Traducido por Jean Robert y Javier Sicilia
En 1984, Lenz Kriss-Rettenbeck, entonces director general del Museo de Baviera, invitó a Iván Illich a pronunciar el discurso inaugural del Museo de la Escuela, ramal del Museo que entonces Kriss-Rettenbeck dirigía. A raíz de ello, Illich escribió una serie de cinco ensayos que se publicaron bajo el título de Schule ins Museum: Phaidros und die Folgen (La escuela al museo: Fedro o las consecuencias), una historia de la oralidad, el nacimiento del alfabeto, de la escritura y la escuela, que terminó por monopolizar el saber. Dicho libro, que aún no ha sido publicado en español, sirvió de base a ABC. La alfabetización de la mente (El pez Volador, España, 2019), que Illich escribió con Barry Sanders. Ambos son una continuación de la crítica iniciada por el propio Illich en La sociedad desescolarizada. Los presentes ensayos pertenecen a los dos primeros capítulos del libro.
Poco antes de la muerte de Jean Robert, acaecida en 2020, él y Javier Sicilia comenzaron a traducir el libro. Está última traducción y la de su propio libro, La edad de los sistemas en el pensamiento del Illich tardío, escrito originalmente en francés y publicado en italiano (Hermatema, 2019) y español (Itaca, 2020), es lo último que Jean Robert nos legó en la lengua que adoptó como suya. Conspiratio irá publicando cada uno de los capítulos de La escuela al museo: Fedro o las consecuencias. Aquí la primera entrega.
Capítulo I: Alfabeto amenazante y amenazado
Hay representaciones que corresponden a creaciones sociales radicalmente nuevas. Lo que revelan no es un paso histórico, sino un salto. Estas representaciones hacen posible y reflejan un acontecimiento social que llamo eversión.1 La característica de estas representaciones –que antes de que se crearan o inventaran nunca se pensaron ni se percibieron— es que, después de su aparición, ya no podemos prescindir de ellas.
La transcripción fonética del habla, acaecida hace 2500 años, y la reducción de la lengua a un medio de comunicación, son para mí ejemplos de esa eversión.
Ese tipo de representaciones atestiguan un cambio en el ambiente social que se manifiesta en la ruptura que experimenta una parte de la sociedad ya afectada por esa eversión con la conditio humana que predominaba hasta entonces. Hablo de una representación causante de una eversión cuando lo que ella expresa conduce a una nueva manera de pensar, heterogénea en relación con todas las sociedades que no han sido afectadas por ella. Para designar esta suerte de remodelación social, uso de manera muy consciente una imagen propia del quehacer de las costureras: la imagen de una manga puesta al revés. Ella representa adecuadamente el proceso que trato de describir de tres maneras: primero, la eversión, segundo, su ausencia de costura y, tercero, el hecho que, de manera intempestiva pero no simultánea, el proceso afecta a las diferentes partes de una sociedad. Al igual que las mangas de un vestido, las sociedades pueden evertirse empezando por algún lado de su borde, paulatinamente y de manera incompleta.
La única forma histórica de representarnos a nosotros mismos y al mundo que llamaré «occidental» puede ser la de una eversión ejemplar. El uso de esta categoría permite al historiador distanciarse a la vez de la formación propia de los conceptos de las ciencias sociales y percibir algo nuevo en ellos, sin caer en la trampa de los sociólogos y etnólogos que reducen lo nuevo a lo que «ya sabían».
La refundición de las representaciones del saber, del pensamiento, del creer, del recordar y del hablar por el poder simbólico de la tecnología alfabética es un buen punto de partida para iniciar la historia del abismo que hoy separa al homo oeconomicus de sus antecesores y de sus semejantes a quienes esa refundición no afectaba aún. ¿Qué significan hoy palabra, memoria, lengua, traducción, texto? Que son representaciones imposibles de pensar sin el alfabeto. Esos conceptos implican la novedad de esa forma que adquirió el lenguaje en la escritura y la creencia en su poder.
Es muy difícil representarnos la historia que separa al homo educandus —necesitado de alfabetización— de todos sus congéneres, porque es una historia escrita. No bien abandonamos el marco de la escritura, nos vemos incapacitados para hablar del pensamiento y de la memoria como lo hacemos de un pizarrón, de un desván o de un nido de hámster; no podemos separar la enseñanza de la forma en la que hoy aprendemos. Para poder representarnos el más allá pre-alfabético desde este lado alfabético del abismo, sólo es posible hacerlo mediante alusiones, rodeos, comparaciones, y ocasionalmente provocaciones que nos permitan vislumbrar algo de la excepcionalidad de la eversión que, para los alfabetizados, se ha vuelto normalidad.
Hablar, sin embargo, de eversión, hace más fácil nuestro esfuerzo por liberarnos de la propaganda del progreso que se encuentra implícita en la manera en la que interpretamos la historia. La civilización alfabética pretende dominar el mundo. Su imperio se legitima por la propagación de una forma de consciencia, que sólo es posible tener mediante una relación con lo escrito. La alfabetización es, según el caso, una campaña, una expedición militar, una conquista. La palabra «alfabetización» es la armadura pedagógica de la colonización del pensamiento y del sentimiento en el siglo XX temprano, que a su vez se justifica como desarrollo de la consciencia y de la consciencia social. Una consideración histórica que se libera de las teologías optimistas que nos dio la Ilustración puede desanimar al escritor y, además, ser impopular.
Reflexionar sobre la dependencia occidental de la escritura lleva inevitablemente a pensar también la profunda destrucción que ha causado la alfabetización y a desnudar necesariamente la ingenuidad fundamental que comparten casi todos los pedagogos.
Mi punto de mira será la formación de una cultura que conocía la escritura y se impregnó de ella en la Edad Media. Quiero explorar la función de la escritura —y no la influencia del contenido del texto— en el «auge de Europa». Para ello consideraré la encuadernación del libro de los Evangelios, la redacción de los documentos, la propagación de los anillos que sirven de sellos, el uso en las cancillerías del lacre, el libro de oraciones concreto, más que la influencia de autores y de libros. En los capítulos siguientes me ocuparé de las etapas sucesivas de la emergencia de una cotidianidad vinculada con la escritura: la época carolingia, la Alta Edad Media, el inicio del medioevo tardío. Mi curiosidad por la relación de parte creciente de la sociedad con la escritura se refuerza por la inquietud que me provoca la amenaza que hoy pesa sobre la sociedad europea y, luego, occidental, que se formó en las letras.
