A partir de los argumentos acerca de la historia de la escritura que Iván Illich desarrolla en obras como En el viñedo del texto, ABC. La alfabetización de la mente popular (escrito con Barry Sanders), El texto y la universidad y La escuela al museo (cuya traducción a cargo de Jean Robert y Javier Sicilia se irá publicando en Conspiratio), Javier Sicilia elabora una reflexión histórico-filosófica de la manera en que las «palabras aladas» de la tradición oral fueron desencarnándose en la escritura y el libro hasta convertirse en ese objeto inmaterial y desprovisto de significaciones claras de la era digital.
La palabra es lo más propio de nuestra carne. A veces le llamamos «lengua», en alusión al órgano del cuerpo que la pronuncia. Es el lugar en el que nuestra experiencia del mundo y de nosotros mismos en él se dice y adquiere sentido. Vivimos dentro del lenguaje y el lenguaje es el mundo de lo humano. Nada de lo que hemos creado y fabricado está exento de él. Octavio Paz, tal vez rememorando a Aristóteles para quien «el hombre es el ser dotado de palabra» (logos), lo dijo con el asombro del poeta: «El mundo está hecho de palabras». Más próxima a esa evidencia, Helen Keller, que habitó el mutismo y las tinieblas, pudo exclamar —al descubrir a través de Ane Sullivan el lenguaje— que, al igual que la ceguera nos aleja de las cosas, la sordera y la mudez lo hacen de los hombres. Mediante la palabra, la noche del cosmos se ilumina y el mundo adquiere orden y sentido: «esto es mar, esto tierra, esto firmamento…». Incluso los objetos que creamos no existirían sin ellas. Eran palabras antes de fabricarse; lo son también después: si dejáramos de nombrarlos desaparecerían en la oscuridad de la no-significación, como en el Génesis antes de que Dios articulara su aliento sobre las tinieblas. A partir del Evangelio de Juan, sabemos también que la palabra es, más allá del lenguaje verbal, el ser expresado en la carne de lo humano. De allí el respeto sagrado que en Occidente ha tenido la vida humana ya sea bajo el término religioso de «prójimo» o del de «derecho humano» en el mundo laicizado. Cuando Pilato, durante el juicio que llevará a la muerte a Jesús —la Palabra hecha carne—, le pregunta: «¿Qué es la verdad?», Jesús no responde. Simplemente lo mira en silencio. ¿Qué dice ese silencio? Quizás que la verdad no es sólo una palabra que la boca dice, sino que es el ser, el hombre presente e inasible en su profundidad. La palabra es acto en el ser. A diferencia del lenguaje de los animales y de las plantas que, hecho de sonidos o de signos, es un puro saber inmediato en una espacialidad sin significados, el nuestro es la expresión de un saber que sabe, que saca las cosas de la oscuridad, iluminándolas y ordenándolas, creándolas.
No obstante que estos valores fundamentales de la palabra nos vienen del genio judío para el que la palabra (dabar) sólo adquiere su pleno sentido como acto y del genio griego para el que la palabra (logos) ordena la realidad bajo el régimen del lenguaje, ninguna tradición ajena a Occidente niega su importancia El mismo budismo zen, que desconfía tanto de los objetos como de las palabras que velan la sustancia de lo real, creó paradójicamente, además del arte zen y el uso del haikú como un testimonio de la iluminación, otra joya lingüística, el koan: una especie de acertijo aparentemente absurdo que sólo puede resolverse cuando se sobrepasa el pensamiento racional y se trasciende su sentido inmediato. Entre ellos hay uno muy conocido que, más allá o más acá de sus posibilidades de respuesta, se dirige a la palabra misma e ilustra el peso y la fuerza del lenguaje: «Si un árbol cae y no hay nadie que atestigüe su caída, ¿el árbol cayó o no cayó?»
Habría que responder que cayó y no. Si no hay nadie, es decir, si no hay un ser dotado de palabra, que haya registrado el acontecimiento, la caída del árbol sucedió de manera pasiva, oscura, inexistente. Un animal que hubiera asistido al fenómeno, jamás habría podido ni saber ni dar cuenta del hecho. Lo habría vivido, en su puro saber, como un desconcierto, como un peligro que rompe el orden natural en el que su existencia transcurre, no distinto a la caída de un rayo, al disparo de un rifle o a la presencia de un depredador. No sabría incluso que esa cosa que lo sobresaltó es un árbol.
Sólo si alguien dotado de palabra hubiera sido testigo del suceso, la caída del árbol se habría realizado, habría adquirido una existencia activa, se habría vuelto acto y el árbol habría por fin caído. Nombrar es, en este sentido, crear. Sacar la realidad de las brumas para darle una existencia activa. Los haikú de Ikkyu, Basho y Riokan, tienen de alguna forma esa función: activar lo que está en el vacío, dar cuenta de ello.
Sólo una percepción tan fina de la palabra pudo permitir a quienes crearon el libro del Génesis y, luego, a Juan el Evangelista, imaginar que Dios creó mediante la palabra y que esa palabra es Dios mismo y, por participación divina el ser humano: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza», dice el Génesis hacia el final de la creación; «En verdad les digo que en cuanto lo hicieron a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeñitos, a mí me lo hicieron», dice el Evangelio de Mateo.
No obstante que esa fuerza y esa sacralidad de la palabra siguen estando allí, ya no lo percibimos con esa profundidad sagrada. Dejando a un lado las interpretaciones teológicas sobre la palabra de Dios y su encarnación, la palabra, como traté de mostrarlo en Poesía y Espíritu1 al hablar de lo absurdo de la arbitrariedad lingüística de Sausssure y de la degradación del lenguaje, ha perdido la profundidad y la fuerza que el mundo judío y griego nos heredaron.
Quizá ese hecho surgió a partir de que atrapamos la palabra en la escritura. Es difícil percibirlo. Somos seres alfabéticos. Nacimos con la escritura, la lectura y el libro, y, aún cuando ese mundo está ahora amenazado por los medios electrónicos, nos es muy difícil concebir o imaginar un mundo en el que no existía o creer que se perderá. Al igual que no podemos imaginar la existencia de un mundo pre-alfabético, oral, sin escritura, un mundo donde la palabra, como la de Dios, carecía de un continente escrito (cuando lo imaginamos utilizamos categorías que pertenecen al alfabeto), nos es difícil imaginar que la internet, el hipertexto, Facebook, Twitter, WhatsApp, etc. están generando un nuevo tipo de escritura y de lectura que amenaza ese mundo en el que durante ocho siglos habitamos como humanidad2. Nos sucede como a la rana que lanzada a un perol de agua calentada a fuego lento no percibe el cambió de temperatura que terminará por matarla.
La escritura y la lectura han existido siempre, pero, como lo mostró Iván Illich en varios de sus análisis que no están incluidos en las Obras reunidas publicadas por el FCE, y a quien sigo en esta reflexión (La escuela al museo3, En el viñedo del texto4, El texto y la universidad5, ABC. La alfabetización de la mente popular6, escrito junto con Barry Sanders), no era ni común a la mayoría de los seres humanos —pertenecía a las élites— y nada tenía que ver con nuestra manera de escribir ni de leer. Los pictogramas y otras escrituras, como el cuneiforme, o los sistemas logográficos de otras culturas, no son propiamente palabras en el sentido alfabético del término, es decir, en el sentido de que imitan el habla sacándola de su oralidad y fijándola. Eran más bien un reservorio de ideas, una especie de señales que le permitían a quien los leía recordar sucesos y transitar un camino recorrido ya varias veces. Presuponían que el lector conocía el conjunto de ideas que ellos guardaban y contaban lo que sus signos representaban. «El pictograma —dice Illich en La escuela al museo— da al lector un punto de partida para que recuerde mientras lee en voz alta […] Los mismos ideogramas son sólo guías [que conducen] a declaraciones. Presuponen que el lector conoce el conjunto de ideas cuyos elementos separados [de la palabra oral] están alineados frente a él para que pueda nombrarlos. La lectura de tales escrituras significa volver a contar lo que representan, siguiendo más o menos reglas precisas». Leer en ellas es, por lo mismo, un acto oral. Quien intenta hacerlo en silencio, no se cuenta a sí mismo una historia, mira sólo las ideas que contienen sus imágenes. Pensemos, para acercarnos a ello, en la grafía 1 x 1 que significa, dice Illich, «una vez uno» o «tabla de multiplicar». «En todas esas escrituras, el lector debe encontrar la expresión audible reflexionando sobre cosas que escuchó decir antes».
