosófica, durante su juventud trabajó con Leonard Bernstein, para reconstruir Las aves de Aristófanes, con su versión rítmica y montaje en escena y la música de Bernstein). El caso es que Sócrates y Platón proponen una imagen que requiere una imaginación activa: ¿Por qué la música se relaciona o, más aún, vehicula a la idea misma de la justicia? Primero, se trata de una imagen poética: algo funciona, dentro, de modo armónico; segundo, podemos glosar algunas cosas: ambas, música y justicia, se dan en el tiempo, no de modo azaroso ni accidental sino con cierto compás, cierta sincronía. Si se rompe el tiempo, justicia y música dejan de ser, queda el ruido, los aturdimientos: el mal. Ambas son inasibles, invisibles, inefables, pero se comprenden cuando suceden.
Para Platón, cierta música, sí; cierta música, no. Hay una policía: los que se portan bien en la música, se quedan; los que se portan mal, que se vayan. Aquí ya el problema histórico reside en que toda la transmisión es registro escrito. Lo demás no pueden ser sino conjeturas y reconstrucciones. Tenemos una dimensión perdida. Pero este tipo de imaginación ya no es del gusto de Aristóteles: no queda bien en un discurso que comience con λέγω δὲ...
Para atisbar el rumbo de esta dimensión perdida me valgo de otros recursos: con analogías, por vía de comparaciones, con ejemplos sonoros que no buscan transmitir ideas sino ámbitos de pensamiento. La vía discursiva de Aristóteles no sólo no nos sirve sino que queda interpuesta e impide el paso.
ἄνευ λóγου
En el prefacio a su obra Magic, Chesterton dice que hay dos dimensiones literarias: la narrativa y la dramática:
[…] en un relato de misterio, como en una historia de Sherlock Holmes, el autor y el héroe (o el villano) mantienen al lector fuera del secreto. Conan Doyle y Sherlock Holmes sabían todo sobre él, mientras que todos los demás se sentían tan imbéciles como Watson. Pero el drama está construido sobre aquel secreto mayor, llamado ‘ironía griega’. En el drama, el público debe saber la verdad cuando los actores no la saben.
El protagonista de un drama no se va a enterar, lo suyo es no saber. Casi todos pasamos alguna vez —no tengo hijos, pero soy sobrinohabiente— por la historia de leerle un cuento a un niño. Cuando uno introduce un cambio en la lectura, alguna variación léxica, sintáctica o, sobre todo, en el tono y modulación de la lectura, surge la indignación: «así no va»…. Es el mismo cuento… «Así no va». Y la reacción es del orden de la justicia, como si uno estuviera cometiendo una injusticia contra todo, es decir, contra la verdad del cuento y contra el modo en que eso debe ser dicho. Y quizá la sintaxis sea la inversa: el modo de contarlo hace la verdad del cuento.
Otro caso: uno contesta el teléfono y, si es alguien cercano, no pasan cinco segundos sin que se presenten ciertas certezas: sabemos quién es, quizá de qué humor está. Unas cuantas sílabas, un tono, una modulación y uno adquiere noticias en el orden del saber. No sé si se pueda llamar a eso conocimiento, pero esa forma del saber muy rara vez resulta errónea. Ese universo sonoro no pasa, no se puede transmitir con la misma facilidad que el orden del discurso, la información, el pensamiento ya destilado por la escritura. Pero es también un ámbito en donde habita el poema. Y de ahí el reclamo de Bonnefoy.
Intento otro camino. Para ilustrar las dos posiciones me valgo de un dilema, que no es mío. Se pregunta Simon Lancaster («The Art of Rhetoric», en YouTube) por qué es tan fácil mover y conmover multitudes con música popular y tan difícil con un discurso. El arte de la retórica mudó de costumbres hace siglos y, al parecer, el rock es la nueva gran retórica (y a veces la única elocuencia transmisible): mueve y conmueve, une y reúne enormes masas de gente.
Aunque Lancaster se refiere a la música popular, el rock, por ejemplo, quiero ampliar la pregunta a todas las formas musicales. Si nos presentan la disyuntiva de asistir mañana, a determinada hora, a un discurso muy importante de un político muy prominente o a un concierto de un músico favorito. Es decir, puede ir a escuchar en vivo música rock, pop, ópera. ¿A cuál iría la gente? La respuesta, casi invariablemente, (porque no falta el atarantado que quiere ir al discurso) es a la música. Y hallo dos cosas notables: una, la economía del asunto; dos, la forma del gusto y el interés. El público paga por asistir a un concierto; hace colas, se deja esquilmar por revendedores: desarrolla toda una labor y un gasto para asistir. En cambio, la muchedumbre no va a escuchar a un político, a menos que le paguen. Sólo así la gente se dispone a soportar el discurso de un político que, por su parte, necesita la presencia de quien no quiere escucharlo. Es interesante el sentido en que se mueve la economía al comparar lo que ofrecen uno y otro casos. El político está obligado a aportar datos, cuentas, posibilidades y posturas: información, cosas que no se sabían y cosas que se desean. En cambio, ya sé, me sé de memoria tales y cuales piezas de música; es más, las tengo en mis dispositivos, bien grabadas y con sonido limpio, pero igual voy a pagar por ver y oír a tal cantante, o grupo, en vivo, incluso si el sonido es de menor calidad que mi grabación. No obtendré información nueva: voy a pagar por oír algo que ya me sé... Y un hecho importante: el goce de la música es mayor con la música que se conoce. Se goza la repetición.