En el segundo capítulo, quiero, sin embargo, mostrar la historia del descubrimiento del alfabeto y su significado. Se trata de narrar el nacimiento de los Titanes gemelos —el Alfabeto y la Lengua— y cómo, con el paso de la Grecia arcaica a la Grecia clásica, esos Titanes engendraron, a su vez, otros gemelos: la Literatura y la Ciencia.
Los presentes ensayos deben su existencia a un azar: la invitación del profesor Lenz Kriss-Rettenbeck a pronunciar, el 16 de julio de 1984, el discurso inaugural de la apertura del Museo de la Escuela, una filial del Museo Nacional de Baviera. Para definir el contenido de esta conferencia, un grupo de amigos nos reunimos un fin de semana en un pueblo de la Alta Baviera.
El Dr. Gustav Künstler, amigo de mi padre, me inició a temprana edad en los tesoros de los museos vieneses, lo que me preparó para una vida de rastreador en los museos del mundo. Por más de cincuenta años el museo fue para mí un noble desván. Sólo durante este fin de semana, al pie de los Alpes, empecé a intuir lo que distingue un museo del montón de tesoros que alberga. Página tras página, papelera tras papelera pude meter la nariz en los archivos que permitieron a los expertos en la materia hacer de la escuela un objeto museográfico. De esa manera pude ver una vez más la escuela desde una nueva perspectiva. Durante la Cuaresma, mientras preparaba la conferencia en un pueblo mexicano, prometí a los amigos presentes escribir unas notas sobre las conversaciones que tuve en Baviera. Esas notas —revisadas con Angélica Groeneveld, que vino a visitarme a México— fueron el núcleo de las presentes reflexiones.
Hoy en día es significativo que una dependencia del gobierno de un Estado haya decidido dedicar un museo a la escuela. Mediante ello, la escuela —como anteriormente el bisonte, el Barroco o Botticelli— se entregó al cuidado de una instancia encargada de la preservación de monumentos. El nuevo museo permite, con orgullo, pericia y afabilidad, cuidar el recuerdo de este vejestorio tenazmente pegado a nuestras vidas y siempre más costoso.
Después de haber visto algunos de los documentos, me regocijo con la visita a este museo. Imagino a los visitantes más jóvenes topándose con objetos que anteriormente sólo conocían de nombre o que habían visto en imágenes: gis, pluma fuente, pizarrón, y una cátedra de madera. ¿Sabrá ésta generación que escribe con bolígrafos de gel e ignora la tinta, de sus manchas sobre la página del cuaderno, de las plumas de acero —por no hablar de las plumas de ganso—, ya que sus padres usaban plumas fuente con-depósito-de-tinta? En Alemania, Hartmut von Hentig reavivó los recuerdos del Gymnasium, el Pennal;2 Hentig era profe en uno de ellos; por mi parte, quisiera, con esas nimiedades, poner a dialogar las perfidias del papel secante y del tintero. Me gustaría enseñarles cosas que yo tampoco jamás usé: el diente de jabalí, con el que los monjes alisaban el pergamino, el cepillo de cerdas, con el que lo rascaban para reutilizarlo, y el corta-plumas utilizado para afilar el tubo de la pluma de ganso después de escribir cada línea.
Pero sé que este museo no está solamente dedicado a la pacotilla empleada en la preparación del pergamino. Lo que pone al desnudo es el conditionarium3 histórico de la escuela. No trata de describir lo que la escuela «siempre fue». Tampoco la reduce a una sociología de la crianza ni elabora una categoría general de la lactancia. El que camine por este museo, entenderá que la escuela tiene un inicio histórico. Sólo después de que los profesores repartieron textos para que sus alumnos los aprendieran pudo constituirse históricamente aquella forma del conocimiento que llamamos escolar. Quien recorra estas salas desde el periodo neolítico al de la computadora y el mail sabrá que la escuela es una forma específicamente occidental de la crianza, un camino hacia las artes de la literatura y de la ciencia, impensables sin el alfabeto, la lengua y el texto.
La historización de la escuela que aquí intentaré y que sólo puede llevarse a cabo en forma alusiva, constituye un espejo en el que las incomparables particularidades de la sociedad occidental se reflejan: una sociedad que, con su alfabeto, almacena de modo inhumano «conocimientos» que comprende de forma inmoral y puede utilizar de manera absurda. Inevitablemente, este museo fomenta una historización de la representación del saber.
A las épocas de la escuela corresponden también épocas de un saber separado del habla, de los gestos y del hacer. Cuando el visitante llega al final de la exposición del museo, no puede dejar de sentirse consternado. Ve que aquella transmisión personal de un saber, que surgió de la cultura escrita y es la esencia de la escuela, podría disolverse en una nueva actitud hacia el «saber»: la ilusión terrible y destructora de que el conocimiento puede acumularse de forma inhumana en cerebros electrónicos y seguir desarrollándose.
La escuela —un epifenómeno de la escritura, más precisamente de la escritura alfabética— es una formación singular e incomparable. Platón ya sostenía que la escritura era un pharmakon: al mismo tiempo veneno y elixir. En nuestra edad de la informática, tanto la cultura escrita cotidianamente como la que se ejerce en la escuela están en entredicho. Ya que dependemos de esta droga y obtenemos gozo de su uso, esta amenaza nos aflige. La historia sólo puede escribirse sobre un objeto del que algo se conserva con el paso del tiempo. ¿Es la escuela y el proceso que llamamos «enseñanza» tal objeto? Podemos responder esta pregunta afirmativamente si nos limitamos a estudiar la época del pensamiento relacionado con la escritura, es decir, con la escuela desde los inicios del siglo IV antes de Cristo, en Grecia. Si no lo hacemos así, el objeto pierde sus contornos. Cada vez que vemos representaciones antiguas, donde aparecen juntas personas de diferentes edades, solemos colocar a los más viejos in loco magistri.4 Al hacerlo describimos inevitablemente conceptos que corresponden a nuestro mundo de representaciones y dicen algo sobre la «enseñanza actual». Pero no capturan lo que pretendemos decir.
