En este ensayo el filósofo Luis Xavier López Farjeat discurre acerca del origen del lenguaje y de las lenguas a partir de diversos relatos religiosos, históricos y literarios. Se pregunta por los límites de la aproximación filosófica al lenguaje e introduce aquello que denomina, inspirado en Henri Meschonnig, una «embestida teológica al lenguaje». De la mano de algunos relatos bíblicos insiste en la necesidad de restablecer el vínculo entre la palabra y la persona encarnada.
(…) decimos que hay cierta forma de lenguaje que fue creada por Dios junto con la primera alma y digo forma en cuanto se refiere a los vocablos de las cosas, a la pronunciación de dicha construcción y tal forma los que hablan en toda lengua, si no hubiera desaparecido a causa de la presunción humana.
Dante, De vulgari eloquentia I.VI
Nada nuevo se puede decir sobre el lenguaje. Pero seguimos hablando acerca de él. Hablamos del lenguaje y de las lenguas. También sobre las palabras. Hablamos mucho menos del espíritu de las palabras. Escasamente retomamos la antítesis entre palabra y espíritu. Filósofos, filólogos, lingüistas, a todos les importan las palabras, su materialidad. Quiero volver al espíritu de las palabras, retomar un camino olvidado, aquel que se construye a partir de la perpetua intersección entre la filosofía y los relatos, algunos de ellos religiosos. Hay una interpretación filosófica de aquella clase de relatos, pero también los propios relatos penetran la reflexión filosófica. Intento desplegar algunas reflexiones, digresiones y apuntes personales en aras de algo así como una «embestida teológica al lenguaje». Valga la provocación.
1
Se lee en el segundo capítulo del Génesis que tras moldear a todos los animales silvestres y a todas las aves del cielo, Dios presentó todas esas creaturas ante el hombre. Cada una de ellas recibiría el nombre asignado por Adán. La institución de los nombres pudo haber sido arbitraria. No obstante, Génesis 2, 19 podría sugerir que los nombres que Adán dio a las creaturas designaban su esencia: «lo que el hombre llamara a cada criatura viviente, ese habría de ser su nombre». Adán, quien a esas alturas del relato no tenía aún compañera, conocía a la perfección todas y cada una de las creaturas y les asignó nombres que expresaban lo que eran. El nombre entonces designaba a cada creatura, sin lugar a equívocos. Los nombres no fueron instituidos a través de un consenso entre Eva y Adán. Eva, en todo caso, conoció por Adán el lenguaje perfecto del jardín del Edén. ¿Cuál habría sido ese lenguaje? ¿Era el mismo utilizado por Dios para hablar con el primer hombre? ¿Habrá sido el mismo en el que Eva habló con Satán?
Los pasajes del Génesis sugieren que ese lenguaje perfecto y universal es el que habrían usado Adán, Eva y sus descendientes, al menos hasta el surgimiento de las lenguas. Ya en Génesis 10, al hablar de los descendientes de Noé, se dice que sus hijos se dispersaron por diversas islas y que cada uno formó su propia nación con su respectiva tierra y su propia lengua. ¿Qué tan distintas habrían sido esas lenguas entre sí? Curiosamente, el capítulo siguiente narra la historia de la Torre de Babel. Génesis 11, 1 dice que «Toda la tierra empleaba la misma lengua, las mismas palabras». Tres versículos más adelante el relato explica que, con la construcción de la Torre, se quería evitar la dispersión de los pueblos por toda la tierra. Pero Dios, al ver lo que habían logrado los seres humanos con aquella edificación, confundió sus lenguas y no sólo dejaron de entenderse unos y otros, sino que también se dispersaron.