Cierta repetición… no quiero escuchar Beethoven tocado por los Violines de Villafontana o Celso Piña. El intérprete cuenta. Como Homero. La musa habría hecho mal de escoger a otro aeda…
La repetición no es de contenidos, no es de información. La forma es su sustancia.
La articulación musical (en la música de los siglos XVII y XVIII) era, por una parte, algo totalmente sobrentendido para el músico, quien no tenía más que atenerse a las reglas generales conocidas para acentuar y para ligar, es decir, reglas de la «pronunciación» musical; por otra parte, había y hay, para aquellos lugares en los que el compositor quería una articulación determinada, algunos signos y palabras (como, por ejemplo, puntos, rayas horizontales y verticales y líneas onduladas, arcos de ligado, palabras como spiccato , staccato, legato, tenuta, etc.) que señalaban la ejecución requerida. Tenemos aquí el mismo problema que teníamos con la notación: estos signos de articulación permanecen invariables durante siglos, incluso después de 1800 , pero su significado cambia a menudo de forma radical. Si un músico, por tanto, que no conoce el carácter parlante, dialogante de la música barroca, lee los signos de articulación de esta música como si hubieran sido escritos en el siglo XIX, y eso sucede muy a menudo, entonces su interpretación (erróneamente) pintará, en lugar de hablar. [Nikolaus Harnoncourt, La música como discurso sonoro. Madrid. Acantilado].
Dos ejemplos:
La marcha fúnebre del oratorio Saúl, de Händel. Primero en una versión pinturista
Y en «habla»:
[Una breve incursión en ambas sonoridades: la primera me hace sentir estafado, como el sobrino que oye mal contado su cuento. La interpretación es pinturista, pero no se puede decir que sea mala, o que está mal. Es un champurrado. Pero, ¿y las estatuas griegas con sus colores restaurados? Son horrendas. En puro mármol se ven mucho mejor… pero, para ellos, una estatua descolorida era una aberración.
Para nosotros, lo contrario. ¿Glenn Gould toca a Bach? Robert Graves decía que toda obra artística era una celebración o una profanación. También hay restauraciones que profanan].
Otro ejemplo, un poco más complejo: un músico de los 1800, discípulo de Haydn, quien lo llamaba «ese gran mogol», Beethoven es uno de los primeros, o el primer pinturista. Al fin, tono se predica de color y de sonido. Y encima se queda sordo, como Homero ciego.
El 2o movimiento de la 6a, Pastoral,
La interpretación de Harnoncourt es con una orquesta de jóvenes, más pequeña… Y decide incluir toda la descripción verbal de Beethoven: Symphony No. 6 in F Major, Op. 68 «Pastorale»: II. Szene am Bach: Andante molto moto. «Escena en el arroyo».
La de Herbert von Karajan es pinturista:
¿Son trazos paisajísticos, representativos de colores, movimiento suave, o son, como los hace Harnoncourt, dichter, un habla al lado del arroyo? ¿Piensa Beethoven en un paisaje que deja representado, o es la representación de algo como un monólogo interior, un habla, mientras se halla junto al arroyo?
Y si la expectación no tiene que ver con la novedad, ¿de qué interés hablamos? Quien habla está en constante lucha por mantener el interés de su auditorio; el músico cuenta con ese interés de entrada. Pero el caso es que nuestro interés primordial, en esta comparación que propone Lancaster, no está en el fenómeno de la información. Nos interesa mucho más aquello que no aporta información. ¿Por qué nos conmueve tanto algo que ya nos sabemos? Quizá porque la repetición produce reconocimiento, y el reconocimiento es una confirmación del ser: vuelvo a ser yo, y reconozco la continuidad de mi persona a lo largo del tiempo, y la confirmo en el goce que me produce la música. Porque, además, en particular la música coloca a la persona ante ciertos asuntos fundamentales: la verificación del ritmo, la felicidad de la melodía y, particularmente, la intuición de la armonía: cosas disímiles que, juntas, producen algo superior a la suma de sus partes. Y junto a esto, la percepción del tiempo. Quizá sea esa confirmación de ser, ese reconocimiento, pero dado en el transcurso del tiempo y no como entidad susceptible de definición. En eso consiste el valor de los rituales: confirman la existencia en el tiempo y aportan la intuición de una eternidad.
