El cocinero Abu Ali relata que cuando su exigente comensal, Saddam Hussein, quedaba satisfecho con sus viandas, le regalaba un sobre con dinero, pero cuando no le gustaban, rompía el plato y le cobraba una multa. La mesa de un hombre de poder denota su temperamento, sus fijaciones ideológicas y su forma de ejercer la política. La comida es un instrumento probadamente útil para demostrar autoridad, obtener sometimiento o hacer propaganda. Idi Amin organizaba comilonas bestiales aderezadas con sexo para celebrar su soberanía; Saddam Hussein inundaba de picante los manjares para bromear y probar la pujanza y lealtad de sus invitados; Pol Pot ofrecía platos con sazón tailandesa, mientras su pueblo moría de hambre o comía ratas; Enver Hoxha que imponía férreamente los platos albaneses, llevaba una torturante dieta de sólo 1500 calorías diarias y Fidel Castro, que era él mismo un buen cocinero, distinguía a sus invitados especiales preparándoles personalmente pargo rojo, aunque él prefería, en vez de comer, perorar interminablemente. En el libro How to feed a dictator (Penguin Books, 2020), el escritor Witold Szablowski se asoma a la intimidad gastronómica de cinco de los dirigentes más controvertidos de la época contemporánea y entrevista a sus cocineros, al tiempo que rememora momentos climáticos del ejercicio en el poder de los comensales. El resultado es una suerte de novela sobre la fascinación simultánea de la política y la cocina y sobre algunos de los rasgos más escabrosos de la tiranía y el culto a la personalidad en nuestros tiempos.
Un cocinero es un artista que suele rendirse ante el aplauso, y más si viene de los poderosos. Todos los cocineros entrevistados provienen de orígenes humildes, aman genuinamente su oficio y sienten un deslumbramiento inicial, que en algunos casos (los cocineros de Fidel y la de Pol Pot), se vuelve adoración perpetua por su poderoso empleador. A todos los halaga que un personaje carismático y casi omnipotente los haya elegido para nutrir su mesa; aunque, en casos como el de Abu Ali, el chef de Saddam, el de Otonde Odera, cocinero de Idi Amín o de Mr. K, el incognito cocinero de Hoxha, perciben que son engranajes en una máquina demencial y que no sólo sus empleos, sino sus vidas, dependen del caprichoso gusto culinario y del genio voluble de sus patrones. Porque los cocineros, como testigos del poder, fraguan placeres y afectos, pero también enfrentan las paranoias, los violentos cambios de humor y los miedos de déspotas que desconfían de su propia sombra. Por lo demás, muchos de los fabulosos banquetes descritos tienen lugar en medio de hambrunas, purgas o matanzas colectivas y los comensales manchan de sangre los manteles. Se trata, pues, de un relato envolvente en torno a la desmesura de ese poder desbocado que no se limita a irradiar sobre la vida política, sino que busca controlar las conciencias y hasta los paladares de los demás.