El impulso para estudiar el molde social de la escritura se lo debo a Lenz Kriss-Rettenbeck. Sus trabajos sobre los signos, las imágenes y las obras que expresan la piedad popular y estimulan la devoción cristiana dieron rumbo a mis pensamientos varios decenios atrás. Su empeño teórico me dio el valor para investigar, histórica y antropológicamente, las funciones de la escritura en la cultura popular.
Imágenes votivas, amuletos, ofrendas, y objetos semejantes dan forma a creencias populares que se reflejan en múltiples lugares. Las huellas de la escritura aparecen también en piezas de ese tipo. Pero no se dejan inmediatamente interpretar como signos de piedad escrita. Donde puede manifestarse una relación mucho más profunda de la piedad con la escritura es precisamente donde la Torá y sus Nuevos Testamentos, el Evangelio y el Corán, determinan el culto. Cuando la escritura se adueña de una cultura popular, ¿qué registro de nuevas posibilidades de expresión se descubre? Pero también, ¿qué formas de la fe, de la reflexión, del recogimiento, de la piedad se perjudican? Estas preguntas se volvieron imperativas en un contexto muy concreto. Era la década de los cincuenta del siglo XX, me llamaron a trabajar a una universidad latinoamericana, en Puerto Rico. Entre mis labores, tenía que participar en las sesiones del Consejo de Planeación del Sistema Educativo. En esta época, en la que estábamos todavía dispuestos a creer en milagros sociales, en la que esa especie de latín macarrónico, que es la teoría del desarrollo, estaba recién salida de la fábrica, en que la también recién fundada antropología social explicaba la escuela como el estrecho que había que atravesar para llegar a Jauja5 y la UNESCO decretaba que el mayor obstáculo para el desarrollo era la reticencia de los pobres a asistir a ella, las cuatro quintas partes de los padres de los jóvenes estudiantes habían pasado menos de cinco años en sus recintos. Con el fin de evitar esas deserciones, las autoridades de Puerto Rico llevaban diez años poniendo de ejemplo a Israel, donde los padres empujaban a sus hijos a ir a la escuela. A pesar de que el país me era aún tan extraño como la misma pedagogía, este procedimiento me parecía familiar. Pronto, sin embargo, se me hizo claro que la escuela obligatoria en ese lugar no tenía nada que ver con gente que pudiera compararse con judíos, japoneses o con los paganos que los misioneros de la Media Luna y de la Cruz se disputaban. Lo novedoso en la actitud de la gente de Puerto Rico no se refería a la escritura, sino a la idea de que para aprenderla había que ir a la escuela. Los padres de los jóvenes a quienes se buscaba empujar para que aprendieran a leer y escribir en ella eran descendientes de inmigrantes que se apoderaron del país con el saber y el poder de la escritura. Su consigna era Armas y Letras. Estas últimas eran una mezcla de lengua escrita, literatura, documentos y formación, todo en uno. Quienes conquistaron, colonizaron y aportaron semillas europeas en esos territorios, tal vez nunca se sentaron en un pupitre, pero sabían apreciar el poder de la escritura y servirse de ella. Llegaron no sólo con el Evangelio, sino con escrituras que daban testimonio de sus privilegios, con patentes de nobleza, derechos escritos y documentos. Aportaron también el arado y el burro, la cruz y la Virgen, una docena de «hablas» y la escritura latina. De ahí nació en esas tierras la lengua castellana, la «lengua», una cultura «latina», es decir, una cultura masculina. Del amalgama de la costumbre ibérica y de las tradiciones femeninas indígenas nació, a la sombra del ritual latino, una nueva forma de realidad: por un lado, una relación masculina con la escritura, por el otro, el arraigo femenino en la oralidad.
Esa división contradictoria me dejó mucho tiempo sin palabras. No encontraba categorías para abordarla ni en la antropología social ni en la literatura sobre culturas populares. Cada vez percibía más claramente una forma desconocida de sentir, de mirar, de recordar, cuya inasibilidad se incrementa cuando se piensa descubrir en ella una expresión de la hispanidad. En la manera en que esa gente se recogía y practicaba sus devociones creía observar actitudes y adivinar contenidos, cuya especificidad se oscurece cuando se intenta reducirlas a las acostumbradas categorías duales de mágico-racional, primitivo-desarrollado, indio-hispano.
Empecé entonces a intuir que la incongruencia entre dos maneras de pensar dentro de una misma población, marginalmente familiarizada con la escuela, podía explicarse por una ambigüedad respecto a la escritura. Mi conocimiento cada vez mayor de América Central y de América del Sur reforzó esta intuición. La población que mis colegas del Consejo de Educación definían como «analfabeta» consistía en un alto porcentaje de individuos que sabían más de la escritura y eran más poderosos en su manejo que un muy alto porcentaje del proletariado ya escolarizado.
Como Carlomagno, que utilizaba un secretario para fijar su pensamiento en la escritura, esa gente dictaba a alguien que la conocía. Sabían que la escritura puede utilizarse sin saber manejarla. De Paraguay a México conocí a muchos rezanderos. Cada uno de ellos sabía de memoria largas y complicadas letanías; más de uno, en las grandes solemnidades, miraba el libro en latín o en español mientras cantaba, sin poder distinguir una letra de la otra. Yo observaba el quehacer, alrededor del mercado, de los que llamaban evangelistas.6 Ellos, por un puñado de monedas, estaban dispuestos a leer cartas en voz alta o a escribirlas al dictado en sus máquinas de escribir antediluvianas. Empezaba lentamente a entender por qué, para la gente local, no era fácil otorgarle un monopolio al rodeo que debía conducir a la escritura a través de la escuela. Así llegué a formular la hipótesis de una cultura popular orientada hacia la escritura que, tanto en el sentido pedagógico como en el de la ciencia del desarrollo, estaba formada predominantemente de analfabetas.
Sólo un grupo de colegas —entre ellos Paul Goodman— consideraban esta tesis digna de defenderse. Fuera de ellos, algunos concedían que la escuela no era el único camino hacia la alfabetización. La radio, la televisión o la participación en tareas políticas podían hacerlo de manera más exitosa. Pero no estaban dispuestos a cuestionar la obligatoriedad del entrenamiento en la lectura y la escritura. Sostenían con firmeza y sin excepción su programa de alfabetizar a toda la población mundial del siglo XX.