Para ubicar la primera escritura fonética, es decir, la primera escritura cuyos signos ya no se refieren a ideas o cosas, sino a sonidos que contienen sentidos y de alguna forma reproducen o, mejor, imitan el habla, hay que esperar al segundo milenio a. C., los años 1700 y 1500.7 En ese periodo, al norte de Canaán, en la frontera que separa la escritura jeroglífica de Egipto de la escritura cuneiforme de Mesopotamia, mercaderes fenicios, con el fin de memorizar y llevar de manera más simple la bitácora de sus transacciones comerciales, crearon un sistema de 22 signos a los que redujeron la pluralidad de sonidos de las diversas hablas. Ese sistema hacía lo contrario de las otras escrituras. Mientras aquellas, como dije, eran un punto de partida para que el lector contara una historia o un suceso a partir del recuerdo que los signos de esa escritura contenían, ésta capturaba el sonido de una declaración pasajera.
No fueron, sin embargo, los fenicios quienes la cultivaron de manera exquisita y la convirtieron en una poderosa fuerza, sino grupos de pastores de los alrededores de Biblos, que vieron en ella la posibilidad de que las palabras del impronunciable YHWH, que no había dejado de hablar desde que siglos atrás lo hizo con Abraham en Caldea y lo envió a Canaán, se fijaran y continuaran fijándose. El proceso duró hasta que en el siglo III a. C, Ptolomeo II llamó a los 72 sabios judíos a Alejandría a traducirla al griego —la Biblia Septuaginta que es la base de la Biblia cristiana— y los Evangelios escritos ya en griego y agregados a ella terminaron por enmudecerlo.
A partir de esa escritura, «el signo escrito dejó de ser un apoyo que permitía recordar en voz alta», para volverse una secuencia fonética que, al separar el pasado de la oralidad, lo enterró «en una superficie escrita» que podía resucitar, tal y como se fijó, a través de la lectura. Lo que a partir de entonces pudo leerse no fue el recuerdo de algo, sino aquello que se dijo en determinado momento, tal y como fue dicho.
Esa escritura, que ha pervivido desde entonces, no era, sin embargo y, pese a que esos pueblos la llamaron Alpha Beth, el alfabeto que hoy conocemos y en el que, latinizado, después de que el griego lo dotó de vocales, escribimos, leemos, pensamos y, determinados por él, nos expresamos cuando hablamos. Esa escritura carecía y aún carece de vocales. Sus signos designan sólo consonantes. No indican «el sonido de la respiración [que expresan las vocales], sino sus zarzos, su andamiaje, su esqueleto». Son un conjunto de raíces que, para escribirlas, es necesario reconocer entre los sonidos del habla secuencias de tres raíces. Lo mismo, pero en sentido inverso, requiere su lectura: reconocer los sonidos vocálicos que faltan a esas raíces gráficas y articularlos. Por ejemplo, recuerda Jean Robert, la raíz ktb, se refiere al libro. Su vocalización (kitab, keteb…) indica si se trata del libro como tal, del lugar donde se conserva o donde se lee. La palabra del impronunciable YHWH estaba por lo tanto viva, como aquella con la que creó el mundo. Aunque estuviera fija en la escritura, su fijeza era limitada. Había que articularla en el habla, insuflarle el sonido vocálico y a partir de allí dejarla resonar en el corazón para escuchar a YHWH, reelaborarla por medio del lector en los oídos de la comunidad. Los protocolos de la sinagoga en la época de Jesús muestran algo de eso: la gente se reunía en ella a escuchar la palabra de YHWH. Cualquiera, si sabía hacerlo, podía solicitar leerla en los rollos de pergamino celosamente guardados. El elegido leía y luego se sentaba a hablar sobre la palabra, a reelaborarla.
Leer esa escritura, en cuyos signos, que semejan un conjunto de huesos, el sonido y sus sentidos están enterrados y muertos, recuerda, dice Illich, la visión poética de Ezequiel (37) sobre los huesos secos que aguardan el aliento vocálico, el espíritu, el ruaj de YHWH, para, en el aliento del lector, revestirse de carne y resucitar.
No obstante que un lector avezado en ella puede leerla en silencio, esa escritura está hecha para decirse en voz alta, para salmodiarse, para cantarse como aún se hace en la sinagoga, incluso, para murmurarse cuando se lee en la soledad, para dejar hablar la voz oral, incapturable con la que YHWH creó el mundo y habla a su pueblo.
Recuerdo en este sentido a mi amigo Jaime Littman, un niño que vivía en la misma calle que yo, en la Campestre Churubusco. A veces llegaba a buscarlo cuando, como parte de su educación judía, leía la Torá. Su madre me pasaba a su casa y me pedía aguardarlo en un sillón cercano a donde él, inclinado sobre el libro sagrado, leía. Con su yad —un mango con una pequeña mano de cuyo puño cerrado sale un dedo índice— mi amigo seguía esos huesitos que, como Ezequiel, hacía vivir con el murmullo de su lengua.
La escritura semítica sólo se volvió un verdadero espejo de la oralidad cuando, hacia el año 900 a. C., los griegos transformaron en vocales cuatro de las consonantes semíticas que sonaban mal a su oído. «Dejaron intacta la serie [de sus] letras, su forma y sus nombres, pero no conservaron su significado». El Aleph y el Beth, por ejemplo, que además de representar en la escritura sonidos, contenían también significados, «buey» y «casa», respectivamente, se refirieron en el alfabeto griego sólo a letras y sonidos.
Visto desde esta orilla del alfabeto en donde crecí, vivo, estoy aún parado y escribo, y para el que la memoria está encerrada en los libros y no en los recuerdos, la escritura semítica me permite imaginar lo que probablemente era la palabra cuando la escritura no la capturaba totalmente en libros a través del alfabeto griego.
Contra lo que la imaginación libresca podría hacernos creer, quienes fijaron la palabra de YHWH, lo que hoy conocemos como la Biblia, no fueron sus protagonistas. Tampoco lo fueron aquellos a quienes la tradición les da autoría. Ni los profetas, los nabí, ni David, a quien se le atribuyen muchos de los Salmos, ni Salomón, que se identifica con el creador de ese poema inmenso que es el Cantar de los cantares, escribieron una sola línea de esas composiciones. La idea de autor, que surge en el mundo griego del siglo IV a. C, cuando la escritura comienza a adquirir un valor importante, era absolutamente ajena a ellos. Imaginarlos, como lo muestran algunas pinturas a partir del Renacimiento, con un libro, un cálamo o una pluma de ave escribiendo o leyendo, es anacrónico. Quienes la fijaron fueron escribas que asistieron a los acontecimientos narrados, profetizados o cantados o que los recogieron de la memoria viva del pueblo y que a partir de lo escuchado, apelando a los recuerdos de su memoria, infirieron las raíces trilíteras que les permitieron fijarlos en tablillas de cera, en rollos de papiro y de pergamino.
La palabra para ellos no era algo fijo o que debía fijarse. Era la de YHWH que, después de ser capturada en la escritura, resucitaba al leerse y se apoderaba de ellos para reformularse a través de su lengua de carne en los oídos de sus escuchas. Era un habla, cuyo acontecer no seguía lo que para nosotros son las reglas del arte ni del conocimiento, sino que, proviniendo del aliento de YHWH, era una posesión, una exaltación del ánimo, un fervor interior que a la vez que venía de afuera, surgía del adentro con el ritmo propio de quien lo decía mediante el verso, en el caso del nabí, o de la lira, en el del salmista. Mantenerla encerrada o intentar movilizarla en la escritura, era destruirla, encerrarla, como una momia, en el sarcófago de la letra. La palabra, con la que YHWH creó e insufló el interior del ser humano, tenía para el mundo hebreo no sólo el poder de crear, de sacar de las brumas el sentido extraviado, sino también el poder de destruir si se usaba mal. Las bendiciones o las maldiciones son actos orales. «La vida y la muerte —dice el libro de los Proverbios— está en poder de la lengua: del uso que de ella hagas, tal será el fruto».
Esa vitalidad que siempre está resucitando lo escrito y sobrepasándolo, puede verse y sentirse en muchas imágenes que aparecen a lo largo de la Biblia. En ellas la palabra se analoga con actos: salta del cielo, siembra, cae como ladrillos, crepita como el fuego, purifica como el agua, transforma y restaura, es una lámpara encendida y en el Evangelio se hace carne.
Tanto la palabra poética del nabí como la del canto —los tehilim— del salmista eran reactualizaciones de la palabras de YHWH que reestablecía el sentido que el olvido y su anquilosamiento en una letra muerta oscurece. Al ritmo del poema y de la lira del profeta y del salmista, el aliento de YHWH volvía. Era el mismo y, a la vez, nuevo; un canto vivo, incapturable, y creador, diciéndose a través de la lengua del poeta («Profetiza — «Habla en mi nombre»— sobre estos huesos y vivirán», dice YHWH a Ezequiel; «Esto dice el Señor, tu redentor, el Santo de Israel», clama Isaías; «Atiende, pueblo mío, mi enseñanza, toma en serio estas palabras de mi boca», canta el salmista); a veces, a pesar de él: «Sentía [su palabra] dentro como fuego/ ardiente encerrado en los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no podía» (Jr, 20: 9).