Génesis 10 y 11 presentan dos historias distintas sobre el origen de las lenguas: en la primera, éstas surgen tras la dispersión de los descendientes de Noé; en la segunda, la confusión de las lenguas da lugar a la dispersión de los pueblos. La confusio linguarum se entiende, por lo general, como un castigo divino. Y, por siglos, toda clase de teorías acerca de cuál habría sido el lenguaje originario han ido y venido, de Filón de Alejandría a Umberto Eco y George Steiner, pasando por san Agustín, al-Fārābī, Ibn Hazm, Maimónides, Dante, Leibniz, y un largo etcétera. En la tradición judía, así como entre varios cristianos, se ha creído que el lenguaje originario es el hebreo. No el hebreo tal como lo conocemos, sino una especie de hebreo primigenio de donde derivarían las raíces de las lenguas semíticas —incluidos el siriaco y el árabe— y que habría sido la matriz del resto de las lenguas usadas tras la dispersión de los pueblos.
Si Adán hablaba una forma primigenia del hebreo ese pudo haber sido el mismo lenguaje usado por Dios. Pero en el islam el hebreo no es el lenguaje de Dios ni de Adán. Es el árabe, otra lengua semítica cuyas palabras comparten con el hebreo raíces muy similares. Para los musulmanes el lenguaje es un atributo de Dios: el mensaje revelado al profeta Mahoma fue transmitido en árabe, tal como lo dice el propio Corán en varias ocasiones. «Te revelamos el Corán en lengua árabe», se lee por ejemplo en Corán 42:7. Después de varias controversias entre los intépretes del Corán, se estableció que éste es increado y que su árabe, en estado puro, es inimitable. Al margen de las densas teorías del lenguaje que uno puede encontrar en distintos pensadores de la tradición intelectual islámica, hay una ligera diferencia entre Biblia y Corán. Si bien Génesis dice que Dios dejó que Adán nombrara a las creaturas, sugiriendo de este modo que el lenguaje como tal es una invención de Adán, en Corán 2:31 se lee que Dios le enseñó los nombres de todas las creaturas. El relato coránico nos muestra además que, al enseñarle los nombres a Adán, Dios deja claro ante los ángeles que el hombre es su creatura predilecta. El lenguaje puede entenderse entonces como un regalo exclusivo para el ser humano: ni los ángeles ni las demás creaturas pueden nombrar.
Si el lenguaje originario fue el hebreo, el árabe, tal vez el arameo, o posiblemente una lengua semítica de la que emergen las tres, es algo que con certeza no habremos de saber. Lo importante es que ninguna de esas lenguas se mantuvo en estado puro. Como sucede con cualquier lengua, las semíticas se fueron normando y renovando hasta volverse en «lenguas convencionales». Habría que distinguir entonces entre el origen del lenguaje y el origen de las lenguas. Los seres humanos estamos constituidos para crear lenguajes. Las lenguas son un producto de dicha constitución. Los relatos paradigmáticos de Biblia y Corán coinciden cuando consideran que el lenguaje y las lenguas son algo característico del ser humano. Si bien en las tres fuentes —la Biblia hebrea, la cristiana y el Corán— se repite en varias ocasiones que Dios habla o Dios dice, en las tres tradiciones se discute si Dios en verdad habla, si emite una especie de voz o si se manifiesta de otras maneras. Podríamos sospechar que transmitió imágenes a la mente de Adán y más tarde a la de los profetas: ellos tradujeron las imágenes a las palabras. El habla de Dios es un misterio. Lo es también su silencio.
2
No sólo las religiones abrahámicas han intentado explicar el lenguaje originario. Cuenta Heródoto que hasta antes del reinado de Psamético, el faraón saita, los egipcios creían ser los primeros habitantes del mundo. Tiempo después cedieron ese honroso lugar a los frigios. El faraón quiso averiguar qué nación era en realidad la más antigua y, para ello, maquinó el siguiente experimento: tomó dos niños recién nacidos y los entregó a un pastor para que los criara en aislamiento, lejos, encerrados en una cabaña sin que nadie pudiera hablar con ellos. A las horas convenientes unas cabras los alimentaban con su leche. Psamético aguardaba a que con el paso de los días los niños dejaran de llorar y emitir gemidos para pronunciar por fin su primera palabra. Tras dos años de espera, un día el pastor entró en la cabaña y los dos niños se arrojaron a él mientras pronunciaban una palabra: becos. El pastor no hizo el menor caso hasta percatarse de que los niños pronunciaban la misma palabra cada vez que él se asomaba a la cabaña. Decidió entonces dar aviso a Psamético, quien de inmediato indagó el significado de aquel vocablo: becos era ‘pan’ entre los frigios.