En aquel tiempo, quien no disponía de la terminología adecuada para distinguir entre la habilidad en la lectura y la escritura, el pensamiento y la acción impregnados de escritura, y el uso social de ella. Durante más de veinte años me preocupó una pregunta: ¿Qué tan verdadera es la relación entre la asistencia a la escuela primaria en América Latina y el conocimiento de la escritura? ¿No podría pensarse que, a través de la lectura en voz alta, existió en el siglo XIX un nivel de capacidad escrituraria que ya no puede percibirse en la lengua que genera las políticas públicas para la formación del siglo XX? ¿Es necesario que una persona sea dueña de la lectura y de la escritura para plasmar de forma crítica y reflexiva gran parte de sus conocimientos, convicciones, y suposiciones en escritos? ¿Se necesitan tantos evangelistas para hacer una sociedad capaz de leer que zapateros para calzarla? Esa pregunta lleva a esta otra: ¿Existen diferentes formas de dominio y de conocimiento de la escritura de las que la alfabetización obligatoria es quizás la más devastadora?
Lo que me llevó a estas preguntas fue la observación que hice en muchos lugares de los Andes y en otras regiones tropicales en las que el papel no se enmohece muy rápidamente. Instigado, desde mis años de estudiante, por Rudolf Kriss, me interesé en todas las formas de devoción cristiana popular y en reunir materiales para su estudio. Pensé primero en exvotos, medallas, amuletos, imágenes de devoción, ofrendas, que me enseñó mi maestro. Pero en mi deambular descubrí su complemento escrito. En caso de hacer la pregunta correcta, encontraba en lugares perdidos a alguno que otro hombre que era capaz de sacar de debajo de la cama de su choza papeles que conservaba como un hámster. Sorpresivamente, esos bibliómanos, con frecuencia no escolarizados, guardaban tesoros de volantes, periódicos, libros de oraciones y, a veces, panfletos de valor. Empecé a tomar notas durante mis visitas, con el fin de verificarlas luego en mi biblioteca. Averigüé que muchos de esos impresos eran hallazgos bibliográficos. Una búsqueda cuidadosa en catálogos y bibliografías me mostró que ningún bibliotecario se había percatado de su existencia. Ese material, en forma de colección, podría ser valioso para estudiar la fe cristiana popular y eclesiástica desde finales de la época colonial,7 es decir, del Congreso de Viena. Así descubrí, al lado de pronunciamientos, escritos polémicos, edictos y hasta fórmulas mágicas de maldición o bendición, una terra nova bibliográfica insospechada que comprende, entre otros, dos mil periódicos, volantes, invitaciones a kermeses, programas de peregrinaciones. Hay aquí con qué interesar al etnólogo, al historiador y al antropólogo. En el contexto de mis reflexiones sobre la cultura escrita adquirieron un significado particular las miles de cartas pastorales. Una carta pastoral es una circular que un obispo católico escribe para leerse en parroquias y capillas ciertos domingos o durante todo un mes en cada misa. Los temas de esas cartas son muy variados. Generalmente redactadas en un español pulido, cuando no erudito, tratan de dogmas o de cuestiones morales: deberes conyugales, decencia en el vestir o el peligro del protestantismo y de la masonería. Muchas otras son innegablemente panfletos políticos. Ningún historiador de la literatura parece haberse percatado de que, en la carta pastoral, se ha conservado, hasta nuestros días, una forma de escritura destinada exclusivamente a la lectura pública.
La pregunta queda provisionalmente abierta: ¿Por qué, en un continente tan bibliófilo como América del Sur, este corpus permaneció prácticamente ignorado? Esta negligencia se explica en parte por la vergüenza, la mala consciencia y el desprecio. Los teólogos se sienten embarazados ante la montaña de paquines y palabrerías fastuosas que publicaron o toleraron sus colegas difuntos. Los historiadores se interesan en la economía política de la Iglesia, no en la historia de la devoción, de sus formas, y de sus signos. Los antropólogos estudian a los indígenas. Los anticuarios consideran todo aquello como pacotilla sin valor, lo que generalmente no es. Aun en los casos en que tuvieran este material a la mano, los bibliotecarios tienen cosas más importantes que hacer. Para el historiador de la cultura, unas pocas muestras son suficientes para confirmar que, en su opinión, la instrucción, y la escuela son urgentemente requeridas para desembarazarnos de estos restos medievales. La siguiente pregunta: ¿Quiénes eran los lectores y cómo se hicieron versados en la lectura?, aún no se ha planteado.
Este material empieza ahora a ser accesible. Valentina Borremans acaba de publicar la primera de las cinco partes previstas del Cidoc Microfiche Library. De la abundancia de materiales, puede concluirse ya que una parte significativa de la población latinoamericana de todos los estratos, particularmente de los más desposeídos, ha estado en constante y multifacético contacto con la palabra leída y que esta familiaridad con ella tiene poco que ver con la asistencia a la escuela. La costumbre de leer murmurando existe todavía hoy, aun si esta actividad social se encuentra celosamente reprimida por los maestros de escuela. En tiempos más recientes, la lectura compartida con oyentes de volantes y de artículos de periódico cedió frente a la radio y la televisión.
En contraste con el lector de antaño, que metía ostensiblemente su nariz en el libro, aun cuando lo sabía de memoria, el que hoy lee un discurso en público tiende a disimular que lo hace con la voz del lector de antaño. Eso hace surgir en mí otra pregunta angustiante: ¿La privatización de la lectura y la imitación de la oralidad en los medios de comunicación no amenazan ahora la cultura de la escritura?
Estas reflexiones pueden dar lugar a una celebración: la de enviar la escuela al museo. Aquí cabe considerar la historia de la institución escolar, que hoy se ha vuelto, en todo el mundo, la más católica de las instituciones. Las diferencias entre la celebración de la misa en la Iglesia católica son, después del Vaticano II, mayores que las diferencias en el ritual escolar en Rusia, Japón, los Estados Unidos, y Baviera.