Esta dimensión no puede ser reconstruida, lo único que podemos hacer es generar analogías. Lévi-Strauss decía que los mitos deben leerse como una partitura: de arriba abajo, de izquierda a derecha; se leen las armonías y el avance del ritmo y de la melodía. Pero aunque Lévi-Strauss abre la puerta, insiste todavía en el código de la escritura. La música de la que habla Lévi-Strauss es un correlato de algo que antes ya está codificado, escrito. Quedan varias preguntas: una, yo no tengo problemas para hablar con un ciego, pero no sé cómo hablar con un sordomudo. Hay esta dimensión del lenguaje, de la lengua, con la que nosotros nos traicionamos al pensar diciendo que pensamos en palabras. No. Pensamos en habla. Las palabras son una forma de la codificación y ninguna lengua, en sus escrituras primitivas, diferenciaba entre vocablos, entre palabras. Los mismos griegos empezaron a escribir el texto todo corrido, hasta que sucedió la genialidad de dividir y articular ya en palabras individuales. Y con la música sucedió algo semejante: la notación musical no sólo es tardía sino que incluso imprime un modo distinto de articular los sonidos. Por ejemplo, compárense dos versiones de la misma música. Una, cantada por monjes benedictinos (curadores de la tradición de la música modal y el canto gregoriano):
«Vespers: Deus in adjutorium» en YouTube
y el uso, completamente distinto en su articulación y tono (ya no «modo»), que adquiere la misma música cuando ha sido escrita en el sistema de notación tonal. Monteverdi retomó el oficio de Vísperas:
[Monteverdi: Vespro della Beata Vergine - 1. Deus ad adjutorium meum - René Jacobs]
El universo oral y sonoro no puede ser reconstruido, pero hay tres momentos que me interesa mostrar. Voy a señalar unas grabaciones de los pigmeos aka, hechas en los años setenta. Se consideraban la tribu más primitiva del mundo: no tienen escritura, no fabrican instrumentos musicales, no trabajan ninguna especie de metal, sus ropas no son de hilo ni tejidos sino pieles curadas.
La primera es una función sonora interesantísima. No hay palabras sino dos tipos de sonido: una suerte de canción y una suerte de ladrido o imitación de perro. Lo que están haciendo, lo que se escucha, es una caza nocturna. Es producción de sonido. Sólo sonido. No hay palabras –porque creen que si el animal los oye hablar, ya no se lo pueden comer– y no es música. ¿O sí? Se comunican entre ellos y buscan no asustar al venado, a menos que se vaya a escapar y, entonces, el sonido es el ladrido. Y logran cazarlo, en la noche, con muy poca visión, comunicándose de esta manera.
Zoboko: Mogombi (Appels de chasse)
Claude Lévi-Strauss mostró que no existen las lenguas primitivas. Toda lengua es capaz de expresar el universo entero y todas sus posibilidades. Quizá suceda lo mismo con la música. El siguiente vínculo es de la misma tribu. Son dos mujeres, cuya función es limpiar la ropa, tundiéndola, y arrullar a los niños (dos actividades que parecerían contrarias: una que hace ruido, la otra que fomenta el descanso y el sueño). Son armonías complejas, contrapunto y polifonía.
Es bellísimo y conmovedor. De aquí sale una serie de discusiones interesantísimas acerca de la transmisión matrilineal, la cultura de los cazadores, la épica y la cultura de las mujeres que cultivan tierra y dan vida. Lo siguiente es el resumen de muchas otras cosas. Es el viejo de la tribu encargado de relatar a los niños el origen de la tribu, su historia: quiénes son, de dónde vienen. Y tiene tres momentos. El viejo relata el mito, con la música, la tribu participa en el rito y desemboca en algo que podemos creer análogo a la función catártica con que Aristóteles distingue a la tragedia. De modo que aparecen juntas la narración, la representación dramática y la función musical.
Chantefables: Nanga-ningi (Taille fine)
En unos cuantos minutos atestiguamos, sin entender una sola palabra, algo intraducible. No es información sino imaginación pura. No es difícil suponer que, incluso sin estos comentarios, alguien podría adivinar que se trata de un ritual, una ceremonia y que desemboca en una catarsis. La narración no cambia: la historia de la tribu ha sido contada miles de veces; la participación en el drama musical tampoco cambia: es un rito establecido y repetido mil veces, igual que la respuesta de quienes participan en la excitación final, que resuelve la ceremonia: que sea una repetición no le resta entusiasmo. Al contrario.
Esa es la dimensión perdida en Aristóteles y en todo lo que sea prosa: no existe por escrito, se puede glosar y relatar (en el sentido de δράν) pero es irrecuperable; y esa es la forma que puede desembocar en la catarsis. Quizás Aristóteles no comprendía el asunto, pero Sócrates sí y, desde luego, los trágicos: la producción musical, sonora, tiene un valor de acto y presencial que no son susceptibles de traducción, ni glosa, ni puede manejarse como información.
De estas grabaciones no entendemos ni una sola palabra y, sin embargo, podemos intuir de qué se trata. Incluso sin las explicaciones, quizás alguna una idea clara se habría formado, por la pura sonoridad. sAlgo así nos sucede a nosotros respecto de la tragedia, y del griego, pero al revés: tenemos la información, las glosas y traducciones de todo, pero nos falta el registro sonoro.