Pablo, que vivió muchos siglos después, cuando la oralidad y la escritura, que ocupaba cada vez mayores espacios, se cruzaban y entrecruzaban, era muy consciente de la fuerza de la palabra oral y de los peligros de la escritura: «La letra mata, el espíritu vivifica», señala en su segunda carta a lo miembros de la Iglesia de Corintio (2 Cor. 3: 6). Pablo no negaba la escritura, como se ve. Judío adscrito al templo y ciudadano romano helenizado estaba familiarizado tanto con la escritura hebrea, por su maestro Gamaliel, como, y sobre todo, con la griega de su ciudad natal, Tarso. Sabía de su poder. Dictó en griego muchas cartas al helenizado Lucas; dicen, incluso, que escribió algunas de su puño y letra, apremiado por los rumores que llegaban de las iglesias que fundó con la prédica de su lengua y la necesidad de mantenerlas cohesionadas. Hay que imaginarlo en esta labor secundaria no como a Dostoievski dictando El Jugador a Ana Grigorievna, sino como Cicerón lo hacía con su esclavo Tirus. Dostoievski se sentaba frente a Ana dando vueltas a su alrededor, dictando lo que ella anotaba en signos taquigráficos que luego pasaba a la escritura alfabética. Al concluir, Dostoievski, frente a su manuscrito lo llenaba de tachaduras, enmiendas y añadidos. Lo pasaba de nuevo a Grigorievna para una segunda transcripción, hasta que de tachadura en tachadura, de enmienda en enmienda, de añadido en añadido y de transcripción en transcripción quedó el manuscrito que hoy conocemos en forma tipográfica y libresca. Pablo y Lucas procedían seguramente de otra manera. De pie, junto a Lucas, sentado en un taburete frente a una mesa de madera burda, Pablo se dejaba llevar por el ritmo de sus palabras y Lucas, con un cálamo o una pluma de ave remojada en un burdo recipiente con tinta, se esforzaba por capturar sobre hojas de papiro o de pergamino el sonido de esas palabras que, a falta de espacios entre ellas, de puntuación y quizá de convenciones ortográficas (esas modificaciones al codex antiguo se harán en los siglos XII y XIII8) transcribía en largas líneas de signos alfabéticos. Cuando concluía pasaba el texto a Pablo, quien, para entenderlo debía leerlo en voz alta, al ritmo de lo que en latín se llama dictus. A diferencia de Dostoievski con la transcripción de El jugador, Pablo no tachaba, no enmendaba ni añadía nada a su dictado. Volvía a dictar una versión distinta al ritmo de su inspiración. Seguramente, en la oscuridad del tiempo deben haber varias versiones de sus cartas.
Tampoco hay que imaginarlo escribiendo como Rembrandt lo plasma en sus pinturas: un hombre frente a hojas de papel redactando en silencio. Semejante a como lo hacía con Lucas, Pablo se dictaba a sí mismo murmurando, deletreando cada palabra. Lo hacía, con toda seguridad, a pesar de él. Conocía bien los peligros de tomar a la letra la palabra encerrada en los rollos y las traducciones al griego de la sinagoga. Preso en la fijeza de la escritura e incapaz, por lo mismo, de redescubrir su espíritu, se había lanzado en otro tiempo al exterminio del cristianismo que la contradecía. Tuvo, según los recuerdos de Lucas plasmados en los Hechos de los apóstoles, que toparse con la palabra viva de YHWH — «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»— para darse cuenta de lo que la letra había hecho en él y podía hacer. A partir de ese momento, Pablo redescubrió que la palabra de YHWH era tan incapturable como la persona de Jesús; tan impredecible como el viento que «sopla donde quiere y oyes su sonido; mas no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn. 3: 8), y que se esforzaba por oír, como lo hicieron los profetas.
Tanto Juan el Bautista como Jesús, pertenecían a esa estirpe. Semejante a los profetas, Juan clamaba al ritmo del soplo de YHWH en él. En Jesús, en cambio, ese soplo adquiría el tono narrativo de la parábola («semejanza», «analogía»; hay que recordar que el logos de YHWH, con el que Juan analoga a Jesús, significa palabra y, al mismo tiempo, relación, proporción). Ninguno de los dos ignoraba la escritura reservada a las élites del templo,9 pero como Pablo después de su conversión, y más que Pablo, desconfiaban de ella.
La única vez que Jesús aparece leyendo en el Evangelio (Lc. 4: 16-30) es para reactualizar y mostrar la vitalidad y lo incapturable de la palabra. Al volver del desierto, después de predicar en Galilea de sinagoga en sinagoga,10 lo hace en la de la ciudad de Nazaret, el pueblo donde se había criado. «Como era su costumbre», dice Lucas, entró en ella y pidió leer. Se le entregó la perícopa de Isaías que correspondía a ese sábado, el capítulo 61, versículos 1-2, de acuerdo con la clasificación que, se dice, Joseph Langton, arzobispo de Canterburry, aplicó a la Biblia en el siglo XIII. Al concluir, Jesús enrolló la Escritura, se sentó y, afirmando que la palabra de YHWH está viva, exclamó: «Hoy se ha cumplido esta escritura». Los oyentes, atrapados en el cadáver de la escritura, no entendieron. Jesús hizo entonces alusión al profeta Elías y los volvió a increpar en relación con la fuerza viva de la palabra: ellos, que solo atendían el sentido unívoco de la letra, son como la carne de los leprosos de la época del profeta Elías: carne muerta que, incapaz de sentir el aliento vital de la palabra, jamás podrán sanar.
Tampoco y, por lo mismo, Jesús escribió; ni siquiera dictó como lo harían Pablo y algunos de sus discípulos. Al igual que los profetas y los salmistas; al igual que el Bautista y todos los grandes maestros de las tradiciones orales como Homero, Buda y Sócrates, los poetas y las Pitias, nunca lo hizo. La única vez que también aparece haciéndolo (Jn. 8: 6) es sobre la arena, cuando se enjuicia a la mujer adúltera. Nadie sabe lo que allí escribió. Al mismo tiempo que escribía, el viento y las apremiantes circunstancias que lo rodeaban, hacían desaparecer los signos.
La escena, colocada en el texto de Juan como un rasgo aparentemente intrascendente, no es banal. Señala otra vez la incapturabilidad de la palabra y su condición de acontecimiento.
Jesús hablaba como un poeta antiguo, anterior al texto o no atado a él. Su palabra, como la de Dios que se decía en la lengua viva y carnal de los profetas, es creadora, una palabra viva, incapturable, irreductible en su insondable profundidad, que siempre se está hilando y siempre tejiendo, en la voz de un mediador vivo y a través de una experiencia auditiva que revela y hace que algo acontezca. Esa palabra, no quería permanecer atrapada en los rasgos muertos de una escritura, sino en los oídos y la mente de quienes la escuchaban para que siguieran reelaborándola.
Para nosotros, hijos del libro: del recuerdo encerrado en la memoria del libro, «la palabra —dice Illich— significa ante todo una piedra de construcción gramatical antes y después de la cual levantamos la pluma». Para las tradiciones orales o no atadas todavía a la escritura, la palabra carecía de la lógica implacable de la gramática. Era un mundo vivo, creador, que hacía brotar el sentido de la oscuridad del olvido, un mundo en el que aún viven los poetas, los bárbaros y los niños.
Nunca sabremos en realidad qué dijeron los profetas ni Jesús o cómo cantaron los salmistas. Tampoco sabremos cuál habría sido el destino de la oralidad y el mundo sin la escritura. Nacimos con ella y pensamos desde ella. Lo que de ese universo, que trato de imaginar, queda, son escritos de otros que probablemente no los conocieron y que están en la Biblia y en los Evangelios, incluyendo los apócrifos (no falsos como suele entenderse esa palabra, sino «ocultos», que no fueron sancionados de manera oficial y, por lo mismo, no se expusieron públicamente; podríamos llamarlos hoy ilegales). Esos textos provienen a su vez de otros más primitivos. Hasta donde las exégesis y los actuales descubrimientos en relación con los Evangelios nos permiten ver, surgieron de dos fuentes. La primera, de un supuesto Evangelio Q —inicial que se refiere a la palabra alemana Quelle, «fuente»—, una recopilación de los dichos y parábolas de Jesús, realizados entre los años 30, 40 o 50. Algún escriba o varios escribas seguidores de Jesús, los memorizaron o los escucharon de otros y luego los dictaron a escribas. Semejante a los escribas que recopilaron los poemas de los profetas, este escriba o estos supuestos escribas fijaron las palabras de Jesús, haciendo de ella una «fuente» para las generaciones por venir. Dicho Evangelio podría equivaler a lo que Milman Parry llamó Urtext, al hablar del prototexto que fijó la Ilíada: el protocolo de algo que se escuchó y que hasta ese momento carecía de un texto, historias sin antecedentes, capturadas, por vez primera, en signos escritos; recuerdos que se fijaron. La segunda fuente —que no es un Urtext, sino ya una historia—, parece ser la del Evangelio de Marcos, discípulo de Pedro, y, a lo que parece, un hombre helenizado y poseedor del alfabeto griego y su escritura. Éste habría compuesto su Evangelio a partir de los recuerdos deshilvanados de Pedro y de ese supuesto Evangelio Q. Cuando su maestro murió los fijó en griego, siguiendo los recuerdos de Pedro en él y el prototexto Q, y creó lo que posiblemente es el primer Evangelio. Todos los demás Evangelios son reelaboraciones de esos textos. Incluso el de Lucas, quien, como discípulo de Pablo, agregó otras cosas. Semejante a Marcos lo hizo reconstruyendo desde sus propios recuerdos los de su mentor que, a su vez, se basaban en los recuerdos de los discípulos directos de Jesús a quienes también interpretó y reelaboró, siguiendo lo que el espíritu de YHWH soplaba en su interior. Quizás también su Evangelio está formado de otros tantos recuerdos que el propio Lucas recopiló, guardándolos en su memoria, de los mismos discípulos y de otros que conocieron a Jesús cuando junto con Pablo fue a Jerusalén.