Con ello, lo que, entre otras cosas, se dibuja es la historia del monopolio de la escuela sobre la enseñanza, sobre todo de la escritura. Quisiera definir esta nueva época como la era de la escuela obligatoria en contraste con la época post-medieval de la cultura popular impregnada de escritura. Eso sólo es posible si definimos los términos «dominar la escritura» y «estar versado en ella» de manera que no los proyectemos de antemano en beneficio de la enseñanza escolar. Sólo entonces podemos hablar de una forma de escritura y de lectura definida por la cultura popular como de una nueva época de la relación entre la escritura y la escuela. Vista así, la escuela obligatoria puede servirnos como espejo de la singularidad de la escritura en el siglo XIX y los inicios del siglo XX.
Como el visitante podrá atestiguar al mirar las últimas e impresionantes imágenes del museo, el gofrado de la escritura, tan característico de Europa, está hoy amenazado. Consideremos a un educando frente a la pantalla de su computadora. Lo que hace, no lo hizo nunca ningún muchacho ni ninguna alumna de escuela. ¿Qué hace? Opera un programa, explota bancos de información, produce datos. Hace más: controla el puente de mando desde donde se diseminan los comandos del fin del mundo. Lo que se perfila es la amenaza, mediante robots parlantes, a esta cultura de élite ligada a la escritura y a la escuela que nació hace más de 2500 años y volvió posibles la literatura y la ciencia.
Si es posible concebir el curso de los acontecimientos desde Heródoto y Platón como la historia del auge de un pensamiento vinculado con la escritura a costa de la oralidad, no debe dejarse de lado la historia de las innumerables formas de la oralidad que, con y junto a la escritura, continúan vivas y fueron un fermento para ella.
Este museo, filial del Museo Nacional de Baviera, dedicado a la irrefrenable marcha de la cultura escrita, continúa siendo, paradójicamente, bávaro. Muchos objetos y utensilios expuestos en las salas del museo son testigos del arraigo de la escuela tradicional en la oralidad: la predicación mediante obras de arte, en las que imágenes y signos expresan la piedad, la devoción, las estaciones y las peripecias de la cultura popular durante las procesiones del año eclesial, son aquí también silenciosos testigos devueltos a la oralidad. De esa manera se dibuja el carácter entre azul y buenas noches de la cultura occidental; el museo es, por lo mismo, una exhortación a escuchar el canto escondido, pero inmortal, de los que la escritura abatió.
Capítulo II
Historia y alfabeto
Al igual que la enseñanza, la historia sólo puede pensarse cuando la Palabra se hace palabras. Antes de ellas, ni el maestro, que enseña una materia, ni el historiador, que describe tradiciones, podrían haber existido. Sólo a partir de tradiciones fundadas en palabras este último reconstruye el pasado. Su patria es la isla de la escritura. Parado en ella produce materias de enseñanza para sus habitantes. Todo pasado que se deja asir de esa manera está irremediablemente ligado a la escritura. Más allá de esa orilla, los recuerdos no se metamorfosean en palabras. Donde el pasado no deja palabras, el historiador no encuentra ni piedras ni cimientos para sus reconstrucciones. Donde faltan las palabras, el artefacto del historiador calla. Si persiste en describir estas sociedades sin palabras, se vuelve fácilmente historiador de la naturaleza o antropólogo en el sentido de Aristóteles, para quien el verbo anthropologein sólo puede traducirse como «chismorrear».
Heródoto conocía la orilla de la escritura-de-la-historia. Un siglo después de la muerte de Polícrates, el déspota de Samos, escribió: «… fue, con excepción de Minos de Knosso y quizá de algunos otros que podrían haberlo hecho, el primero que tuvo la intención de dominar el mar. De todos modos, Polícrates fue el primero que pertenecía al género humano». Heródoto no negaba a Minos. Sostenía que el constructor del laberinto era el suegro del Minotauro. Creía en los dioses y en los mitos, pero los mantuvo fuera del marco del acontecer descriptible históricamente. No se sentía llamado a descifrar en el mito un núcleo de verdad narrable, como lo harían los historiadores griegos y romanos que explicaban, por ejemplo, el sacrificio de muchachos atenienses a Minos como un tributo de efebos a un déspota oriental. Semejante a Platón, anterior a él, Heródoto entendía los mitos como historias dirigidas a quienes carecían de la escritura: los niños, los poetas, y las ancianas. Antes de la aparición de la historia había un arte de contar cuyo acontecer no seguía las reglas del arte y del conocimiento, sino del entusiasmo —literalmente el ser habitado por un dios— y de la emoción. A este tiempo corresponde otra verdad: el mito y no la penumbra inventada por los historiadores de la historia temprana y de la prehistoria. Los recuerdos de ese tiempo se convirtieron en fuentes históricas cuando un historiador los puso en palabras. Antes de la escritura alfabética no existían y, en consecuencia, tampoco existía un texto que pudiera referirse a una tradición ni materia alguna que pudiera transmitirse. En este antes, el pensar mismo tenía alas; era inseparable del habla y, semejante al pájaro, volaba siempre. El narrador de historias hila su trama sin cesar y nunca vuelve a lo dicho literalmente. El historiador, en cambio, quiere inmovilizar la historia. Semejante a Flavio Josefo en La guerra de los judíos, fija la historia que escuchó, haciendo de ella una fuente para las generaciones por venir: «Mi tarea es escribir lo que se me dijo, no creer todo; y lo que digo aquí es el precepto de toda mi obra». Con la aparición del Urtext8 nacieron simultáneamente fuente e historia. La historia sólo se volvió una rigurosa disciplina cuando fijó de manera reflexiva la descripción de un pasado carente de palabras.
Cada Urtext es el protocolo de algo que se escuchó. Algún escriba genial oyó a Homero. Bernardino de Sahagún se sorprendía de lo polimorfo de los cantos dedicados a Quetzalcóatl: cada cantante los cantaba de diferente manera. Los antropólogos, en cambio, se volvieron cazadores de lo no-escrito: con sus grabadoras asaltan a africanos, mujeres, y campesinos en cuyas hablas creen encontrar algo pre-histórico. Los etnólogos criban dichos y leyendas buscando las migajas de fórmulas orales. Intérpretes académicos de sueños quieren adueñarse de la lengua sin palabras del sueño. La tarea del historiador es desarrollar instrumentos para reconocer, entre esos protocolos, las fuentes originales: textos que no se fundan en otros textos, sino que son primeras transcripciones de declaraciones orales. Estos protocolos son pecios del dominio de la oralidad, sentencias puestas en palabras por vez primera, ritmos capturados en líneas. El historiador crítico, que rechaza contribuir a una historia natural del hombre, de la sociedad o de la lengua, se vuelve prudente cuando pisa las arenas de esta orilla de la historia. Cuando lee a Heródoto o a Homero, observa asombrado la historia de la creación de las palabras griegas. Ya que la palabra, de la que hablamos hoy, no siempre existió —debemos su existencia a la escritura, a la enseñanza, y a la escuela— hay que temer por la amenaza que pesa sobre ella.