La repetición forma tradiciones; las tradiciones, culturas. Pero dependen de su verificación, de que las iteraciones se sucedan porque, sin el acto que convierte el mito en rito, las civilizaciones decaen y colapsan. Se pierde todo y luego hay que recoger los pedazos. Menandro, en la reescritura de Jaime García Terrés:
Para saber quién eres,
investiga
las tumbas a lo largo del camino.
El caso es que el caos obligó al orden. El Occidente cristiano se quedó sin la lengua que hablaban sus evangelistas y necesitaba reconstruir su religión, su origen y el pensamiento que le tocaba en lote. Pero ya nadie hablaba griego como lo hablaron Pablo, Lucas o Juan, a su vez distantes de Sócrates, Platón o Aristóteles. La diferencia era tan grande como la que existía entre el latín y las lenguas romances. Y ¿cómo se pronuncia en griego? Se formaron dos escuelas irreductibles. Los protestantes querían, además, que cada persona se relacionara directamente con la lectura de la Biblia; los católicos, un rescate canónico, un texto que sus teólogos pudieran leer y establecer definitivamente.
Reuchlin reconstruye desde un griego itacista, modernizado después de 20 siglos de importar cada vez menos. Pronuncia la éta como «iita», todos los diptongos con iota o ypsilon como i, (excepto ου, que suena u, y αυ, que le suena a «af»: pronuncia αὐτοῦ como «aftú»). Erasmo establece otra pronunciación: cada vocal con su valor sonoro semejante al de las lenguas romances (con un par de variaciones: la υ suena como la u francesa actual (entre i y u); y el diptongo ου produce la u)... Desde luego han quedado perdidos todos los rastros del modo en que Manuel Crisoloras, o Leonardo Bruni, o Marsilio Ficino pronunciaban el griego que sembraron de nuevo en Occidente. Ni rastro del habla y su sonido. Textos solamente. Y traducciones.
Pero la poesía había renacido con las lenguas vulgares y, con ellas, también el contrapunto, que nunca desapareció de la ejecución musical popular, pero sí de la escritura de la música y del canto de iglesia. La reconstrucción del griego se había quedado sorda. Indicios, breves avances y, un poco más adelante, para el siglo XVIII, la filología comienza a formar una disciplina de banderas desplegadas por todo lo alto.
De toda la literatura, el ámbito musical del poema es lo que menos sobrevive. Se pierde pronto su valor sonoro, pero aparece por otro lado. Estas grafías sin equivalente sirvieron por dos motivos: uno, porque, como partes de versos, o versos completos, se podía deducir algo parecido a su carga acentual y la intuición de algunas tonalidades. Arqueología de los fonemas. Desde ahí parte William Jones (The Sanskrit Language, 1786), que aprende sánscrito y comienza a adivinar un árbol filológico que emparenta textos indios e iranios con las lenguas germánicas. Dos décadas antes, Winckelmann descubrió, o inventó, el modo de leer piedras y ruinas. El equivalente lingüístico de los fragmentos de la arqueología no eran los textos sino los fonemas. Sin la fonética no tenía sentido seguir. Hay dos vías: lo que cuentan los cuentos y leyendas, y las palabras y modos de habla con que las historias deben ser contadas. La notable persistencia —como leerle su libro al niño— de ciertos recursos sonoros: los tonos de voz, los gruñidos, los ruidos del bosque, el viento... Los hermanos Grimm no eran cuentistas sino filólogos; sobre todo Jacob, el mayor. Él —formalizado por Rask y Bopp— descubre que las palabras siguen una ruta común de derivación fonética. De nuevo: el sonido de la lengua, el habla, pues, se vuelve indispensable. Y logra dos cosas: primero, descubrir y formalizar los tres grados de cambios vocálicos y variaciones consonánticas que se dan en las lenguas indoeuropeas (los llamados grado e, grado o y grado cero: de modo que podemos saber que de una palabra germánica como Geist puede derivarse el inglés Ghost, pero nunca al revés); en segundo lugar, rescatar la sospecha de que el sonido, la pronunciación, la fonética son el espíritu de las lenguas, no la escritura que las fija sino el habla que les da vida. La filogenética es una disciplina lingüística, antes que biológica.
Los filólogos inician una nueva forma de recuperar la historia, a través de las formas sonoras del habla: dejan de pensar en la transmisión como si fuera un objeto que se recibe y entrega en el tiempo para imaginarlo como algo fluido, como la corriente de un río, con remansos, aguas rápidas y lentas, remolinos y meandros, pero siempre avanzando en un mismo sentido. Y, aunque largo, no es difícil mostrar que los filólogos posibilitaron el idealismo de Fichte, Schelling y Hegel, o la vitalidad del romanticismo alemán. El punto es que, en la búsqueda de la sonoridad, la auscultación del tiempo cambió el esquema (racionalista e ilustrado) por la evolución, el progreso, el desenvolvimiento.
Una de las claves: la pregunta por los ruidos escritos. ¿Qué sentido tiene escribir letras sueltas, sonidos vocálicos sin significado? Es decir, un grito de guerra, un llanto, las exclamaciones guturales de la rabia, y ponerlas allí, junto con los textos elocuentes. ¿Por qué un autor con sobrada capacidad recurre a sonidos vocálicos, guturales, ruidos proferidos o balbuceos, en vez de palabras? ¿Por qué podría añadir algo distinto a la elocuencia o valor expresivo de una obra escrita? Lo han hecho Homero y Eurípides, Dante y los poetas concretos o Huidobro. No tiene sino la función de mostrar algo que debe ser escuchado, a pesar de que su valor textual, traducible, sea nulo.