Al pronunciar un vocablo frigio y no uno egipcio, el experimento social de Psamético había probado, según él, cuál era la nación más antigua y, además, cuál era la lengua primigenia de los seres humanos. Hace muchas generaciones se ha discutido cuál sería la primera lengua, si ésta era perfecta, si su origen fue natural, convencional, o tal vez divino. En el relato de Heródoto se cuenta que los dos niños hablaban frigio; judaísmo e islam creen algo distinto. Sobre el origen del lenguaje, las formas del habla y el desarrollo de las lenguas, se ha escrito demasiado. No sorprende: somos lenguaje, creamos lenguas y lenguajes, signos y palabras. Así expresamos el pensamiento, los sentimientos y las sensaciones, así describimos el mundo y tratamos de comprenderlo todo, incluso a Dios. Nuestro encuentro con el mundo, con nuestros semejantes y con lo divino, es lingüístico.
Una breve digresión: ¿será cierto que el lenguaje es algo exclusivo de los seres humanos? Otros animales emiten sonidos con significado. No veo inconveniente en admitir la existencia de algo así como un lenguaje animal. Habrá quien no esté de acuerdo. A mí, me parece que cuando los animales manifiestan sus emociones y reacciones ante su entorno, lo hacen a través de algo parecido al lenguaje. Al igual que sucede con el lenguaje humano, los sonidos de los animales les sirven para expresarse y comunicarse. Una diferencia importante es que, hasta donde se sabe, sólo los seres humanos reflexionamos sobre el lenguaje mismo. Todo indica que sólo nosotros organizamos el lenguaje y le damos una estructura, lo normamos, lo ampliamos, lo modificamos, le asignamos toda clase de sentidos, ahondamos en múltiples formas de interpretarlo, inventamos lenguas y posteriormente gramáticas, sistemas de traducción, comprensión y transliteración. Pensamos con, desde y sobre el lenguaje. Y si acaso podemos pensar más allá del lenguaje —algo que no discutiré aquí— no es fácil en modo alguno deshacernos de éste.
Suele pensarse que el lenguaje, en sentido propio, es un sistema de signos articulados de forma intencional, exclusivo de los seres humanos. Pero vuelvo a los animales: suele admitirse —con bastante frecuencia— que el supuesto lenguaje animal es en cierto modo más simple que el de los humanos. No estoy tan seguro: si hay una estrecha relación entre el pensamiento complejo —las matemáticas, la notación musical, los lenguajes de programación, etc.— y la sofisticación del lenguaje, todo apunta, sin lugar a duda, a la superioridad del lenguaje humano. Pero tal vez el contraste entre las capacidades cognitivo-comunicativas de los seres humanos y los animales no deba plantearse en función de lo que resultaría más o menos complejo ni tampoco a partir de quién tendría capacidades superiores e inferiores. Los animales conocen y se comunican a su manera, y en varios casos, su capacidad sensorial es sumamente fina y sutil. Por mencionar unos pocos ejemplos, con sus habilidades sensoriales las abejas crean mapas cognitivos, los delfines se comunican de manera admirable, algunos primates emiten sonidos significantes muy parecidos a los de un infante.