Ni los cantos de los poetas, ni los conjuros de los sacerdotes o los mandatos de los soberanos son sucesiones de palabras: su inmenso, y al mismo tiempo fugitivo poder escapar a la descripción —los poderosos que los pronunciaban no podrían reconocerlos como palabras. La prehistoria ignoraba aquellos átomos lingüísticos de una o más sílabas cuyo significado consultamos en el diccionario. Lo que percibimos hoy como unidades sólo pueden tener contornos audibles; las palabras nacen únicamente cuando se escriben. Las series de sonidos separados por pausas que caracterizan el habla no son palabras, sino sílabas, fórmulas, y estrofas. La «Palabra» original, el Verbo, se refiere a esta cadencia del habla. Este sentido se coloca hoy en segundo plano. Lo recordamos cuando se nos da la palabra, cuando la damos, la sostenemos, la rompemos o se la negamos a alguien. Pero ya no lo consideramos como el sentido original. Para nosotros, la palabra significa ante todo una piedra de construcción gramatical antes y después de la cual levantamos la pluma. Es la razón por la que hablamos de la prehistoria como del tiempo de una sociedad a-lógica, literalmente «sin palabras», en la que aún viven «poetas, bárbaros y niños».
Para entender la profundidad que separa la historia de la prehistoria quisiera detenerme en dos temas que es difícil separar: (1) El de la investigación de la historia y la fenomenología de la escritura fonética y, (2) El de la historia y la investigación de la épica oral, al que me referiré en el tercer capítulo. El devenir de la cotidianidad ligada a la escritura en el medioevo europeo no podría representarse sin hacer referencia a los resultados de esas dos líneas de investigación.
La escritura fonética se inventó de una vez, aunque no inmediatamente como Alpha-Beta. Tanto la escritura puramente consonántica como el alfabeto son innovaciones que surgieron repentinamente. Podemos suponer que lo mismo sucedió con otros inventos: los estribos, las herraduras, el collar de caballo, el timón en el eje de la nave, surgieron de la misma forma en Europa y representan innovaciones decisivas que se inventaron «de una vez». Pero ningún otro invento refleja y al mismo tiempo provoca una eversión cuyo destino puede comparase con el que está ligado al alfabeto. El protocolo de la escritura fonética llevó lo escuchado por encima de un abismo que separa dos épocas heterogéneas del hablar. El escriba arrancó lo dicho en un instante fugitivo y colocó en el espacio perdurable de la lengua lo escuchado. Así nació el «texto» —que significa «tejido». En el más allá oral no hay «contenido» que se distinga del acto mismo de aprender. Sólo en el más acá del abismo puede distinguirse la materia de la enseñanza de la enseñanza que la transmite.
El carácter único del alfabeto no puede entenderse mientras se le catalogue entre las escrituras de la humanidad. La escritura meramente fonética es una singularidad entre las escrituras, como el automóvil lo es entre los vehículos, y el altavoz entre los voceros y los tambores que llaman a una reunión. Sólo el alfabeto permite capturar el sonido pasajero de una declaración con el fin de que otro pueda repetirlo aun sin entenderlo: registra el sonido de lo pronunciado y a través del sonido conduce al sentido; hace lo contrario del pictograma y el ideograma. El pictograma da al lector un punto de partida para que recuerde mientras lee en voz alta; pone mojoneras al tanteo sobre un camino ya recorrido varias veces. Los mismos ideogramas son sólo guías hacia declaraciones. Presuponen que el lector conoce el conjunto de ideas cuyos elementos separados están alineados frente a él para que pueda nombrarlos. La lectura de tales escrituras significa volver a contar lo que representan, siguiendo reglas más o menos precisas. Aun cuando, en una escritura pictográfica o ideográfica, algunos signos se vuelven logogramas, es decir, signos que en sí mismos son un nombre, el logograma se presenta mudo al lector quien, a partir del conjunto, debe adivinar la terminación y la flexión sin las cuales el nombre se vuelve inaudible. La mayoría de las escrituras son así «señales de camino», un camino a lo largo del cual el lector debe pensar «en voz alta». «1 x 1» se dice «una vez uno» o «tabla de multiplicar»; pero puedo leerlo también en croata: jedan put jedan. En todas estas escrituras, el lector debe encontrar la expresión audible reflexionando sobre cosas que escuchó decir antes.
Ya en el segundo milenio a.C. hubo en Medio Oriente una serie de titubeantes intentos por ligar, de manera más estrecha, la lengua con una escritura. Uno de ellos fue crear una convención para atribuirle a un pictograma o a un ideograma una sola manera de pronunciarse, con el fin de utilizarlo como signo silábico. Así, para facilitar su desciframiento, se colocó la convención al lado del ideograma o pictograma. En este tiempo no surgió en ninguna parte una escritura puramente silábica —los silabarios de la India y de Japón son mucho más jóvenes que el alfabeto.
De pronto, en el norte de Canaan, en la frontera que separa la tradición jeroglífica de Egipto de la cuneiforme de Mesopotamia, apareció la primera escritura fonética, la primera cuyos signos no se referían a cosas o significados, sino a sonidos, un signo para cada uno de ellos. Desde su aparición, esa lista de consonantes nor-semíticas fue tan completa que muchos investigadores no excluyen la posibilidad de que fuera obra de un solo inventor. Sorprende la idea, no tanto de designar individualmente sonidos, sino de reducirlos a un número restringido de clases, sobre todo porque en cada idioma, hombres, mujeres, jóvenes y viejos expresan los sonidos de su lengua en forma distinta; en cada idioma hay varias modalidades de sonidos. La creación de una escritura fonética significó, en cambio, reducir esa diversidad de expresiones a veintidós sonidos y hacer que cada uno de ellos correspondiera a un signo. La sola invención de este dispositivo es admirable. Pero aún más grandiosa me parece la temeridad con la que unas tribus de pastores alrededor de Biblos reivindicaran para sí la propiedad de ese invento. Con ello provocaron una eversión mundial. La invención de la escritura fonética hizo que Israel, como lo relata el libro del Éxodo, venciera espiritualmente a Egipto. En las tumbas, en lugar de la momia, apareció la palabra escrita sobre papiro. Desde entonces, el sacerdote versado en jeroglíficos ya no fue el único en anunciar la resurrección, cualquier lector podía hacerlo. El signo escrito dejó de ser un apoyo que permitía recordar en voz alta: de ahora en adelante separará una secuencia fonética de su pasado y la enterrará en la superficie escrita. El invento de la escritura fonética hizo posible una nueva relación con el secreto de Osiris: un despedazamiento del discurso vivo, su entierro y su resurrección por parte del lector.