Y junto con todo esto, la certeza creciente de un origen distinto al de la supuesta tradición: el indoeuropeo. Son herederos —a little learning is a dangerous thing— de guerreros y reyes, pueblos con una estratificación social vertical, forjadores de metales, cuidadores del fuego. Heródoto los llamó —eso creyeron— los arioi. Se habla de ellos también en los vedas, pero no en la Biblia. Hay que desechar la invasión espuria: los pueblos germánicos no tienen ningún vínculo con los pueblos semitas. El cristianismo entra en crisis. Sotto voce se va formando una nueva ideología y, en sus orígenes, parece una iluminación pura: el fuego zoroástrico del bien, que surge para disipar las tinieblas de los siglos.
Dos cosas emergieron de todo eso: una nueva idea de la traducción poética y una ideología del espíritu de los pueblos. La primera surge tras la certeza de que nunca podremos saber qué escuchaba un ateniense cuando asistía al teatro, y no tiene caso la obediencia a la traducción literal; lo mejor es recrear: hacerlo de nuevo, reinventar a nuestros ancestros y escribir poemas vivos con ellos: Schiller, Hölderlin, Heine. Nietzsche quería que Wagner fuera precisamente eso: un nuevo Esquilo. Los Schlegel, Tieck y otros se dan a la tarea de rehacer y reescribir la creación literaria de la que se vuelven herederos, reconstruyéndola. De hecho: reificándola (el verbo en que suele solaparse Theodor Adorno) al grado de que la reescritura y reelaboración dejó la sospecha de que Calderón de la Barca era tan grande como Shakespeare —sospecha que surge de las traducciones y los textos, pero que se vino abajo cuando se comparó a uno y otro sobre las tablas.
Desde el siglo XVIII se genera una alianza espléndida para la lengua alemana: la incorporación del pueblo al espíritu de la cultura (Goethe afirmaba que equivalía al coro de las tragedias: capaz de alzarse a la poesía y al discurso alto y arduo) y la voluntad de rehacer una civilización desde sus orígenes demóticos y populares.
Uno de los primeros grandes éxitos fue la Flauta Mágica: con singspiel (combinaciones de canto y habla; originalmente un género popular, como la zarzuela, por ejemplo), elementos no sólo cultos sino masónicos e iniciáticos (un Zarastro en Egipto, que canta a Isis y Osiris), una mezcla de cuento popular, que cualquiera podía entender, con mensajes de filosofía oculta que sólo algunos podían devanar. Goethe admiraba la Flauta Mágica y se dio a la tarea de escribir una segunda parte, porque consideraba que una obra tan alta y tan popular no podía quedar en manos de un poeta de segunda, como Schikaneder. Pero Goethe siempre supuso que todo otro poeta era inferior a él. Schikaneder no es ningún torpe; el libretto no está nada mal y, de hecho, intervino en varios puntos clave de la composición musical: introduciendo, precisamente, elementos fonéticos (apofonías, expletivas, trinos y tartamudeos) que funcionaron como enganche para la identificación del público con la obra. ¿Qué habría salido de una colaboración entre Goethe y Mozart? ¿Habría funcionado una obra así, sin las supuestas «vulgaridades» del «poeta menor»? Para el encuentro entre Papageno y Papagena, Mozart había escrito una música en tonos mayores, con admiraciones y enamoramientos. Schickaneder interviene y lo convence de escribir un balbuceo, un tartamudeo:
Es la una gran ópera escrita para las masas de lengua alemana, y no para la aristocracia. El final del XVIII y el inicio del siguiente siglo son la era revolucionaria que, para los pueblos germánicos, se trata de la construcción de un Geist, un espíritu, un Volk y Heimat (entre las palabras medallón del romanticismo y el idealismo alemanes), mucho más que el afán de sacudirse reyes, clero o aristocracias.
Pero no deja de emerger la dimensión perdida. Sigo con la misma obra: La flauta mágica. Y tres ejemplos de la famosa aria «Der Hölle Rache» (La rabia infernal) de la Reina de la Noche:
El primero es de 2011. La soprano es Patricia Petibon, en una sesión de estudio.
El segundo es de 1964, con Lucia Popp:
Entre estas dos versiones hay una sonoridad compartida. Entre ambas sopranos, aunque medien 50 años, la articulación y el tiempo son básicamente iguales. Entre una versión y otra hay quizá diez, quince grabaciones de calidad y, desde hace ya casi un siglo, el modo de interpretar esta aria es consistente. Cada soprano y cada director conoce las otras versiones. Las diferencias técnicas, de tiempo y articulación son muy menores. Pero el tercer ejemplo es el que más me interesa aquí. Es quizá la primera grabación de esta misma aria, por ahí de 1906. La cantante es María Galvany, una soprano catalana, famosa y amada en su época: una diva. Y, pese a que la grabación es muy defectuosa, podemos darnos cuenta de que se trata, pese a todo, de una estupenda voz, con una agilidad pasmosa; la orquesta es apenas un farfulleo de fondo, pero vale la pena repetir que la Galvany es una de las grandes intérpretes del cambio de siglo pasado.