Es posible mirar esto con más precisión y claridad en Homero, que perteneció a un mundo absolutamente oral, donde la escritura griega estaba todavía muy lejos de adquirir la carta de naturalización que tendría en la época de Pablo. En el minucioso y complejo estudio que Milman Parry realizó sobre la Ilíada para desentrañar lo que pertenecía a la improvisación oral, propia del canto homérico, de su composición escrita,11 «Homero» no aparece como un autor en el sentido en que nosotros los modernos lo entendemos y lo conocemos: alguien que sentado delante de su escritorio trata de ordenar en la sintaxis de una escritura lo que capturó del sentido pero carece todavía de una forma comunicable. Era, más bien, un rapsoda («zurcidor») o aedo («cantor») —quizá fueron varios— dedicado a «recitar» la Ilíada. Su forma de cantar —dice Illich, explicando el argumento de Parry— no se basaba en un texto previamente escrito que había aprendido de memoria. Tampoco, como en el caso de los profetas, los salmistas y Jesús, en una Escritura que, luego, poseídos por el aliento de YHWH reactualizaban. Semejante, quizás, al salmista, Homero o los muchos Homeros se dejaban llevar por el aliento interior que tañían en sus lira o con un bastón que golpeaban contra el piso ritmando sus versos.12 A diferencia suya, su punto de apoyo no estaba en la palabra de YHWH guardada en la Escritura, sino en lo que Parry llamó fórmulas —especie de dichos populares— que resguardaban el ethos del pueblo, la palabra de los dioses, del daimon o de las musas que el rapsoda o el aedo, poseído por ellos, hilaba siempre de diferente forma. «En los 27 mil hexámetros de la Ilíada —continúa Illich hablando de los trabajos de Parry— se han detectado 29 repeticiones de [esas] fórmulas. El arte de Homero consistía en zurcir palabras aladas».
«Para practicar esta forma de narración poética se le inició [como probablemente se inició también a los profetas y a los salmistas —hubo escuelas para ello fundadas por Samuel, el profeta que ungió como reyes a Saúl y a David—] en el lenguaje poético de su tiempo que comprendía un número grande pero limitado de tales fórmulas».
Como mi hipótesis sobre la palabra en el mundo hebreo anterior al cristianismo, «la teoría de Parry —continúa Illich— se mantuvo como una especulación hasta que [el propio Parry] pudo observar en vivo rapsodas tradicionales y registrar sus cantos». En los años treinta, acompañado por su alumno Albert Lord y todo un equipo de investigadores que incluía a Bela Bartok, permaneció largas temporadas en Serbia. Allí conoció cantantes populares analfabetas aún arraigados en la tradición épica de los Balcanes. En casas donde se servía café turco y en bodas campesinas cantaban durante toda la noche viejas historias al ritmo de su guzla [instrumento musical de una sola cuerda, del turco gluzi, cordón de crin]. Con los medios propios del tiempo de la preguerra, Parry grabó sus epopeyas con el fin de confirmar su teoría mediante la observación. Ningún guzlar repitió literalmente el mismo epos. Como [Parry] lo esperaba, cada presentación era un nuevo revestimiento de la vieja historia. A la muerte de Parry, Lord continuó durante décadas la investigación. Pudo observar la formación de un guzlar. Primero escuchaba durante años las canciones de los maestros. Mientras guardaba los rebaños, se ejercitaba en el uso del acervo de fórmulas y se familiarizaba así con el lenguaje poético. Cada vez más seguro de sí disponía, al ritmo de la guzla, de un mayor número de fórmulas. Al llegar a la madurez, podía formar parte de un pequeño grupo de cantantes que poseían el mismo repertorio de fragmentos rítmicos. Conforme crecía en el dominio de ese rico material de fórmulas, más transparente se hacía para él su tejido. Al fin formado, al guzlar le era suficiente oír un canto desconocido para improvisarlo una semana después. Nadie podía hacerlo el mismo día; los guzlari reportan que la historia necesita tiempo para arraigarse en el cantante, por lo menos un día y una noche.
«La teoría de Parry permite entender que la poética homérica nació de manera semejante: sin la ayuda de anotaciones escritas, de notas, de planos o diseño. Según las observaciones de Lord en Serbia, es perfectamente plausible que un cantante pudiera zurcir, a partir de fórmulas y en una sola sesión, más una decena de millares de versos. También, según Lord, el proceso del establecimiento de un protocolo dejó de ser un enigma. En Serbia, Lord trató de registrar epopeyas largas sin grabadora, por escrito, y constató que la colaboración entre un buen escriba comunal y un guzlar maduro da resultados sorprendentemente buenos. Al principio, el cantante, al tener que interrumpir la melodía y sustituirla por un tamborileo en su guzla y hacer una pausa en su narración, se incomodaba. Pero pronto, al acostumbrarse al dictado, descubrió un protocolo que lo beneficiaba: tenía más tiempo, que en sus presentaciones públicas, para cazar las fórmulas adecuadas, y el gozo de una nueva libertad. Encontraba en el escriba un auditor atento e infatigable que le permitía seguir hilando hasta agotar el material».13 Lo que Parry y Lord descubrieron, Fray Bernardino lo constató asombrado cuando al llegar a tierras mexicanas, escuchó las formas polimorfas en las que cada cantante interpretaba los cantos a Quetzalcóatl.
Hacia el siglo VII a. de C, a semejanza de Lord en su experiencia de transcribir el canto del guzlar —y como probablemente se hizo con los profetas y, a lo que parece, con las parábolas de Jesús—, alguien tomó por escrito la Ilíada. Lo que aquel escriba hizo fue fijar una de las quizás miles de creaciones sobre ella que, con el arreglo de la de otros escribas, es la que hoy conocemos. Como sucedió con la fuerza creadora y transformadora de la palabra de YHWH, el aliento del dios, del daimon y de las musas quedó atrapado para siempre en las líneas del alfabeto griego. Lo que surgirá de allí será la reflexión intelectual, el argumento, la hermenéutica especulativa.
Mucho antes que Pablo, Platón constató con mucha mayor claridad que él, lo que la domesticación de la palabra por medio de la escritura haría al matar su espíritu o, mejor, al desencarnarla y atarla al alfabeto.
A diferencia de Pablo, que vivió en un periodo en el que la oralidad y la escritura griega se cruzaban y entrecruzaban de manera heterogénea, Platón vivió en la frontera en la que la escritura se consideraba todavía una artesanía (finales del siglo V a. C y principios del IV) y en la que, en la juventud de Platón, comenzó a volverse materia de enseñanza o, como dice Illich, «entre la alta cultura oral y la alta cultura escrita de los griegos».14 Poeta, antes de volverse filósofo a causa de Sócrates, y escritor, a causa de la enseñanza de esa materia que la escuela de Atenas venía de adoptar, abandonó el mundo de la oralidad para, a partir de sus recuerdos, fijar en la escritura la palabra de su maestro y de sus condiscípulos. Aunque, convertido en filósofo y autor, puso por encima de las «palabras aladas» de los poetas la superioridad del pensamiento y la reflexión del mundo escrito —su pleito con Homero y los poetas aparece a lo largo de su obra—, no dejó de ser un poeta —sus Diálogos están llenos de mitos y fábulas que expresan la profundidad de su pensamiento y el de su maestro. Por lo mismo tampoco dejó de ver en la escritura un pharmakon, es decir, una droga, al mismo tiempo remedio y veneno. Quizá por ellos inventó el diálogo, que imita la fuerza del habla, en la que Sócrates se expresó: un hilar el discurso a través de la mayéutica, el arte de las parteras, el arte de dar a luz, de sacar lo que estaba en la oscuridad a la existencia, una forma distinta a la del profeta o a la del aedo de escuchar y reelaborar la verdad, el sentido.