Por muy admirable que parezca esta proeza técnica, por mucho que nos asombre la eversión mística en relación con la muerte, no debemos olvidar, sin embargo, lo que falta a esta escritura semita para volverse un verdadero alfabeto. Ella no indica el sonido de la respiración, es decir, las vocales, sino sus zarzos, su andamiaje, su esqueleto: las consonantes. Sólo quien conoce el idioma puede vocalizarlas, hacer florecer la palabra a partir de sus raíces escritas. La serie de consonantes que permiten escribir las lenguas semíticas hace posible representárnoslas como un conjunto de raíces. Aprender a leerlas exige dedicarse a un análisis lingüístico muy particular que requiere la capacidad de reconocer tres consonantes y atribuirles un sonido a partir del conjunto de lo previamente leído. En la Biblia hay una escena en la que se exige al profeta soplar sobre unos huesos secos para que se revistan de carne y vuelvan a la vida. Hasta el tiempo de Cristo y más allá de él, quien estaba versado en esa escritura podía interpretarla leyéndola.
El alfabeto griego evierte este proceso, haciendo del texto un espejo de la declaración hablada que exige una interpretación. La serie de consonantes semíticas se volvió el espejo de la oralidad cuando, alrededor del año 900 d.C., sabios hebreos en Asia Menor las retomaron e hicieron de ellas un ABC, es decir, una serie de consonantes que contienen signos vocálicos. Los griegos dejaron intacta la serie semítica de las letras, su forma y sus nombres, pero no conservaron sus significados. Beth, por ejemplo, que en las lenguas semíticas está llena de significados: «casa, origen», para los griegos se volvió sólo el nombre de una letra. Un azar les facilitó el «descubrimiento» de las vocales. De las consonantes semíticas, cuatro de ellas sonaban mal a su oído griego y las utilizaron como señales vocálicas, una designación que quizá los semitas evitaron por respeto.
Así se elaboró la técnica con la que los sonidos emitidos por la voz se filtraron del discurso oral para volverse palabras en los ojos de los lectores. El alfabeto griego es la primera escritura que anotó lo que salía de la boca del hablante y dejó al discurso cuajar en lengua, desligó la lengua del discurso. El lector veía ahora, sobre la superficie escrita, la lengua como imagen del discurso oral. Este invento no requería del análisis del significado por parte del lector que podía pronunciarlo palabra por palabra, aun sin entender lo allí escrito. Por el contrario, el acto de escribir requiere de cierto análisis del sentido, ya que quien escribe tiene que pescar «palabras» en el flujo del discurso. Ese es el primer paso para llegar a considerar cada discurso como un texto no escrito y al hablante como un autor potencial
La singularidad de esta nueva posibilidad se hace patente cuando la contraponemos con la manera de leer y escribir propia de las escrituras semíticas. Las palabras son algo muy distinto de las raíces. Para descubrir dichas raíces en un discurso se necesita una especie de radiografía. El escriba debe meditar el discurso escuchado, interiorizar su sentido y descubrir en él las raíces correspondientes. Escribir es una suerte de Mnemosyne, de memoria gráfica, una señalización del camino en el que un sonido escuchado se vuelve sentido entendido. La escritura semítica es la expresión de lo que el escriba escuchó. La exigencia de la escritura semítica en la búsqueda del trasfondo inaudible hace superfluo el invento de las vocales. El alfabeto exige, en cambio, un proceso diferente que implica distribuir el flujo del discurso en una serie de palabras. Aquí también se requiere el análisis del escriba. Sólo que en lugar de que el escriba haga evidente, mediante el análisis, el significado de la raíces, evidencia el sonido de palabras. En el espejo del alfabeto se manifiesta una nueva realidad: la de la lengua separada del discurso pronunciado.
El alfabeto es una matriz que llevó al mundo griego no sólo a las palabras, sino a la lengua, al logos, a la relación posible del hablante con la lengua. Con ello surgió la posibilidad de la eversión que representa a la lengua como un sistema de comunicación del que una sociedad puede servirse. La separación entre el sonido y su representación condujo así a la posibilidad de separar el pensar del decir que conduciría, a su vez, a una extraordinaria ampliación del «saber» disponible y transmisible. Pero más importante que eso, me parece todavía la posibilidad, inherente al alfabeto, de poner en circulación la categoría de un saber abstraído del sujeto que sabe.
La escritura no es la única técnica conocida para hace cuajar el flujo del discurso y permitir que cristales lingüísticos intactos nos acompañen durante decenios o siglos. Cuando melodía y ritmo se combinan en el verso con proverbios pueden nacer fragmentos lingüísticos indestructibles. Los tambores de los Lokele en la selva, no lejos de Kinshasa, conocen todavía las sentencias que corresponden al ritmo de su tamtam. Aunque nadie recuerde lo que significan, los tambores necesitan de ellas para tocar el ritmo.
En ciertos rituales del Istmo de Panamá, se usan sucesiones de sonidos cuyos ritmo, melodía y articulación parecen formar contrapuntos tridimensionales que protegen los cantos de modificaciones y los vuelven momias verbales de un tiempo anterior olvidado. Sentencias legales, conjuros, encantamientos mágicos, bendiciones y maldiciones, elementos genealógicos, adjetivos propios del nombre de un dios o de un héroe se conservan con frecuencia de esa manera. El pedazo de madera muescada que el narrador maorí tiene frente a sí y que es indisociable de su memoria; la cuerda anudada que permite al mensajero inca expresar el mensaje que lleva consigo, un poco a la manera en que se reza el rosario; las mojoneras que, antes de la escritura, podían disponerse a lo largo del camino para recordar; el rito del sacrificio que se une al murmullo litúrgico son múltiples ejemplos de las diversas nemotecnias que, mediante movimientos codificados, permiten a todo el cuerpo volverse «libro». Como medio que conserva sentencias y proverbios, el alfabeto, con sus ventajas y desventajas, puede incluirse entre esos rituales.