En una entrevista, Harnoncourt recuerda una presentación especial, antes de un función de La Flauta Mágica: «había como 2500 personas en la sala y un hombre dijo: ‘A ver qué piensa usted, Maestro, de esto’. Y comenzó aquello...». Harnoncourt relata que los rostros del público se transformaron en un puro azoro y, después, en risas. Y continúa: «¡Fue fantástico! ¡Era perfecto! Me quedé anonadado: nunca había oído algo así. El público seguía riéndose. Todos se reían». Harnoncourt compró una grabación de la Galvany y se la llevó para ponerla a sus discípulos, en Viena, y el resultado fue el mismo: se reían. «Y era una interpretación verdadera; la audiencia debería haberse admirado, debieron haber gritado: ‘¡Fantástico!’, pero apenas la hallaron chistosa. ¿Por qué? Porque era otro modo. Distinto, sin duda, pero tal vez —sólo tal vez— eso era precisamente lo que Mozart había querido componer cuando escribió el aria.»
No sabemos qué es lo que compuso Mozart. Tenemos la partitura, que no ha cambiado en nada, y sin embargo, uno de los mayores intérpretes, e historiador con una inmensa cultura musical, que cambió afinaciones, tiempos, articulaciones para reconstruir la música barroca y clásica, se pregunta qué pudo haber escuchado Mozart cuando escribió esa aria.
Desde luego, la era de las grabaciones asequibles cambió todo. Con seguridad, cualquier amante de la ópera ha escuchado La Flauta Mágica muchas más veces que el mismo Mozart. Toda la música que uno ama queda a dos botones de distancia. Clic.
También con la música ha sucedido lo que Sócrates advertía con el mito de Thoth: la disponibilidad fija y constante de los registros y los archivos lleva al descuido de la capacidad personal; así como la escritura opera, a la vez, a favor y en contra de la memoria, también la accesibilidad de la música ha llevado a un descuido en la capacidad de escucha. No es lo mismo pulsar un botón cuando a uno se le dé la gana, que asistir al concierto, o al teatro, cuando no se sabe si algún día uno podrá escuchar de nuevo esa obra. Para el mudo actual, poblado de repeticiones a voluntad, resulta peculiarmente difícil imaginar la atención y la vehemencia con que un griego habría asistido al teatro, o un austriaco del XVIII a la ópera. Es decir: nosotros no solamente tenemos más registros y más archivos al alcance de la mano, también los valoramos menos: no son tesoros únicos e irrepetibles. Para nosotros, la repetición es una forma del aburrimiento, porque nuestra disposición hacia la obra, la música, el poema, tiene apenas restos de la posición ritual y, en consecuencia, la catarsis se vuelve cada vez más difícil: desde el Tedio de Baudelaire, que se traga al mundo mientras bosteza, hasta los Rolling Stones y esa suerte de himno de nuestra civilización: «(I can’t get no) Satisfaction» (and I try, and I try).
Me doy cuenta de que incurro en territorios donde Heidegger y la escuela de Frankfurt cobran peaje. La lucha de la tecnología, la guerra del capitalismo. No pienso detenerme aquí. Voy a otro lado, muy específico: la tronante afirmación de Theodor Adorno, hacia el final de un artículo complejo y confuso:
Cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu, y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara (idle chatter). La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo sucedido en Auschwitz, escribir un poema es un acto de barbarie, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. La reificación absoluta, que presuponía al progreso intelectual como uno de sus elementos, actualmente se prepara para absorber por completo la mente. («La crítica de la cultura y la sociedad», en Prismas. Traducción de Manuel Sacristán. Ariel).
Adorno había dicho, unas líneas antes, que la sociedad actual se había convertido en una «prisión al aire libre». Insistir en la producción de obras en la misma cultura que produjo Auschwitz implica participar en la continuidad que perpetúa lo sucedido. Años después, en 1966, recula y se radicaliza: «quizá haya sido un error afirmar que, después de Auschwitz no se puede escribir poesía. Pero no es un error formular la cuestión de si se puede seguir viviendo después de Auschwitz».
La tragedia no es una tesis o un problema a resolver. Son de marginal importancia el juicio moral o el veredicto judicial. Aquello que ha cumplirse es el ritual que conmueve y libera. El horror, el pavor carecen de sentido. Adorno tiene razón. Pero es todo lo que tiene: razón, un largo λέγο δέ...
El artículo de Adorno es de 1949; el año anterior se había publicado «Todesfugue», uno de los poemas que harán la huella del siglo XX. Los comentaristas de Adorno se dividen en dos: unos creen que su crítica tenía como objeto las Cuatro últimas canciones, de Richard Strauss, otros afirman que su rabia era este poema de Paul Celan. El poema es una fuga, que en sentido musical es lo contrario de la huida... Es la recreación polifónica de una o unas pocas voces de igual importancia que se desarrollan y contrapuntean en distintos tiempos y en distinto tono.