El comportamiento animal nos sugiere la posibilidad de ampliar nuestra forma de entender tanto el lenguaje como el conocimiento en general. No es fácil, sin embargo, descartar la posibilidad de que el lenguaje sea exclusivamente humano. El tema ha derivado desde hace mucho tiempo en un intenso debate. Por ejemplo, en 2019 Herbert S. Terrace publicó Why Chimpanzees Can’t Learn Language and Only Humans Can. Se trata de una revisión crítica del experimento que él mismo dirigió en los años setenta cuando trató de mostrar que el chimpancé Nim Chimpsky, como se le bautizó, podía aprender a usar lenguaje. Nim fue ‘educado’ como un humano. A diferencia de los niños del experimento de Psamético, que comenzaron a hablar por ellos mismos, Nim, con ayuda de los humanos, aprendió a comunicarse con señas, pero no a usar el lenguaje.
Según Terrace las piedras angulares del lenguaje son las palabras y la gramática. Si está en lo cierto, aún cuando los animales emitan sonidos con algún tipo de significado, aquello no es propiamente lenguaje. Además de signos articulados —las palabras— se necesita una estructura, una organización, una serie de normas —la gramática. Según Terrace, la interacción no verbal es la base para que un niño articule sus primeras palabras. De dicha interacción nace el lenguaje y sólo más tarde la gramática. Uno siempre se pregunta qué pasa con quienes por algún motivo no interactúan con humanos, ¿aparece en esos casos de manera espontánea el lenguaje? ¿Es lenguaje humano, por ejemplo, el de Mowgli, el personaje de Kipling?
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Otra breve digresión, no sobre los animales, sino sobre humanos criados por animales. Un relato curioso, muy anterior al de Kipling, se encuentra en una novela filosófica del siglo XII, Hayy ibn Yaqzan, escrita por el filósofo árabe Ibn Tufayl. El título es el nombre del personaje central. Traducida al latín en 1671 por Edward Pococke, Philosophus Autodidactus, como se conoció en Europa, cuenta la historia de un niño que en una isla desierta nace por generación espontánea. No todo mundo acepta que exista aquella región en donde pueden nacer niños sin padre y sin madre. Por ello, otra versión, dentro de la misma novela, cuenta que Hayy no nació por generación espontánea sino que, fruto de un amorío deshonroso, su madre lo abandonó a las orillas del mar y fue la marea la que le condujo hacia aquella isla. Hayy fue adoptado en su nuevo hogar por una gacela.
La novela narra el modo en que Hayy se relaciona y descubre el mundo. En un primer momento se comporta igual que el resto de los animales con los que convive. Su preocupación primordial es sobrevivir. Pero poco a poco se percata de que no es igual al resto de los animales y comienza a caminar erguido y a cubrirse el cuerpo con ropas. Conforme crece, y tras la muerte de su madre gacela, va descifrando la vida y la naturaleza hasta interesarse también en la astronomía y la estructura del cosmos. Por sí mismo, Hayy infiere que el universo entero depende de un creador y se encuentra con que él mismo, como los demás seres vivos, tiene un alma. Al indagar en sí mismo, descubre la introspección y la vida contemplativa, hasta que su actividad prioritaria se vuelve el conocimiento de Dios.
Hayy no necesita el lenguaje. Es un solitario. No habla con nadie. Ibn Tufayl no lo dice pero tal vez la introspección y la meditación son formas de habla. Lo digo de otra manera: Hayy no verbaliza con ningún otro ser humano, pero habla consigo mismo. Su introspección, a mi juicio, conlleva una gramática interna. Pero, en efecto, no emite palabras. La historia, sin embargo, da un giro aparente cuando otro personaje, Absāl, llega a la isla en busca de un sitio alejado para estar solo y meditar. Sorprendidos, los dos comienzan a interactuar a través de señas, claro, porque Hayy no sabe hablar. Absāl decide enseñarle a hablar. Y la sorpresa del recién llegado a la isla es mayúscula cuando se entera de que, por su propia cuenta, Hayy aprendió casi todo acerca del mundo y hasta dedujo por sí mismo la existencia de Dios.
