REGISTRO DEL TIEMPO
14/2/2024

Tomás, sin bombo ni platillo

Julio Hubard

800 años de Tomás de Aquino, o 750 desde su muerte. Y no se ve gran cosa de fiesta. Sí, unas pocas universidades planean celebrarlo con otra repetición de escolasticismo, y se entiende el olvido y el cansancio por un par de circunstancias: el cristianismo camina a convertirse en mitología y la cultura occidental anda en tiempos “en que un cisne tristísimo lanza treno muriente” (Juan Ramón Jiménez).

En algún momento, Tomás fue la novedad, la vitalidad, el optimismo. Dante lo halla en el Paraíso como uno de los más luminosos habitantes, y todavía no había sido canonizado. Hoy se le percibe, sin leerlo, como un vejestorio lento, cristiano y aburrido. Muchas páginas, un latín, si bien ágil y sencillo de traducir, demediado en comparación con los romanos; una hagiografía que ya no resulta, no digamos admirable o ejemplar, sino verosímil; un obeso consumidor de anaqueles en la biblioteca. 

Leemos y juzgamos con muchísimos prejuicios. Tomás es uno de esos raros pensadores optimistas que no ceden a la fantasía ni al autoengaño. Las lamentaciones, deprecaciones, abulias, denuncias son una tarea necesaria del que analiza mundo y alma. Y es mucho más fácil parecer inteligente en el pesimismo que en el entusiasmo, pero con algunos autores debiera ser al revés: es mucho más difícil y requiere mucha mayor inteligencia decir cómo es posible el bien. Toda la obra de Tomás es un ejercicio solar que señala la bondad del ser y lo creado, pero no como un himno sino como una ingeniería de cálculos precisos.

Que la historia y las generaciones simpaticen con lo que les plazca, pero sería un olvido culpable, una irresponsabilidad, ignorar a quien dejó la mesa puesta para el festín que todavía celebra el hilo que queda de Occidente: el pensamiento científico (no todavía empírico, que eso se le reconoce a Bacon) y una objetividad lógica.

Cierto: eso se ha intentado siempre, pero hay que despejar brumas. Y, para decirlo de modo burdo, no es lo mismo la sabiduría que el conocimiento. Se trata de una diferencia compleja. Digamos que hay un distingo radical, que viene desde la escritura y el esquema de la obra y su objetivo. La búsqueda de saber y su predicado, la sabiduría, está en todo humano. Pero no es lo mismo el libro (lo que haya sido, porque se perdió) de Heráclito que Los elementos de Euclides. Los fragmentos de Heráclito valen en cualquier orden; el libro de Euclides tiene un orden progresivo: debe seguirse de modo secuencial, porque no quiere convencer sino demostrar. Este distingo, conste, es sintomático: la diferencia entre saber y conocer es más compleja. Como sea, las obras más conocidas de Tomás comparten el inicio del título: son summa, que no significa adición de saberes sino resumen de conocimientos. Una obra para refutar y convertir infieles; otra, de teología. Ambas comparten el método de la progresión. Si no lo vemos ya es porque somos tomistas, sin darnos cuenta.

José Gaos decía que la Edad Media se comprende por tres cosas: la catedral gótica, Dante y Tomás de Aquino. Dijo bien, Gaos, pero no sólo del Medievo: nosotros pensamos todavía bajo esas tres estructuras. Incluso aunque nuestro universo de creencias ya no empate con aquél, no hay occidental ajeno a la división (también progresiva) de Infierno, Purgatorio, Paraíso, o a ninguna de las 5 pruebas teológicas de la Summa Teológica: el motor inmóvil, la causa incausada, la necesidad, la perfección y la Inteligencia ordenadora.

Tomás no inventó los resúmenes progresivos. Hay muchos en aquel periodo y es un género deudor del derecho. Pero las de Tomás tienen la característica del avance, del progreso, no son recolecciones sino vías, métodos, recursos. Sin estas obras, difícilmente se hubieran concebido otras, como la Ética de Spinoza o el Tractatus de Wittgenstein, que quieren ser impermeables a la digresión y requieren una secuencia necesaria.

Pero quizás lo más importante, para la historia de las ideas, reside en el despliegue lógico, como esquema de flujo, con flechas de relación y avance (como en geometría) que deja una suerte de mapa y un orden en el tiempo, para recorrerlo… No hay que ir muy lejos para descubrir a Tomás como el chozno de la computación. Se dirá, con razones, que fue Ramon Llull, pero hay un conflicto: en la máquina luliana se operan saberes; en cambio, en la Tomás basta el método y sigue siendo el proveedor del código básico, gracias al cual podemos sostener ese optimismo que supone un vínculo entre el pensamiento y la existencia. 

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