Mi interés, como no entiendo el alemán, es generar una analogía con la poesía y la tragedia griega; puedo acercarme por partes: la traducción del texto es el nivel primario, por completo insuficiente, pero indispensable (es el modo que critica Bonnefoy: suponer que el poema es un texto); por otro lado, escuchar el poema en su sonoridad, aunque no comprenda nada, provoca una intuición (como sucede con la caza, los arrullos y el ritual de los pigmeos aka) que no tiene que ver con el conocimiento, pero sí con el saber: algo en el orden de la escucha que nos relaciona con una verdad no traducible.
«Paul Celan (Fuga de la muerte)» en YouTube:
Fuga de muerte
Leche negra del alba la bebemos al atardecer
la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
Cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas silba llamando a sus perros
silba y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad ahora música de baile
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarete
Tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una fosa en los aires allí no hay estrechez
Grita cavad más hondo en el reino de la tierra los unos y los otros cantad y tocad
echa mano al hierro en el cinto lo blande tiene ojos azules
hincad más hondo las palas los unos y los otros volved a tocar música de baile.
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y a la mañana te bebemos al atardecer
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete tu cabello de
ceniza Sulamita él juega con serpientes.
Grita tocad más dulcemente a la muerte la muerte es un amo de Alemania
grita tocad más sombríamente los violines luego subiréis como humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes allí no hay estrechez
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un amo de Alemania
te bebemos al atardecer y a la mañana bebemos
y bebemos la muerte es un amo de Alemania su ojo es azul
te alcanza con bala de plomo te alcanza certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarete
azuza sus perros contra nosotros nos regala una fosa en el aire
acosa con las serpientes y sueña la muerte es un amo de Alemania
tu cabello de oro Margarete
tu cabello de ceniza Sulamita.
Traducción de Jesús Munárriz
Queda la idea de que algo hubo ahí que quizás valió la pena, pero esto no es el poema. Es un registro. Ahí está la información completa. Si el poema fuera un texto y un discurso, un escrito, bastaría con lo eso...
La siguiente grabación sirve como instancia medianera. El inglés tiene sus ventajas, entre otras, le resulta muy natural generar juegos rítmicos, y la traducción es muy buena.
«Galway Kinnell Reads «Todesfuge» (Death Fugue) By Paul Celan». en YouTube:
Death Fugue
Black milk of daybreak we drink it at nightfall
we drink it at noon at morning we drink it at night
we drink it and drink it
we are digging a grave in the sky there’s plenty of room to lie down there
A man lives in the house he plays with his snakes he writes
he writes when the night falls to Deutschland your golden hair Margarete
he writes it and goes out from the house the stars glitter he whistles his dogs up
he whistles his Jews up he barks dig a grave in the air
he commands us to strike up for the dance
Black milk of daybreak we drink you at night
we drink you at morning and midnight we drink you at night
we drink you and drink you
A man lives in the house he plays with his snakes he writes
he writes when the night falls to Deutschland your golden hair Margarete
your ashen hair Shulamith we’re digging a grave in the sky there’ll be plenty of room to lie
[down there.
He shouts you there dig the hole deeper you others you sing and you play
he grabs for the shaft in his belt he swings it and blue are his eyes
dig the hole deeper you there and you others play up for the dance
Black milk of daybreak we drink you at night
we drink you at midday and morning we drink you at nightfall
we drink you and drink you
a man lives in the house your golden hair Margarete
your ashen hair Shulamith he plays with his snakes
He shouts play sweeter death’s music death comes as a master from Deutschland
he shouts stroke darker the strings and you will rise as smoke in the sky
you’ll have a grave in the sky there’ll be plenty of room to lie down there
Black milk of daybreak we drink you at night
we drink you at noon death comes as a master from Deutschland
we drink you at nightfall at morning we drink you and drink you
a master from Deutschland death comes and blue is his eye
he pumps you with lead shoots you dead on the mark
a man lives in the house your golden hair Margarete
he sets his dogs on us gives us a grave in the sky
he plays with his snakes he dreams death comes as master from Deutschland
your golden hair Margarete
your ashen hair Shulamith
Trans. Michael Hamburger (tweaked by Galway Kinnell)
El filósofo –ahora no es Aristóteles sino Theodoro Adorno– dice que escribir poesía, después de Auschwitz, es un acto de barbarie. Después lo discute varias otras veces. La respuesta de Paul Celan es este poema. Puedo darme cuenta que alguien habla musicalmente, en alemán, pero no sé qué está diciendo. Tengo una dimensión perdida: del griego podemos tener, recuperar y transmitir la información, pero nunca la musicalidad. Como analogía de que la tragedia funciona, existe y se cumple, propongo el poema (es la voz de Paul Celan):