No contaré en detalle el resto de la historia. Solamente diré que tras una breve visita a la isla en donde vive Absāl. Hayy decide, decepcionado por la banalidad de la gente, regresar a su isla desierta. Más allá de lo que este relato podría significar y de las diversas interpretaciones que de él se han hecho, me interesa abundar en el papel del lenguaje. Hayy no verbaliza pero entiende el orden del universo: piensa y seguramente da estructura a sus pensamientos siguiendo una gramática propia. Chomsky diría que la gramática de su lengua materna. Pero Hayy no tenía lengua materna. Habría aprendido tal vez el balido de su madre gacela. Es probable que así se comunicara con otros ciervos y hasta con animales de otras especies. Pero, ¿le habría permitido el balido estructurar sus pensamientos acerca del mundo? El relato sugiere que Hayy pensaba sin lenguaje, al menos sin lenguaje convencional, es decir, el que Absāl le enseñó. Terrace pensaría que, como los niños de Psamético, Hayy habría comenzado tarde o temprano a pronunciar algunas palabras y poco a poco su lenguaje habría ido adquiriendo una gramática. Pero en el relato imaginario de Ibn Tufayl, Hayy no habla hasta que Absāl le enseña.
Hay algo todavía más llamativo: cuando aprendió el lenguaje y después de relacionarse con otros seres humanos, Hayy volvió al silencio de su isla acompañado por Absāl. Es como si en vez de enaltecer el lenguaje como el instrumento más apto para entendernos entre nosotros, Ibn Tufayl se hubiese percatado de su peligrosidad: el lenguaje es también un arma y un obstáculo para la comprensión entre unos y otros. Lamento contar el desenlace: Hayy descubrió que los seres humanos no eran mejores que los animales irracionales; se percató de que no les interesaba a aquellas personas ni la verdadera sabiduría ni la contemplación de lo divino. El relato puede interpretarse como una «utopía individual»: ya que las comunidades políticas son un fracaso, resulta más adecuado —al menos para quienes han descubierto la vida contemplativa— alejarse de aquellas y vivir en soledad y en silencio.
4
Fin de las digresiones. Breve disertación filosófica. Historias, relatos, mitos, experimentos, teorías, han intentado explicar cómo, por qué y para qué hablamos. La filosofía ha enredado las cosas un poco más. A los filósofos nos fascina el lenguaje. Ahí está el Crátilo de Platón. Aristóteles estudia el lenguaje por todas partes, en obras lógicas, zoológicas y hasta en la Política. Para Aristóteles algunos vivientes emiten solamente sonidos; otros pueden emitir voces; y sólo los humanos somos capaces de hablar. Sólo los humanos tenemos logos. Y logos significa muchas cosas: voz, lenguaje, palabra, pensamientos que se significan por la voz, conocer, pensar, establecer proporciones matemáticas, etcétera. Sobre la base de las indagaciones aristotélicas acerca de la lógica y lenguaje, los intérpretes cristianos, árabes y judíos de Aristóteles ahondaron en el tema. Los filósofos modernos —Spinoza, Herder, von Humboldt, Hegel, entre otros— formularon nuevas teorías. La indagación filosófica sobre el lenguaje fue aún más sistemática a partir del realismo del significado de Frege, ya en el siglo XX. El lenguaje, en efecto, nunca ha sido ajeno a la filosofía: a los filósofos nos intriga el lenguaje; quizás mucho más que el silencio (aunque alguno que otro ha sugerido que callarse sería más filosófico que hablar). A la mayoría de los filósofos no nos va bien el silencio. Y a menudo —aunque duela admitirlo— complicamos todo un poco más.
