El pasado 24 de agosto se cumplieron 80 años de la muerte de Simone Weil. En sus últimos años se dedicó a escribir un libro que resume su sentir político, pero también su acción: participó en movilizaciones obreras, trabajó de hecho como obrera y jornalera; como se relata en La columna —la reciente novela de Adrien Bosc—, fue guerrillera en las filas anarquistas de Durruti en la guerra civil española. Además, en 1943, poco antes de morir, colaboraba desde Londres con la resistencia francesa en el proyecto de un gobierno democrático para la postguerra. Aquel libro de Simone Weil se ha traducido al español bajo el título Echar raíces. En francés, L’Enracinement, algo así como el “enraizamiento” o “el arraigo”. Algunos lo consideran un escrito político. Podría serlo, aunque los más versados en teoría política lo encontrarán un tanto antipático y disparatado. A mí me entusiasman todos sus libros, en especial sus reflexiones sobre la condición desgarrada del ser humano y también sus diatribas sociales; simpatizo, en especial, con su crítica a la violencia y uso de la fuerza en otro de sus escritos, también de ese periodo final, La Ilíada o el poema de la fuerza. Me desconcierta sin embargo que, en su defensa de los oprimidos y el proletariado, evite ahondar en el tema judío. Su preocupación por el desarraigo obrero y campesino hace de ella algo así como una intelectual de izquierda. No obstante, no se asumió ni marxista ni comunista, ni siquiera trotskista. Critica, en efecto, el capitalismo liberal y es una enemiga acérrima de los totalitarismos.
Filósofa, mística, maestra de escuela, campesina, sindicalista, judía secular, cristiana intermitente, anarquista, izquierdista heterodoxa, liberal de centroderecha, feminista, y, al final del día: ni marxista, ni judía, ni católica, ni feminista. Simone Weil piensa por sí misma. Si bien es multifacética, en sus escritos se detectan algunas constantes: por una parte, su preocupación por los marginados y por la justicia social; por otra, su crítica a los sistemas sociopolíticos y económicos con sus resultados catastróficos y decepcionantes. Sus ideas atraen audiencias muy diversas: los papas Juan XXIII y Pablo VI la consideraron una de las intelectuales más influyentes en el catolicismo de postguerra; algunas feministas han visto en ella una luchadora del posicionamiento social de las mujeres (véase, por ejemplo, la película de 2022 de Olivier Dahan, Simone, le voyage du siècle). Aunque siempre me ha parecido una filósofa excepcional, hace algunos años varios de sus planteamientos llegaron a parecerme arcaicos o simplemente fuera de lugar para nuestro momento histórico. Ahora pienso distinto. Entre sus ideas incómodas se encuentra su crítica a los procedimientos democráticos. Se atreve a decir que el poder de la mayoría no siempre es un bien y no basta para legitimar las decisiones políticas: si la República de Weimar hubiese decidido por vías parlamentarias y legales aniquilar a los judíos, no por ello el exterminio habría sido legítimo. Me parece que pone el dedo en la llaga: ¿no existen acaso decisiones democráticas que valdría la pena deslegitimar?
La pregunta es una provocación, una provocación muy peligrosa, oscilante entre lo anárquico y lo autoritario. Simone Weil está pensando, claro, en una forma de resistencia anárquica para corregir malas decisiones. La pregunta no deja der ser inquietante; y su respuesta un arma de doble filo. Pero hace falta un matiz. No es que Weil fuera del todo antidemocrática (a fin de cuentas, le interesaba restablecer la democracia en Francia); más bien, argumentaba que no existe democracia, si no se entiende que ésta no es un bien en sí misma ni un instrumento benéfico para los partidos políticos, sino un medio con vistas a un bien público. Por utópico que pueda parecer, ese bien lo identificaba con la verdad y la justicia. Al poner estas dos en primer plano se evitaría, a su entender, el mal y los abusos desde el poder. La desventaja es que esas dos nociones, porosas y escurridizas, son secuestrables: algún maníaco y sus secuaces podrían fácilmente, para sus propios intereses, erigir un proyecto demagógico sobre dos ideas nobles y necesarias. Verdad y justicia son dos nociones que, como sociedad, habrían de construirse y, en la medida de lo posible, consolidarse, en el actuar cotidiano con la participación de ciudadanos e instituciones. Pero ambas se han vuelto terminología hueca en boca de la clase política.
