La infancia es un lugar lleno de monstruos.
Adán Brand
Soy adicto a la narrativa, las películas, series, incluso al arte plástico —Bacon, Giger, Ruppert— que suele agruparse dentro del género del “terror”. Aunque tengo una clara preferencia por los zombis —los de los filmes serie B de George A. Romero y sus más recientes variaciones—, también disfruto con inusual placer las historias de vampiros, vampiros-zombis (como los de The Strain, de Guillermo del Toro), fantasmas, casas embrujadas, muñecos diabólicos, exorcismos y diversas posesiones demoniacas. Terminada hace ya unas semanas la cuarta temporada de True Detective —un cruce del género policiaco con el terror cósmico—, me preguntaba por qué algunos consumimos con agrado los buenos artefactos estéticos del género.
Pocas veces atendemos a nuestros placeres más palpables e intensos. El goce que experimento con el terror es tan inmediato que pocas veces me he detenido a pensar al respecto, tampoco lo he hecho sobre la naturaleza misma del terror como un género, el cual además vive una creciente popularidad en las últimas décadas. Este acriticismo hedonista sufrió un revés cuando me preguntaron por qué sentía emociones estéticas ante una película de terror si —como buen cientista— no debería parecerme plausible nada de lo que sucede en la historia. Respondí como si tuviera alguna idea y tomé la pregunta como una encomienda y reto. He aquí una breve síntesis de la mejor respuesta que encontré a ésa y otras preguntas: ¿qué caracteriza al terror que nos producen los artefactos estéticos?, ¿cuál es su naturaleza?, ¿por qué los consumimos?, ¿por qué nos deleitan?
Empezaré con algunas consideraciones preliminares de la teoría cognitivista de Noël Carroll. En primer lugar, la ciencia ficción y el terror no son géneros discretos. Esto quiere decir que mucho (no todo, sobra decirlo) de lo que consideramos ciencia ficción puede agruparse dentro del género del terror: esto sucede cuando se sustituyen, por ejemplo, las fuerzas sobrenaturales con tecnologías futuristas. En segunda, el género del terror se analiza de manera distinta a otros géneros, por ejemplo el western. Mientras éste se identifica de inicio y sobre todo por su ambientación, el terror se identifica a partir de las respuestas afectivas que busca provocar. De manera análoga al suspenso y al misterio, al terror lo nombra el tipo de afección que promueve. Puede parecer tentador, en tercera instancia, diferenciar al terror de otros géneros, por ejemplo del suspenso —el de algunas narraciones de Poe o el de Pycho de Alfred Hitchcock—, por la presencia de monstruos y otra clase de entidades de origen sobrenatural o Sci-Fi. No obstante, aunque la presencia de entidades monstruosas parece una condición necesaria del género, no es una suficiente: pues en los cuentos de hadas encontramos entidades de este tipo y no podemos catalogarlos como pertenecientes al género. La diferencia es la siguiente: mientras en los artefactos estéticos del terror los monstruos son considerados anormales —no pertenecientes a este mundo y a sus quehaceres ordinarios—, en los cuentos de hadas son personajes ordinarios que habitan mundos extraordinarios. De esta manera, la respuesta de los personajes en un cuento de hadas frente a una entidad monstruosa es de absoluta cotidianidad, mientras la respuesta de los personajes en una narración de terror es muy distinta.
Aquí llegamos a uno de los meollos del asunto: al terror lo caracteriza, según Carroll, en parte el hecho de que intenta que las respuestas de los protagonistas sean un reflejo de las respuestas que se esperan en la audiencia: que ambas corran en paralelo. Esto no sucede —sobra decirlo— con todos los géneros: por ejemplo, con la comedia o con la tragedia. Si Carroll tiene razón, esta característica del terror nos permite un análisis objetivo del género y no sólo subjetivo: pueden analizarse cuáles son las reacciones de los personajes que se espera que la audiencia refleje.
Para Carroll la respuesta afectiva que caracteriza al terror es una combinación de dos emociones: miedo y repulsión (o asco). La emoción del terror es ocurrente, no disposicional, similar a un arrebato de ira y no a una fuerte envidia. Las emociones ocurrentes tienen tanto una dimensión física como una cognitiva. Cuando nos aterrorizamos podemos sentir sudoraciones, temblores o cualquier otra agitación física, lo que hace a la dimensión estrictamente física del terror una de sus condiciones necesarias. Al igual que con otras emociones, como la ira, uno no puede estar es ese estado sin la agitación correspondiente: no una específica, pero sí alguna. En otras palabras, aunque la dimensión física del terror no puede no estar presente, resulta imposible caracterizarlo apelando a agitaciones físicas particulares: algunas personas pueden responder al terror con una risa ansiosa e irrefrenable, mientras otros pueden hacerlo helándose en su butaca. Por lo mismo —piensa Carroll— la respuesta sobre la naturaleza del terror debemos buscarla más bien en su dimensión cognitiva: tanto en las creencias descriptivas como en las evaluativas de los sujetos aterrorizados, sobre todo en las segundas. Así, me aterrorizo ante lo que creo que tiene tales características y creo que es tanto terrorífico como repulsivo. Si las entidades monstruosas sólo nos parecieran amenazantes, sentiríamos miedo; si sólo nos parecieran repugnantes, sentiríamos asco. Se necesita de ambas para generar terror. Carroll hace eco de la caracterización de la antropóloga Mary Douglas en Purity and Anger para dar cuenta de lo segundo: son destrucciones y traspasos de nuestros esquemas conceptuales —muchos, culturalmente adquiridos— los que generan la sensación de impureza y, por tanto, repulsión: los monstruos deben romper límites entre nuestras dicotomías entre lo vivo y lo no vivo, lo completo y lo incompleto, lo interno y lo externo, lo terreno y lo acuático… Deben ser manos cercenadas que tienen vida propia, muertos vivientes, seres informes.
Si Carroll tiene razón, la siguiente pregunta es inevitable: ¿por qué nos gusta, place, o por qué simplemente consumimos un género que apela a algo que ordinariamente evitamos, como el miedo y el asco? La respuesta de Carroll es iluminadora: normalmente, el género del terror se enmarca en una narrativa que gira en torno a la curiosidad. La duda, el escepticismo, el descubrimiento, la corroboración juegan un papel importante en el cine y la literatura de terror. Si esto es cierto, el género apela a algo que deseamos naturalmente y a un impulso que nos permite alcanzarlo: el conocimiento y el asombro. El género del terror, así, se finca en lo más hondo de nuestra naturaleza infantil.