Las teorías de Wittgenstein y Austin, Davidson y Dummett, Kripke y Searle, han puesto de relieve los enormes esfuerzos de la filosofía para entender los usos y significados lingüísticos. No faltará quien lo tome a mal, pero todas estas teorías —la honestidad de Wittgenstein podría ser la excepción— son limitadas. La pragmática se ha enfocado en los usos del lenguaje. Pero no sólo el contexto es importante al interpretar las palabras. Importa, en especial, el hablante. No lo que el hablante representa —si es sacerdote, ministro o una autoridad en cualquier ámbito— o desde dónde habla —la palestra, al areópago, la tribuna, etc. Más allá del rol, más allá del sitio desde donde se habla, importa el hablante como una persona, como un alguien cuya inmersión en el mundo y ante los demás acontece a través del lenguaje —palabras, notas, señas, gestos, dibujos, etc. El lenguaje es cada uno de nosotros. Expresarse es salir de uno mismo, hacerse presente. Y lo deseable es hacerlo con sinceridad porque yo soy mi lenguaje, mis palabras son mías, no son entidades aisladas, no son vanas ni tampoco inofensivas; son mi forma de estar y comprender el mundo, de relacionarme con mi entorno y con los demás.
Nuestro lenguaje en buena medida nos define. Y podemos usarlo de formas muy variadas: para adular, mentir, ofender, calumniar, despreciar, someter, elogiar, honrar, enaltecer, amar, dar testimonio. Cada vez que usamos las palabras se abre una posibilidad para la alianza o para la opacidad. Si bien usar el lenguaje es algo ordinario, en realidad devela y revela algo extraordinario: el lugar de cada persona en el mundo. En este sentido, hay en el lenguaje una forma de ritualidad. Como todo ritual, hay en los actos del habla un momento epifánico: es a través de la palabra que nuestra presencia en el mundo termina por revelarse. Hablar es un acto tan usual que decir algo parece intrascendente. Las palabras, sin embargo, son una revelación. Nombrar es bautizar. Nos hemos ocupado sobremanera de definir la relación entre lenguaje y mundo. En cambio, hemos explorado menos nuestra relación más honda con el lenguaje. Pensamos, por lo general, que hablamos para entender, describir y definir el mundo. Pero el lenguaje, desde su impulso originario, también nos define a nosotros mismos y pone al descubierto nuestra humanidad defectuosa y nuestros intentos por redimirla. Quizás por ello nos importa tanto reflexionar sobre el lenguaje. Constituye al mismo tiempo nuestro límite y nuestra inconmensurabilidad.
Sostengo, por extraño que pueda parecer, que el lenguaje tiene un estatuto sagrado. Acaso por ello —como la risa, el erotismo o el caminar erguidos— el lenguaje es una característica propia de los humanos. El problema con la filosofía del lenguaje, a mi entender, es que ha tendido a «desencarnar el lenguaje». Las teorías del significado tratan a las palabras como objetos de disección. Olvidan que aquellas emergen de un ser encarnado. Las palabras —el habla— son el vehículo, y a la vez el obstáculo, para descifrar nuestro lugar en el mundo. Disociarnos de las palabras, desentendernos de lo que decimos, afecta de manera radical nuestros esfuerzos por entendernos a nosotros mismos. La degradación del lenguaje y las palabras es, en este sentido, la descomposición de lo humano.
Lo anterior no quiere decir que la filosofía sea perversa. Su añoranza por anular los equívocos y la ambigüedad me parece loable. No obstante, en varios casos —por los motivos que sea— ha roto con el lazo entre el hablante y las palabras. El lenguaje adquiere entonces cierta independencia; las palabras pasan por entidades autónomas y abstractas. He pensado muchas veces que la creación de las lenguas responde a un intento de reapropiación del lenguaje y a una aspiración a domesticar el habla. Descomponer y recomponer el lenguaje ha sido desde siempre un proceso constante, a veces arbitrario y, por paradójico que pueda parecer, necesario. La renovación del lenguaje conlleva la renovación de los seres humanos. Volver al lenguaje, a sus usos, límites y alcances, conlleva la búsqueda de nuestra propia definición. Somos lenguaje encarnado.