En el diálogo Fedro, recuerda Illich, Platón manifiesta, a través de la fábula de Theuth, la bendición y la amenaza de la escritura. Theuth había inventado las letras. Fascinado con su descubrimiento fue a ver al rey Thamus para que las adoptara mostrándole su condición de remedio que fortalecería la memoria y la inteligencia de sus súbditos. Después de valorar sus bendiciones, Thamus lo rechazó al descubrir sus efectos negativos. La escritura, le dice a Theuth, «sólo producirá el olvido en las almas y hará depreciar la memoria: provocará que los ciudadanos abandonen sus recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un remedio para cultivar la memoria, sino para despertar reminiscencias».
La memoria de la que habla Platón son los recuerdos, formas del mundo de las ideas que están en el corazón, no en el nuevo instrumento que los almacena como en una bodega en la que alguien deambula buscando objetos. La memoria para él está todavía asociada con la Mnemosine de los poetas, una Titán, hija de Gea (la Tierra) y de Urano (sus profundidades y misterios). Con Zeus (el saber divino) engendró a las musas, que bajaban a la tierra a susurrar recuerdos a los seres humanos que las invocaban. Mnemosine tenía un río, cercano al Leteo. Los muertos dejaban allí sus recuerdos. Es probable que las musas (asociadas en periodos más arcaicos con la ninfas, que habitan en las fuentes) tomaran esos recuerdos de aguas burbujeantes y ricas de su madre, y los llevaran al poeta que los reactualizaba en la memoria de los ciudadanos. Un recuerdo reelaborado de ese mito aparece en el de Er, al final de La República.
Platón vuelve constantemente a esa noción del recuerdo y a lo que era la palabra de la oralidad poética. En el Banquete, la sacerdotisa Diotima, de quien Sócrates es portavoz, describe la verdad como un proceso que recuerda la composición de la Ilíada que Lord describe al observar a los guzlar sacando siempre el mismo tejido del olvido para hilarlo en un nuevo canto, o como los profetas y Jesús que, vueltos a su interior, extraían de la palabra, inmovilizada en el escritura, el aliento vivificante de YHWH que crea, recrea, transforma y salva.
Según Illich, Diotima enseña a Sócrates que Eros, cuya aspiración es la permanencia, únicamente alcanza la inmortalidad cuando medita en el Eidos, la verdad inmortal. «Sólo mediante esta meditación amorosa, que es una repetición constante del pasado [es decir, de lo eterno del mundo de las ideas, que está en el origen de las cosas], puede llegarse a la sabiduría». Como en el mito de Theuth y, a semejanza de Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, Platón en el Banquete ve amenazada esta búsqueda de la fuente de la verdad por el inmenso saber inherente a la escritura.
A partir de entonces, contra la palabra creadora, que remueve del olvido el sentido y lo trae de la oscuridad a la existencia, contra las advertencias de Platón, el alfabeto y su escritura se fueron imponiendo y generando una transformación que lentamente cambiaría la historia y la percepción. Ese ABC, que dotó a los signos semíticos de signos vocálicos y «elaboró —dice Illich— la técnica con la que los sonidos emitidos por la voz se filtraron del discurso oral para volverse palabras [escritas] en los ojos de los lectores», no sólo arrancó la palabra del aliento de YHWH, también de los dioses y las musas, transformando el saber y la fuerza creadora de la palabra en pensamiento analítico y reflexivo.
Con el tiempo y la universalización de ese nuevo instrumento, el mito se volvió mentira y la palabra del poeta un juego de sociedades infantiles ajenas a la razón y su verdad. Los procedimientos de esa racionalidad, separada de la fuerza creadora y vivificante de la palabra, a la vez que hicieron, como dice Illich, «de Minos un hombre, del Minotauro un sueño y del laberinto un símbolo», hicieron de la palabra de YHWH encarnada en Jesús teología, especulación intelectual. Al separar el pensar del decir, la escritura, al mismo tiempo que permitió un amplitud del saber disponible y transmisible, lo volvió especulativamente abstracto, lo desencarnó de su saber substancial e incapturable, de su parte sagrada y creadora.
El proceso no fue, sin embargo, inmediato. Con el aparecer del alfabeto y su adopción, la oralidad y la escritura, como lo muestra la relación de Pablo con ellas, coexistieron mucho tiempo de manera heterogénea.
Por un lado, ese nuevo régimen de la palabra, que como las otras escrituras siguió perteneciendo a las élites (a las griegas, luego, transformado en latín a las romanas y, con la caída del Imperio, a las eclesiales, que hicieron de ella un instrumento de divulgación y dominación de la nueva fe, cuando en el siglo IV (382) Jerónimo de Estridón tradujo la Biblia hebrea y griega al latín, la Vulgata), tenía tanto elementos de la oralidad como de la escritura. A semejanza de los protocolos de la sinagoga y con algunas excepciones, leer fue hasta el siglo XII y XIII un acto oral. Aunque las letras de la nueva escritura estaban ya dotadas de vocales, las líneas del nuevo alfabeto, al carecer no sólo de separación entre las palabras, sino también, y por los mismo de puntuación, sólo podían frasearse o cantarse, como aún hoy en día se hace en las sinagogas, en los monasterios cristianos o en solemnidades litúrgicas de la Iglesia católica. De allí que muchos textos anteriores al siglo XIII tengan a lo largo de sus líneas notaciones que semejan notas musicales. Leer era como interpretar una partitura.
El acto de escribir, sin embargo, cambió. A diferencia del escriba hebreo que debía, a partir de los recuerdos de otros o de sus recuerdos interpretar la palabra y luego encontrar sus sonidos en las raíces trilíteras de sus signos, el escriba del alfabeto dejó poco a poco de interpretar y reelaborar sus recuerdos. Como probablemente lo hizo Pablo al dictar en griego sus cartas a Lucas, el escriba del alfabeto dejó de estar frente a recuerdos, para capturar con su astilla de hueso, su cálamo o su pluma de ave entintada, el dictado del hombre que estaba junto a él. Lo que el escriba capturaba en ese alfabeto, que todavía carecía de separación entre las palabras y de puntuación, no era el sentido de las palabras del dictator16, sino sus sonidos que anotaba en largas e ininterrumpidas líneas. Platón, al parecer, tenía un secretario, Filipo de Opunte, que transcribía sus palabras sobre tablillas de cera. Según el historiador griego Diógenes Laercio (s. III d. C) en su Vida de filósofos ilustres, algunos le habían reportado «que Filipo de Opunte [350 a. C] puso por escrito las Leyes que estaban en cera» y que con toda probabilidad había anotado previamente en ellas.
Aun después, dice Illich, de que en el mundo romano los grandes gramáticos como Varrón o Quintiliano domaran el alfabeto griego en el latín del Imperio y enseñaran sus formas y funciones, escribir y leer siguieron siendo una «gramática». Al igual que la lectura continuó siendo un deletrear, un frasear, un cantar o un canturrear, el nuevo escriba seguía agregando líneas de palabras, sin que las palabras, carentes de separación entre ellas, formaran todavía la imagen de la palabra.
Cicerón (s. I a.C) dictaba a sus esclavos, en particular a Tirus. Lo mismo haría Agustín de Hipona (s. IV d.C) —quien tenía un escribano para cada tipo de discurso y que se asombró cuando encontró a su maestro Ambrosio ensimismado en la lectura de la Escritura sin murmurar palabras—. Bernardo de Claraval (s. XI d.C) tenía a su disposición varios escribas y dictaba, a la manera de Cicerón, pero, agrega Illich, más lentamente, porque tanto él como sus escribas desconocían la escritura rápida en el dictado, que parece haber conocido Tirus. Tomás de Aquino (s. XIII), contemporáneo de las reformas que se practicaron a la escritura (separación de palabras —practicada ya por Isidoro de Sevilla, s. VI y VII, y Petrus el Venerable, s XII, que no lograba hacer entender a sus discípulos el latín—; puntuación, que sustituyó los signos musicales en lo escrito; división en párrafos, en síntesis, todo aquello que conforma las páginas de los libros en que nacimos y aprendimos), comenzó a proceder de otra manera. A diferencia de los anteriores, que, semejantes a San Pablo, al corregir el dictado volvían a dictar (de Bernardo de Claraval, consigna Illich, se conservan —lo que, hasta donde sé, todavía no se ha encontrado de ninguna carta de Pablo— dos textos de un mismo sermón que difieren bastante uno de otro), el dictado del Aquinate fue desde el principio «la reelaboración ordenada de sus notas; daba forma a su texto pensando en fuentes escritas. Tenía a su disposición los materiales más actuales. No necesitaba dictar a secretarios equipados con tablillas de madera untadas con cera. Muchos de sus borradores, redactados con su propia mano, se han conservado. Utilizaba la nueva escritura cursiva gótica, que no se había homogeneizado y que la primera generación de sus alumnos consideraba ilegible. Tomás aún tenía que dictar sus anotaciones. Sólo la siguiente generación pudo hacer copias de lo escrito. Tomás bosquejaba el esquema de su argumentación y, en muchos casos, lo dictaba y dictaba, luego, su ejecución. El exponer una idea a partir de notas fue un procedimiento desconocido en la Antigüedad».