«Todesfuge - Paul Celan» en YouTube:
Todesfuge
Schwarze Milch der Frühe wir trinken sie abends
wir trinken sie mittags und morgens wir trinken sie nachts
wir trinken und trinken
wir schaufeln ein Grab in den Lüften da liegt man nicht eng
Ein Mann wohnt im Haus der spielt mit den Schlangen der schreibt
der schreibt wenn es dunkelt nach Deutschland dein goldenes Haar Margarete
er schreibt es und tritt vor das Haus und es blitzen die Sterne er pfeift seine Rüden herbei
er pfeift seine Juden hervor lässt schaufeln ein Grab in der Erde
er befiehlt uns spielt auf nun zum Tanz
Schwarze Milch der Frühe wir trinken dich nachts
wir trinken dich morgens und mittags wir trinken dich abends
wir trinken und trinken
Ein Mann wohnt im Haus der spielt mit den Schlangen der schreibt
der schreibt wenn es dunkelt nach Deutschland dein goldenes Haar Margarete
Dein aschenes Haar Sulamith wir schaufeln ein Grab in den Lüften da liegt man nicht eng
Er ruft stecht tiefer ins Erdreich ihr einen ihr andern singet und spielt
er greift nach dem Eisen im Gurt er schwingts seine Augen sind blau
stecht tiefer die Spaten ihr einen ihr andern spielt weiter zum Tanz auf
Schwarze Milch der Frühe wir trinken dich nachts
wir trinken dich mittags und morgens wir trinken dich abends
wir trinken und trinken
ein Mann wohnt im Haus dein goldenes Haar Margarete
dein aschenes Haar Sulamith er spielt mit den Schlangen
Er ruft spielt süsser den Tod der Tod ist ein Meister aus Deutschland
er ruft streicht dunkler die Geigen dann steigt ihr als Rauch in die Luft
dann habt ihr ein Grab in den Wolken da liegt man nicht eng
Schwarze Milch der Frühe wir trinken dich nachts
wir trinken dich mittags der Tod ist ein Meister aus Deutschland
wir trinken dich abends und morgens wir trinken und trinken
der Tod ist ein Meister aus Deutschland sein Auge ist blau
er trifft dich mit bleierner Kugel er trifft dich genau
ein Mann wohnt im Haus dein goldenes Haar Margarete
er hetzt seine Rüden auf uns er schenkt uns ein Grab in der Luft
er spielt mit den Schlangen und träumet der Tod ist ein Meister aus Deutschland
dein goldenes Haar Margarete
dein aschenes Haar Sulamith
Queda la tragedia en su representación. Nosotros tenemos acceso directo a la traducción española. La distancia es insalvable, quizá ni con la mejor traducción pudiéramos acercarnos al poema. En poco, pero podemos ayudarnos con la versión inglesa, mucho mejor y, dadas las características del inglés, con sus palabras breves, con ese staccato silábico, percibir alguna música rudimentaria, mucho más machacona que el original. Pero la obra es, además de una brutalidad insoportable, una musicalidad (quizá eso era la melopeya) compleja, inteligente y profunda. La historia está contada. No es un relato. No es información. No es el análisis moral, la crítica política... Es el rito de la escucha. Es esa música del lenguaje al que pertenece el poeta.
A pesar de que no sepa uno ni un poco de alemán, algo está en su lugar justo, (λόγου τε καί άρμονίας καί ῥυθμοΰ). Adorno lo sabe. Algo sabe, pero aplica la única herramienta que sabe operar: la prosa. No puede, o no quiere imaginar que algo irracional, no traducible, sea otra cosa que lo contrario a la razón que tiene lugar en la prosa.
Es un animal peligroso el filósofo: cree que la prosa es el estado natural de la conciencia. Lo que lleva a Auschwitz no es Grimm ni Schlegel; no es la urgencia musical de Schopenhauer ni los deliquios poéticos de Hegel; tampoco Wagner, tampoco Nietszche. En una carta a Thomas Mann (1 de agosto, 1950), dice Adorno que «[Horkheimer, Gadamer y yo] intentamos despejar aunque fuera un poco el disparate que representa ver en él un padre del linaje nazi». Ninguno de ellos sino sus lectores prosaicos: es el abandono de la poesía. Es la prosa. Es la idea de que todo lo que hay en la lengua puede ser controlado racionalmente por alguien: un rey filósofo, un Meister aus Deutschland. Es el olvido culpable de la posición ritual, la repetición, la obediencia al oído, si es que fuera verdad que sólo a través de la música se comprende la justicia.
Pero también es verdad que Walter Gieseking —relata Steiner, que no sabe cómo salir del emparrado de la prosa, porque con mucha frecuencia lee los poemas como textos y como información— tocaba Debussy mientras se escuchaban los lamentos de los prisioneros en los vagones del tren. Verdad completa. Sólo puedo creer que aquella música era el «pasatiempo en el ocio», que dice Aristóteles, la música como entretenimiento, que enervaba a Adorno. El viñedo del texto (Illich), la página de la prosa ha quedado en un erial cercado. Adorno, atrapado en su fundo, en su prosaico erial, prefiere la tierra que se quedó estéril y condena la vitalidad agreste, el ritual y la regeneración de la memoria, justo en lo que más amaba: la música. Pero no hay música en prosa.