Por raro que pueda parecer, hay algo misterioso, incluso sagrado, en el vínculo que tenemos con el lenguaje. Es similar —tal vez idéntico— al que tenemos con el cuerpo: somos nuestro cuerpo, nos conocemos y definimos con cuerpo y a través del cuerpo. Pero a veces nos embarcamos con desconcierto en redefiniciones del cuerpo, como si éste fuese una coraza, un envoltorio, como si fuese un dispositivo distinto de esa entidad vaporosa llamada yo. A veces nos asumimos como algo distinto del cuerpo. Y entonces, al teorizar sobre el cuerpo, hacemos de nuestra armadura un constructo histórico. A fin de cuentas, con o sin teorías, cada quien tiene una experiencia distinta de su propio cuerpo. Así como somos cuerpo, somos lenguaje: nos conocemos y definimos con lenguaje y a través del lenguaje. No pocas veces nos embarcamos con desconcierto en teorizaciones y reinvenciones del lenguaje, como si fuese un artefacto extensible de esa entidad vaporosa llamada mente. A veces creemos que no somos lo que decimos, lo que expresamos. Al teorizar sobre el lenguaje nos distanciamos de algo muy íntimo, a saber, de las palabras; nos despojamos de uno de los vehículos más poderosos con los que contamos para expresarnos. El resultado no es siempre desastroso: nuestra indagación sobre el lenguaje puede ser una aventura hacia la reapropiación de las palabras; puede derivar en la sumisión ante ellas, tal como hacen los poetas al expresar con sus metáforas e imágenes una verdad común a todos; pero también puede ser una andanza fallida en la que las palabras se vuelven cada vez más ajenas, más extrañas, más ambiguas.
En este último caso se trastoca el apego que alguna vez tuvimos a las palabras, se fractura el ligamen entre las palabras y el hablante. ¿A quién le importa el vínculo entre las palabras y las cosas cuando se ha roto la relación entre las palabras y nosotros mismos? Recordemos el relato paradigmático del Génesis. Según lo que se dice ahí, el lenguaje nació del primer hombre. No había distancia ni entre Adán y sus palabras, ni entre las palabras y las creaturas que éstas designaban. Poco más adelante se narra, de modo alegórico, una ruptura con el propio lenguaje. La ruptura se da a partir del nacimiento de las lenguas.
En el cristianismo hay otro relato paradigmático a partir del cual la confusio linguarum toma otra dirección. Hechos de los Apóstoles 2, 1-47 narra el día de Pentecostés. Ahí, a pesar de la diversidad de las lenguas, en 2-12 se cuenta que hubo comprensión recíproca entre los hablantes. La escena tiene, como es lógico, un sentido religioso. Más allá de la exégesis bíblica, creo que hay ahí una alegoría que, en términos filosóficos, apunta hacia el redescubrimiento de que el plurilingüismo no es necesariamente un obstáculo para la comprensión mutua. Pero algo más añade el relato, a saber, la asimilación del encuentro con otra persona, idéntica a mí mismo.
Pentecostés realiza, entre alegorías religiosas, el ideal de la filosofía: reestablece la posibilidad de entendernos. Pero dicha posibilidad se establece al descubrir que, más allá de las palabras, somos hablantes, nos vincula el mismo espíritu, el mismo origen.
5
‘Un golpe de Biblia a la filosofía’. Tránsito de lo filosófico a lo atrevidamente teológico. (Pero también al revés). Si dijese que hace falta abrir nuestras reflexiones filosóficas sobre el lenguaje a una especie de «teología del lenguaje», muchos filósofos, renuentes a fusionar lo filosófico con lo religioso, encontrarían esta propuesta inaceptable o cuando menos exótica. Confieso que «teología del lenguaje» tampoco me satisface. La palabra «teología» tiene cierta carga tendenciosa, doctrinal, dogmática. (Por fortuna, algunos teólogos contemporáneos, algo temerarios, han ablandado los cimientos teológicos construidos con certezas). Preferiría hablar, tal vez, de cierta tendencia a teologizar el lenguaje. Mejor aún, de una «embestida teológica al lenguaje». Y con ello me refiero a ponderar, de nuevo, el carácter filosófico que hay en los relatos paradigmáticos y el modo en que estos mismos penetran la reflexión filosófica. A su manera y con sus intereses propios Henri Meschonnig lo ha dicho sin reparos en Un coup de Bible dans la philosophie (Un golpe bíblico a la filosofía): «(…) el lenguaje de la Biblia afecta a la filosofía. (…) la Biblia debe desempeñar una función de palanca teórica para transformar todo el pensamiento del lenguaje, el ritmo y el traducir. (…) Y no se piensa la Biblia si no se piensa su lenguaje».