Hasta la aparición del Aquinate y las profundas transformaciones que se aplicaron al codex o códices —cuadernos plegados y cosidos en forma de libros— que sustituyeron a los rollos en pergamino hasta convertirlo en el libro que conocemos, y que Gutenberg dotó de alas en el siglo XV con los tipos móviles, elementos de la oralidad, de «la palabra alada» se conservaron en una relación heterogénea con la escritura. Desde Platón hasta Tomás, la palabra no fue por completo una construcción argumentativa basada en otros textos, una reflexión puramente intelectual, que desde entonces se compartiría en las aulas (las reformas que se hicieron al codex, no sólo arrancaron la escritura y la lectura de los colegios monásticos, fundaron también la universidad, como lo muestran, dice Illich, «las miniaturas de finales del siglo XIII», donde los alumnos aparecen «sentados bajo la cátedra con el texto del maestro que desde ella lo lee. Los alumnos ya no tenían que recordar el sonido de sus palabras, sino la construcción de sus argumentos)». La palabra también sacaba el sentido de las brumas en la que el ser humano lo sumergió desde Adán y Eva y tenía todavía el poder de transformar y crear.
Quienes, me parece, mejor lo expresaron fueron los Padres del Desierto, los iniciadores de lo que, con Benito de Nursia (s. V y VI) y su regla, será la tradición monástica.
A finales del siglo III, y con mayor fuerza durante el siglo IV, en el periodo en que Constantino I dio rango imperial a la Iglesia con el Edicto de Milán, varios hombres y mujeres —que serían conocidos como abbas («padres») y ammas («madres») del desierto, cuyas enseñanzas están recopiladas en los Apophtegmata Patrum— dejaron todo y, abandonando las ciudades, se asentaron en los desiertos de Siria y Egipto. Algunos, como Antonio, uno de los primeros y quizá el más conocido desde que Atanasio de Alejandría dictó a un escriba su vida, sabían leer y llevaban consigo, junto con las escasas pertenencias que trajeron de su existencia anterior, las Escrituras, traducidas al griego o al copto. Generalmente, dice Douglas Bourton-Christi17 eran codex de bolsillo que medían de 15 x 11 cm. a 7 x 5. Otros, la mayoría pertenecían al mundo oral.
La palabra de la Escritura —el libro que desde la aparición de la Biblia en griego y los Evangelios, se concibió ya no como una palabra oral, sino como la palabra dictada por Dios— era fundamental para ellos. Seguía teniendo el mismo sentido que para los profetas hebreos, los salmistas y Pablo: una palabra viva que, como sucedía entonces, sólo podía leerse en voz alta para abrir el interior de quien la leía y de quienes las escuchaban. Una llave que abría el interior y lo vivificaba. Si no ejercía esa función, si la Escritura no se leía de manera constante y atenta era tan inútil como su existencia sepultada en el sarcófago del rollo o del codex.
Antonio fue alcanzado por ella cuando, meditando en lo que debía hacer con la herencia de su padre, entró en una iglesia de su pueblo, Comas, en el Bajo Egipto. Ese día se leía el capítulo 19 de Mateo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo». Al salir, Antonio vendió todo, lo repartió y se fue a vivir a las orillas de su pueblo; luego a las profundidades del desierto. Algo semejante le sucedió a San Agustín con la carta de San Pablo a los romanos, según nos narra en sus Confesiones.
Como no todos los que poblaron esos desiertos sabían leer, cada semana esos hombres y mujeres se reunían en las llamadas sinaxis («reuniones»), en las que grupo de monjes y anacoretas se congregaban a recitar y escuchar la lectio de labios de aquellos que sabían leer, acto que continuaban cada uno de ellos en la soledad de su cueva o de su cabaña, mediante la memorización y la recitación constante de alguno de esos pasajes.
Cuando el trabajo de la palabra de la Escritura había llegado a transformar a alguno de los monjes, su propia palabra adquiría la misma dimensión y fuerza que la de la Escritura, a veces mayor. El logos, el logion («discurso», «dicho»; la palabra que usan los Evangelios para referirse a las enseñanzas y parábolas de Jesús) o —la palabra más comúnmente usada entre ellos— el rhema («habla», «declaración»), era la forma de su enseñanza. «Abba dime una palabra [rhema]», es, dice Burton-Christi, una expresión habitual a lo largo de los Apotegmatha («Sentencias»).
Esa palabra, absolutamente oral, tenía la misma fuerza creadora, el mismo peso de transformación y el mismo dinamismo que la dabar con el que YHWH creó el mundo y los profetas, los salmista y Jesús hablaron, porque emanaba de alguien que en sí mismo, como Jesús, se había vuelto palabra. Una era el espejo del otro y viceversa. En esa unidad, el origen y el sentido, sumidos en las tinieblas del pecado y el olvido, volvían a la luz para transformar nuestra existencia en actos. La palabra que no se hacía vida, era, como la palabra encerrada en los rollos y los codex de la Escritura, un cadáver, una momia. Cuando un hermano a quien Serapión visitaba, le pidió un rhema, Serapión miró alrededor de la celda. En ella había estantes con libros. Tras una pausa respondió: «¿Qué puedo decirte? Has cogido la vida de las viudas y los huérfanos y las has puesto en tus estantes».
Ninguno de aquellos abbas y ammas escribieron una sola línea de sus rhema ni de las historias que las rodearon. Al igual que desconfiaban de la palabra de la Escritura guardada en estantes, desconfiaban de aquella que podía seguir su mismo destino. Hijos de la oralidad, la palabra, para ellos, no estaba hecha para atesorarse, sino (es lo propio de Dios, que desde que articuló su aliento sobre la faz del abismo y se encarnó en Jesús no deja de hablar) para iluminar, transformar, recrear. Semejante al viento del que Jesús habla a Zaqueo, la palabra era, dice Saint-John Perse en un verso, «el grito penetrante del dios sobre nosotros».
Las primeras escrituras de los rhema aparecieron a finales del siglo IV, casi 100 años después de que Antonio y los primeros abbas y ammas se asentaron en el desierto. Hasta entonces, sus enseñanzas y las historias que las rodearon se trasmitieron, como la de los profetas, Jesús, Buda, Sócrates y los cantos de los aedos, de manera oral, a partir de los recuerdos de quienes fueron sus testigos o de los recuerdos de quienes las escucharon de otros. «Hermanos —dice el monje Isaías en la presentación de su compilación— lo que he visto y oído de los ancianos, yo se los presento». Su forma, que imita al rhema, es escueta.
Conforme los monjes sucumbieron a los influjos de Thuth, los relatos se volvieron no sólo más elaborados, adquirieron también el carácter intelectual y especulativo que irá caracterizando al libro y que se encuentra ya en la Vida de Antonio de Atanasio de Alejandría, obispo, como Agustín, en los inicios de la Iglesia imperial, o en las biografías y enseñanzas de Pacomio, discípulo de Antonio, fundador del primer monasterio, un cenobio, y de la primera regla monástica que servirá de base a la de Benito de Nursia.
La escritura y su nuevo régimen siguió siendo, sin embargo, un asunto de élites y de teólogos como Agustín, Atanasio y los Padres de la Iglesia, hasta que en el siglo XIII y XIV, con las reformas hechas al codex, comenzó a generalizarse hasta convertirse en la base fundamental de la enseñanza y del mundo alfabético en el que hasta ahora, en que comienza a ser amenazado por los medios electrónicos, hemos vivido. Lo siguió siendo también para el universo monástico hasta nuestros días. Los colegios monásticos, que comenzaron a desarrollarse a partir de Pacomio y cuya enseñanza fue desplazada por el libro y el nacimiento de la universidad en los siglos XII y XIII, tuvieron una doble función. Por un lado, además de la enseñanza cristiana, resguardar el saber antiguo y el que comenzó a generarse con la traducción de la Biblia al griego y los Evangelios. Por el otro, preservar la palabra tal y como los padres y las madres del desierto la vivieron en las sinaxis y en la soledad de sus cuevas, de sus cabañas o, con el surgimiento de los cenobios y de los monasterios, de sus celdas.