El alfabeto, sin embargo, se distingue fundamentalmente de esas formas nemotécnicas de la pre-escritura por la posibilidad que ofrece de actualizar declaraciones del pasado. El narrador prehistórico recrea en cada narración la tradición como una nueva creación; su palabra nunca es la misma. No hay ningún texto ni ningún Urtext. Ya que nada puede fijarse, no puede hablarse de versiones. El narrador oral crea siempre un nuevo discurso. El alfabeto, en cambio, permite al historiador partir de un texto que se desligó del hablante. Algo duradero se presenta ahora, que se presta siempre a nuevas interpretaciones. Al igual que el economista falsifica el pasado, cuando atribuye a una «economía de subsistencia» la producción y el consumo de valores escasos, el historiador desfigura la prehistoria cuando lee textos en ella. Procedimientos literarios, estructuralistas o psicoanalíticos hacen de Minos un hombre, del Minotauro un sueño y del laberinto un símbolo.
En la escritura, que captura y solidifica la fluidez del habla, se manifiesta la representación causante de la eversión: la «lengua». Nace la representación de una realidad que no existía antes: la lengua que, independientemente del paso del tiempo, cualquiera puede hablar y que históricamente tiene características que no se encuentran en el habla: es pensable y utilizable.
Primero, la lengua pudo pensarse como algo independiente del hablante o del oyente: como cosa, no como proceso. Segundo, en tanto cosa, el hablante pudo apropiarse de ella y volverla materia de enseñanza. Esa idea está ligada al nacimiento de la lengua. Tercero, a partir de la utilidad de la «lengua» pudo desarrollarse el concepto de medio de comunicación. Esa «lengua» se volvió así el paradigma de todo entendimiento entre tú y yo: aprendes la «lengua» de mi cuerpo, de mis ojos, de mis dedos. Por la reducción de un presente que, a partir del habla, se da en la sinestesia de los sentidos en el que nos percibimos mutuamente, la comunicación se volvió la única forma pensable de percepción.
La diferencia se hace más clara si pensamos que la escritura castra el habla y la arranca del presente de sus oyentes.
Al desaparecer de las letras tanto la expresión lastimera o jovial, de duda, alabanza o burla, como el tono propio de las voces masculinas y femeninas, la escritura fija el habla en una serie inexpresiva de sonido y ruidos.
No hay ninguna otra actividad social que haga más clara y penetrante en relación con el género. Lo que la constituye no es la biología de las cuerdas vocales, sino el sello social que determina lo que en cada cultura suena a masculino o a femenino. Lo que la escritura borra, excluyéndola de la representación de la «lengua» y de lo que hasta hoy interesa a los lingüistas, es precisamente esta relación de la realidad social. La ausencia de género es una característica determinante del contenido del nuevo concepto de «lengua». La lengua se reduce a un medio de comunicación humana desprovisto de género. Por este camino, la escritura alfabética contribuye de manera considerable a hacer del nuevo sujeto —el «ser humano» y su actividad, el «pensamiento humano»— algo pensable por el filósofo y, luego, por el historiador. Las letras no permiten reconocer a quien se dirige el habla. La lengua ya no está ligada a ningún presente. El habla es siempre una llamada de atención, una confrontación con quienes están presentes.
Sólo en relación con la escritura el hablante puede volverse dictador, autor, ya que le es posible considerar de manera responsable las declaraciones allí escritas y reflexionar sobre lo aun no dicho. Así se sienta la base técnica de la crítica textual y la retórica. En cambio, en la oralidad, sólo existen el «adelante y siempre más lejos». Lo hablado está siempre ligado al tiempo alado y a un proceso rítmico.
El alfabeto arranca la tradición de las manos de las musas. Permite que una sociedad trasmita su tradición separada del ritmo y de la mousiké. La tradición que, en la prehistoria podía cuidarse públicamente en un idioma estilizado y rítmico, ahora puede entenderse alfabéticamente como un texto en prosa. Lo que el lector tiene enfrente es un texto, y un texto puede legítimamente ser la fuente de otro texto. El texto puede ser materia o medio de enseñanza, pero también medio de coerción.
La técnica alfabética no tardó en mostrar su poder de moldear a la sociedad. En la oikumene griega y romana estuvo al servicio de ideales diferentes e irreconciliables de élites muy diversas. El ideal de la polis griega y el del derecho romano permanecieron extraños uno al otro. El ideal de la paideia, propio de la ciudad-Estado, y el muy diferente de la docentia y de la disciplina centradas en el magíster, no se dejan traducir mutuamente. Sin embargo, representan maneras de someter al dictado a una juventud destinada al mando. Ambos son maneras de dar forma a la tradición alfabética y de iniciación al poder de las letras.
El primer teórico de las letras, el primero cuya terminología permite distinguir las vocales de los aphona que no suenan y de los aphtonga sin voz fue Heráclito de Éfeso, el maestro pitagórico de Platón. Según un reporte de Plutarco, fue también el primero en nombrar a la Sibila: esta figura femenina que, como el alfabeto, aparece repentinamente, desplaza a su hermana mayor, la Pitia, confinándola al lugar de una profetiza. Al igual que el alfabeto, la Sibila arranca la palabra de los dioses de su contexto temporal. Heráclito describe a «la Sibila que, en su locura, sin amigos, sin joyas ni perfume, deja oír el oráculo divino por mil años». Muy diferentemente de la Pitia, cuyo murmullo tenía que escucharse con atención si se deseaba entender algo, la Sibila escribe sobre hojas y, luego, sobre tablas. También por escrito, la anciana de Cumea entrega el oráculo al rey en Tarquinia. Cumea se encuentra en la Cmpania, cerca de uno de los mayores sitos etruscos, a través de los cuales se supone que el alfabeto llegó a los romanos.