Entre diciembre de 1942 y abril de 1943, Weil redactó un pequeño tratado, bastante conocido y al mismo tiempo poco leído, titulado Notas sobre la supresión general de los partidos políticos. Encuentro ahí una serie de ideas que en nuestro paupérrimo y acalorado contexto electoral valdría la pena tener en consideración. ¿Sirven todavía los partidos políticos mexicanos? En Europa, escribe Weil, la gran mayoría de los partidos lograron, siguiendo el ejemplo británico, instalarse en la vida pública como si fuesen absolutamente necesarios. A pesar de que en México los partidos políticos son corruptos y disfuncionales, la mayoría de la gente pensaría que son necesarios. Pero que existan, diría Weil, no es motivo para conservarlos. Lo único que debe conservarse es aquello que resulta un bien en sí mismo (por eso es importante arrancarle al poder el monopolio de la verdad y la justicia); el mal, en contraste, no debe preservarse. Nadie en su sano juicio querría preservar la corrupción o los niveles de violencia en México. Más allá de la mera palabrería, no se ve en los partidos políticos una disposición convincente, fuera de perpetuarse como gestores de un estado de impunidad y violencia. Los partidos políticos en México se erigen sobre la mentira y la simulación, un enorme desprecio por la justicia y una utilidad pública bastante limitada en tanto que ningún gobierno en turno emanado de ellos ha logrado establecer el estado de derecho. Tal como los conocemos, no hay nada en esos partidos que deba preservarse. Pero entonces, ¿cómo puede entenderse que tantas personas se afilien a ellos de manera acrítica y servil? ¿Cómo justificar el entusiasmo de algunos por mantener en el poder a los mismos truhanes de siempre?
Más allá de las motivaciones económicas que pudiera haber alrededor de ellos, el éxito de los partidos políticos responde a lo que Weil llama una “pasión colectiva”. Adular al poderoso es algo común entre la gente miserable, incapaz de sostener ideas propias. Y la adulación genera cómplices. Los carismas y mesianismos son muy peligrosos. Dice Weil: “Cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura”. Al enunciar las características esenciales de los partidos políticos, Weil comienza, precisamente, con la caracterización del partido político como una máquina de fabricar pasión colectiva. En segundo lugar, se tata de una organización diseñada para ejercer presión de masa sobre el pensamiento de cada uno de sus miembros. En tercer lugar, las dos primeras características tienen como única finalidad hacer que el partido crezca sin límite. De ahí que todo partido político sea totalitario tanto en sus orígenes como en sus aspiraciones. Los partidos hacen de la democracia un medio para beneficiarse a sí mismos. Hacen creer que les preocupa el bien público cuando sólo buscan el poder total: son totalitarios en su origen y mantienen una alianza con la mentira.
Nada mejor que la propaganda para “preparar la influencia mucho más severa que el partido ejerce sobre el pensamiento de sus miembros”. También es el mejor instrumento para la presión colectiva de los medios, las redes sociales, las bardas pintadas, los espectaculares, las conferencias matutinas, y, sobre todo, de los voceros y los periodistas orgánicos, que no son sino idólatras adiestrados. Lo escribe Weil de manera insuperable: “Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia. […]. Supongamos que un miembro de un partido —diputado, candidato a diputado, o simplemente militante— adquiera en público el siguiente compromiso: «Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo y a preocuparme exclusivamente de discernir el bien público y la justicia». Ese lenguaje sería muy mal acogido. Los suyos, e incluso muchos otros, lo acusarían de traición. Los menos hostiles dirían: «Entonces, ¿para qué se ha afiliado a un partido?», confesando de esta manera ingenua que, cuando se entra en un partido, se renuncia a buscar únicamente el bien público y la justicia. Ese hombre sería excluido de su partido, o por lo menos perdería la investidura; seguramente no sería elegido”.
La inteligencia está derrotada cuando un grupo intenta imponer una única visión sobre sus miembros y sobre los demás. La homogeneidad de las ideas va acallando la autonomía del pensamiento y no es exclusiva de los partidos sino de las ideologías en general. No obstante, es cierto que eso persigue la pasión colectiva, a saber, el posicionamiento hegemónico de un partido político. No es casualidad que, de nuevo, en Echar raíces, Weil sostenga que la única forma de preservar la democracia sea la abolición de los partidos políticos: “Una democracia en que la vida pública esté constituida por la lucha de partidos es incapaz de impedir la formación de uno que tenga como fin declarado destruirla. Si promulga leyes de excepción, asfixiará la democracia. Si no lo hace, estará tan segura como un pájaro ante una serpiente”. Muy probablemente, Weil habría visto con vehemencia el surgimiento de la acción ciudadana que ha ido ganando terreno en algunos contextos actuales como en Ucrania, Chile, Colombia, y otros. Pero entonces su inquietud se habría vuelto otra: ¿conviene sustituir a los partidos políticos con maquinaria propagandística para apoyar candidaturas independientes? Intuyo que pronto se habría desilusionado porque, al parecer, no combina la política con valores como la verdad y la justicia.