La primera seguía el procedimiento de Cicerón, Agustín, Atanasio y los Padres de la Iglesia hasta Tomás de Aquino: alguien dictaba a monjes escribas que reproducían los manuscritos de la Antigüedad y del mundo cristiano para salvarlos, primero, de la barbarie; luego para difundirlos. Las imágenes modernas que nos presentan a los scriptoria monásticos como lugares silenciosos son falsas. Eran sitios ruidosos, llenos de murmullos, al menos hasta finales del siglo VIII en que, según Illich, aparece «una representación del escritorio que no tenía antecedentes: el escriba está sentado frente a documentos que copia de manera directa». Pese a ello, ese tipo de copiado no se generalizó hasta el siglo XII y XIII. Todavía en el siglo XII, acota Illich, Bernardo de Claraval (quien fue fundamental en la profunda reforma del monacato iniciada por Roberto Molesmes, que dio la orden cisterciense, cuya regla, aun más estricta, incorpora el silencio como forma de vida), «se abstenía del ars dictandi […] durante el riguroso silencio de la Cuaresma».
La segunda, conservada hasta nuestros días, preserva, bajo el orden dado por el ora et labora de la regla benedictina, la sinaxis del desierto: los rezos de las horas canónicas —desde maitines hasta completas— está puntuado por la lectura cantada de los salmos, de la Escritura y de las reflexiones de algún Padre de la Iglesia. La resonancia interna de esas palabras están, al igual que para los padres y las madres del desierto, preñadas de un poder vivificante y transformador. A fuerza de dejarlas entrar y rumiarlas para quitarles la cáscara de la escritura, el «grito del dios» surge mostrando sus sentidos y transformando la oscuridad en que la existencia está encerrada. Como en la sinaxis antigua y la lectio divina, en las que el texto todavía no tiene la forma que adquirieron las páginas del libro y eran, dice Illich en En el viñedo del texto, páginas cantantes: especies de viñedos de los que cuelgan las uvas de las letras, los monjes y monjas modernos leen, durante las horas canónicas, de manera semejante a los hombres y las mujeres del desierto.
Cuando el monje o la monja de la antigüedad y del medioevo hallaban en esas lecturas el fruto adecuado (trabajando así algunos textos bíblicos escribí Lectio18), lo guardaban en su memoria, los llevaban a la celda y, como lo pedía un maestro de novicios medieval, lo rumiaban, lo regurgitaban, y volvían a hacerlo hasta encontrar su sustancia, el aliento vivo de Dios. Rezar era así una especie de murmullo, semejante al que hace el judío en la sinagoga, al que hacía mi amigo Jaime Litman cuando leía la Tora, al que hace el monje budista o hindú cuando recita un mantra o al que hacíamos mis hermanos y yo, cuando, al lado de papá y mamá, rezábamos el rosario al caer la noche.
Illich nos informa que el vecino de celda de uno de los grandes abades de Cluny, donde nació la orden del Cister, Pedro el Venerable, contemporáneo de Bernardo, amigo de Abelardo y Eloísa y uno de los monjes que contribuyeron a la reforma del codex, contaba que hacia la noche, un zumbido de panal surgía de la celda del abad. «Petrus —agrega Illich— seguía la regla y rumiaba lo que en la mañana había ingerido».
Esta fuerza de la palabra, preservada en los monasterios como un vestigio del misterio de la tradición oral, por los místicos, que hicieron de ella un camino hacia el silencio —al lugar donde la palabra nace y se recoge—, y, de alguna forma, por los poetas19, se fue perdiendo después del siglo XIII con la colonización del texto escrito y su fuerza reflexiva e intelectual. Occidente se volvió discursivo. Lo inefable, que está más allá de las fronteras de la lengua y del cual la palabra oral y sus vestigios manifestaba y manifiestan sonidos y resonancias que al sacarnos de la oscuridad nos transforman y transforman el mundo, fue marginado en función de la sintaxis. Para el ser humano del alfabeto, el silencio al que aspira el místico o el viento de la palabra de YHWH o de los dioses se volvió aterrador. Conforme la escritura alfabética se fue apoderando del mundo, el ser humano se esforzó ya no por sacar el sentido de las brumas y escuchar allí lo trascendente, sino por ordenar la realidad bajo el régimen de la reflexión. Desde entonces, dice George Steiner, todo lo que de ese nuevo discurso surgió —la literatura, la filosofía, la teología, el derecho, la historia…—, se volvieron empresas que buscaron encerrar en el lenguaje de la escritura y en los límites del pensamiento racional la totalidad de la experiencia humana, del registro de su pasado, de su condición actual y de su expectativa futura. Esta forma en la que la palabra oral se desencarnó con la escritura y cuyas expresiones más acabadas son la Comedia de Dante o la Suma teológica de Tomás de Aquino y, en tiempos más actuales, las obras de Hegel o de Marx, ha ido perdiendo también su fuerza vital. Primero, por la constante flexión de las palabras que oscurecieron sus raíces, donde se encuentra el significado, y llevaron a Saussure a formular su tesis sobre la arbitrariedad de la lengua, donde las palabras, cada vez más imprecisas en sus significados, comenzaron a verbalizarse.20 Segundo, por la intromisión de otros tipos de lenguajes no verbales, como el de las matemáticas, que al pretender darle a la lengua el rigor de lo exacto han terminado por reducir la realidad a diagramas, porcentajes, curvas y gráficas. Estas formas del lenguaje, utilizadas cada vez más por la ciencia, la economía, la sociología, la politología para mostrarnos y explicarnos lo real, van de la mano de las representaciones pictóricas del siglo XIX que, bajo el concepto de «objetividad a-perspectiva» en la que el dibujante, dice Jean Robert, coloca a los objetos en un espacio virtual, ubicado a una instancia infinita del ojo, invita al espectador a mirarlos en un lugar espacial e inaccesible a nuestra experiencia carnal. Según el crítico de arte Jean Crary, el estereoscopio, ese instrumento de la óptica que crea la ilusión de profundidad en una imagen, es el precursor de los espacios virtuales y no situados que comenzaron a invadirnos desde los años 70 del siglo XX. Al igual que el uso reduccionista de las matemáticas por parte de los divulgadores de las ciencia y de las llamadas ciencias sociales, banalizó la profundidad del lenguaje reduciéndola a datos, abstracciones gráficas y diagramas, así también, la «objetividad a-perspectiva», nos introdujo en una realidad virtual que la cibernética y la robótica han potenciado. Ambas son simulaciones y reducciones de la realidad a formas tan aparentes como superficiales; no una forma del conocimiento, sino de lo que Illich definió como un show ininterrumpido, sometido, cada vez más, a la velocidad de las nuevas tecnologías.
Tercero, por la intromisión de jergas lingüísticas, que la multiplicación de la profesiones ha creado para arroparse con un pretendido abrigo científico. Entre estos lenguajes y los del uso común, así como entre las gráficas, las imágenes virtuales y las palabras, las relaciones entre unas y otras se van desdibujando hasta perderse. Cuarto, por el desarrollo del mercado, la industria, la tecnología y sus medios de comunicación, que han reducido la capacidad reflexiva del lenguaje a mensajes.
Estos cuatro elementos me llevan a un quinto: el empobrecimiento del lenguaje. El Diccionario de la Real Academia —para referirme sólo al español— tiene 88 mil voces. El vocabulario de Cervantes con el que escribió el Quijote, era de 23 mil palabras, un poco más del 20% de la lengua española. Actualmente los escritores utilizan alrededor de 3 mil. Pero el del mexicano promedio es de una pobreza aterradora, entre 500 y 250 palabras. Así, circunscrita a un universo lingüístico cada vez más pobre y estrecho; agobiada por la prisa del decir que impone la tecnología mediática, e incapaz de comprender algo que escapa a un universo léxico empobrecido, la gente comienza a afectarse de lo que se llama alfabetismo funcional, la capacidad de leer, pero de no entender lo que allí está escrito.
De la misma forma en que el alfabeto y su escritura desencarnaron la fuerza creadora e incapturable de la palabra de la oralidad, marginándola al universo de los monjes, los místicos, los poetas, los niños y las sociedades que despectivamente llamamos premodernas; así también la desencarnación de esa nueva palabra, que nació de la escritura, ha sido potenciada por las nuevas tecnologías de la comunicación. El proceso de la primera desencarnación duró muchos siglos. Desde el IV a.C. en que Platón vio su condición de pharmakon hasta el siglo XX, pasando por los siglos XII y XIII en los que se construyó el libro y la Universidad, y por los siglos XV y XVII, en los que los tipos móviles de Gutenberg lo echaron a volar y Comenius, el inventor del libro de texto y de la «primera escuela» o «escuela materna», sentó las bases de la enseñanza alfabética universal. La nuestra, que Illich definió como la «era de los sistemas» y del show, y yo llamo postcarnal, ha sido sumamente rápida. Nació, según Steiner, en el siglo XVII con la invasión de los lenguajes «objetivos» que se desprendieron de las matemáticas, se potenció con los desarrollos técnicos de la comunicación y adquirió un nuevo rostro en los años 30 del siglo XX con la máquina de Turing, la precursora de los sistemas de cómputo y de la robótica. Sólo pocos, como Sartre, Walter Ong, Illich, Sanders, Jean Robert y Steiner, se dieron cuenta de la condición de pharmakon que guarda este nuevo cambio. Como la rana, que lanzada al perlo del agua no percibe los cambios graduales de temperatura que terminarán por matarla, nosotros no percibimos los que corresponden a nuestro cuerpo social. En él, los cambios de era, cuyos regímenes y percepciones se empalman coexistiendo de manera heterogénea, nos impiden ver sus tremendos alcances y consecuencias.