Meschonnig expresa algo bastante obvio para el judaísmo. Lo que yo quiero decir, de alguna forma inspirado en él, es que en los relatos paradigmáticos —no sólo las Biblias, también el Corán y hasta otras fuentes históricas y filosóficas— se revelan historias, relatos, argumentos, que iluminan la comprensión de la propia filosofía y, de modo especial, del ser humano. Estos textos revelan aspectos significativos de nuestro vínculo con el lenguaje. La institución de los nombres, el relato de la Torre de Babel, Pentecostés, enseñan esa dinámica en la que el lenguaje emerge como algo propiamente humano. Tras el acto de nombrar, sigue un extrañamiento ante el lenguaje cuando surgen las lenguas; y, ante la confusio linguarum de Babel, Pentecostés representa, con todo y plurilingüismo, la reconciliación con el lenguaje del espíritu. A esta colección de pasajes hay que sumar otro más, esencial en la exégesis cristiana, quizás el más comentado de todos, a saber, el prólogo al Evangelio de san Juan: «Al principio ya existía la Palabra y la Palabra se dirigía a Dios y la Palabra era Dios». Aquí hay algo muy radical: Dios es Palabra y la Palabra se encarna.
Entre otros rasgos contrastantes si se le compara con el judaísmo y el islam, hay en el cristianismo, además de la encarnación, algo particularmente llamativo: el lugar de la lengua. Si bien en aquellas dos religiones el hebreo y el árabe son las lenguas que unifican en cada caso el mensaje revelado y a la comunidad, en el cristianismo no es la lengua sino la persona de Cristo la que unifica. Cristo es la Palabra. Pero esa palabra encarnada no se identifica con ninguna lengua en particular. Si bien la Biblia cristiana expresa la palabra divina en hebreo y en griego, las lenguas no son un obstáculo para que cualquiera acceda al mensaje de Cristo. Y es curioso: Cristo no hablaba ni hebreo ni griego sino siriaco, un dialecto del arameo. Si bien en las tres tradiciones el testimonio y la transmisión oral son cruciales en la construcción de los respectivos relatos, el cristianismo usa el griego. Los evangelistas no recuperaron las palabras textuales de Cristo. Inspirados por Dios dieron testimonio del cristianismo con sus propias palabras. Más sorprendente todavía: los primeros cristianos ni siquiera tuvieron una lengua litúrgica en común: usaron el griego, el armenio, el siriaco, el copto, el latín.
El cristianismo asumió la diversidad de las lenguas; dio primacía al espíritu, al sentido, a la intención más allá de la lengua en que se exprese. Mateo 15, 8 y Marcos 7, 6 aluden a las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, el culto que me dan es inútil, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Son a su vez, palabras que Cristo dirige a los fariseos y los letrados. Aunque usen las palabras para honrar a Dios, su corazón, es decir, sus intenciones y sus pensamientos, están lejos de lo que predican. He aquí la fractura a la que me he referido párrafos arriba: el lenguaje —las palabras— incluye la intención del hablante; al romperse la continuidad entre la palabra y la intención, el lenguaje pierde el espíritu. Tras estas palabras, «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí», se percibe en realidad una distinción común de la retórica griega, aquella entre la enunciación declarativa y lo que podríamos traducir como el pensamiento o la intención (diánoia, en griego). El tránsito de la filosofía hacia lo atrevidamente teológico o, mejor, la embestida teológica en el lenguaje apunta hacia la reapropiación del lenguaje como la revelación de la diánoia. Valga la provocación.