El hipertexto, la simultaneidad de la información (llena de infinitos datos resguardados no en las líneas tipográficas de una página, sino en bytes, megabytes, gigabytes, etc. que, como una degradación del topos uranus de Platón o del cielo donde habita Dios, se almacenan en una cosa incomprensible que llaman «nube» y nos revela Google), nada tienen que ver con la memoria del libro y su implacable lógica gramatical, mucho menos con el recuerdo del universo pre-alfabético y sus «palabras aladas» e incapturables vinculadas al aliento de Dios, de los dioses y los muertos. Los «textos» que se producen en estas nuevas tecnologías, aparentemente son iguales a los textos de los libros. Siguen siendo tejidos de palabras, pero, semejantes al tejido de la palabra oral y el de la palabra escrita, son de especies diferentes. En el orden de la lectura, los datos, que en la escritura están dispersos en libros, aparecen de manera simultánea en la pantalla, lo que hace que el tiempo necesario para entender a un autor mediante la lectura crítica de lo que dice, se convierta en la captación relámpago de diversos mensajes. Esa comunicación de contenidos simultáneos y constantemente a mano hace, dice Illich, que la comunicación de contenidos —no el entendimiento de una auctoritas— se vuelva la nueva manera de aprender y de pensar. Por lo mismo, en el orden de la escritura lo que impera ya no es la expresión de un argumento sostenido y amparado por el entendimiento crítico de la auctoritas, sino la síntesis de mensajes que constriñen la escritura y que el uso cada vez mayor de las redes sociales, como el espacio privilegiado de la discusión pública, restringe todavía más. En las redes, la premura del mensaje hace que la sintaxis, la puntuación e incluso la ortografía pasen a un segundo y hasta un tercer plano. El uso cada vez mayor de elementos no alfabéticos, como las gráficas, reducen el texto escrito, ya de por sí sintetizado, a un elemento accesorio. La corrección de un texto por parte de su autor, ya no recurre, como lo hizo Dostoievski, a la tachadura, sobre la que se hace un añadido, y a sus múltiples versiones. De Guerra y Paz de Tolstoi, por ejemplo, se conocen siete versiones; otras tantas del Cementerio marino de Paul Valéry. Gracias a las versiones que Flaubert hizo de Madame Bovary, Albert Beguin pudo hacer un hermoso e importante estudio sobre lo que ganó y perdió la última versión del libro que hoy conocemos. Sin las copias que los hombres de la antigüedad dejaron de sus escritos, no podríamos reconstruir el pasado ni la manera en que ejercieron la lectura y la escritura. El comando delete de una computadora suprime cualquier vestigio de corrección y de memoria, y le da al texto un carácter de pulcra y falsa inmediatez, sin relación con el pasado y sin pretensión de permanencia. Las mismas «páginas» de una computadora no siguen la secuencia de un libro, sino la de un continuum que se parece a los rollos de los inicios de la escritura semítica y alfabética, pero no lo son. Su presencia en la compacta luminosidad de la pantalla nos impide apreciar su volumen, su grosor, su aroma. Las «páginas» de la computadora carecen de materialidad, pertenece a un universo sin carne llamado software («objeto blando») encerrado en una caja llamada hardware («objeto duro»), una puerilización perversa del alma y la materia. Nos impide también sentir el tiempo de la lectura que fluye ya no sobre un río manso de un rollo, sino sobre la vertiginosidad de un rápido sin pausas ni puntos de referencia.
Esa forma de la lectura y la escritura, donde la palabra va perdiendo su densidad, conforma también una manera distinta de percibir, pensar y relacionarnos con la realidad. En la medida en que nuestro mundo está hecho de palabras, la realidad se vuelve igual de banal, fugaz e insustancial como las que fluyen por las páginas de la lectura y la escritura digital. De la misma forma en la que importa poco lo que se lee, se escucha o se ve (en la computadora podemos navegar a la deriva, según los caprichos de nuestro ego y sin otra finalidad que un placer banal; Alan Finkielkraut la definió como «la libertad fatal» o «el inquietante éxtasis») importa poco lo que se dice y cómo se dice en la conversación cotidiana. En el mundo absolutamente democrático y espacial de Internet, Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram, etc., en donde Hegel, yo y un sitio pornográfico tenemos el mismo rango; donde Rimbaud es igual al blog donde un muchacho que amaneció poeta vierte sus poemas, lo que importa no es el peso de la palabra y su decir, sino el mensaje instantáneo que alimenta la fugacidad del show.
La palabra oral pertenecía a un mundo encarnado. La lengua, en el sentido de capacidad de hablar, y la lengua, en el sentido del órgano del cuerpo que ejecuta esa capacidad, estaban inextricablemente unidas. Una no iba sin la otra. Podría decirse que la lengua de carne, era el órganon: la extensión del cuerpo de la lengua por la que YHWH los dioses, el daimon, Mnemosine, las musas, se expresaban para que el pueblo y sus palabras no olvidaran su substancia.
La palabra escrita es un acto por el que la lengua se desencarna de la lengua de carne y se fija en una superficie. Es el instrumento mediante el cual la lengua viva de un pueblo, por el que hablaban las divinidades, se fijó para dar paso a un pensamiento reflexivo, racional y puramente humano. Es la primera tecnología, dice Walter Ong, que, a través del libro y la enseñanza, se apoderó de nosotros con la alfabetización y que hasta recientes fechas conformó nuestra manera de entender y de relacionarnos con el mundo. El texto impreso —dice Jean Robert, explicando a Illich— que se multiplica «a voluntad desde los años 1450, es en cierta forma ‘casi lo mismo’ que el producto de los scriptoria del siglo XIII, en los que se elaboraban los textos librescos dotados de una presencia referencial en un sin número de archivos y bibliotecas». Su producción, mucho antes de que Gutenberg con sus tipos móviles los diseminara por el mundo, se hacía con instrumentos mecánicos que variaron poco, desde los cálamos hasta la máquina de escribir, pasando por diversos tipos de superficies —tablillas de cera, papiros, pergaminos, papeles— y de tintas.
En cambio, el «texto» de las computadores y sus diversos aparatos —contaminados por la constante flexión de las lenguas, la intromisión de las matemáticas con sus gráficas, diagramas y curvas, el hipertexto, las jergas lingüísticas de las profesiones y el empobrecimiento léxico traído por la publicidad y la propaganda— son otra cosa. No son herramientas, sino sistemas a los que nos enchufamos y nos crean una relación distinta con el lenguaje que distorsiona la realidad de la lectura, la escritura y el habla tal y como la conocíamos antes de su aparición. La computadora en la que escribo, por ejemplo, parece comportarse todavía como una máquina de escribir sofisticada. Pero, como ha señalado Jean Robert, hace muchas otras cosas más: me abre a una experiencia simultánea y omnipresente de textos, personas, información y datos que se transforman en información constante y no verificable; me obliga a escribir de forma más rápida y compactada; se apodera de mis datos, espía mis percepciones y las amolda a sus fines que son los del mercado; me hace comportarme no como un escritor con su pluma y su hoja en la soledad de su escritorio, sino como un subsistema conectado a un sistema, cuya ausencia de tiempo y lugar exige respuestas inmediatas y acordes con la simultaneidad efímera que dicta y me mantiene en un aquí sin más allá, pendiente de un show carente de sentido, significado y presencia del mundo en su concretud y carnalidad.
Semejante a la época en el que la alfabetización se impuso como norma universal, la proliferación de estos aparatos, y su cada vez mayor utilización, está generando también una nueva forma de exclusión y analfabetismo: la de aquellos que aún sabiendo leer y escribir desconocen el uso de esas tecnologías ajenas a la pluma, el papel, la tinta y su sucedáneo mecánico: la máquina de escribir.
La colonización sistémica ha sido exponencial en relación con la del alfabeto. Han bastado menos de 90 años desde su creación por Turing para invadir casi todas las esferas de la sociedad, haciendo más dura la vida de quienes ya habían sido excluidos por la alfabetización que nunca logró domarlos e incorporarlos a la civilización de la escritura, y más inane y estúpida la vida de los nuevos alfabetizados, cuyo mundo, el de la palabra que crea y preserva el sentido, desaparece como desaparece un texto con la tecla delete.
Barranca de Acapantzingo, agosto del año de la pandemia.