REGISTRO DEL TIEMPO
31/1/2024

¿Qué come un dictador?

Armando González Torres

El cocinero Abu Ali relata que cuando su exigente comensal, Saddam Hussein, quedaba satisfecho con sus viandas, le regalaba un sobre con dinero, pero cuando no le gustaban, rompía el plato y le cobraba una multa. La mesa de un hombre de poder denota su temperamento, sus fijaciones ideológicas y su forma de ejercer la política. La comida es un instrumento probadamente útil para demostrar autoridad, obtener sometimiento o hacer propaganda. Idi Amin organizaba comilonas bestiales aderezadas con sexo para celebrar su soberanía; Saddam Hussein inundaba de picante los manjares para bromear y probar la pujanza y lealtad de sus invitados; Pol Pot ofrecía platos con sazón tailandesa, mientras su pueblo moría de hambre o comía ratas; Enver Hoxha que imponía férreamente los platos albaneses, llevaba una torturante dieta de sólo 1500 calorías diarias y Fidel Castro, que era él mismo un buen cocinero, distinguía a sus invitados especiales preparándoles personalmente pargo rojo, aunque él prefería, en vez de comer, perorar interminablemente. En el libro How to feed a dictator (Penguin Books, 2020), el escritor Witold Szablowski se asoma a la intimidad gastronómica de cinco de los dirigentes más controvertidos de la época contemporánea y entrevista a sus cocineros, al tiempo que rememora momentos climáticos del ejercicio en el poder de los comensales. El resultado es una suerte de novela sobre la fascinación simultánea de la política y la cocina y sobre algunos de los rasgos más escabrosos de la tiranía y el culto a la personalidad en nuestros tiempos.


Un cocinero es un artista que suele rendirse ante el aplauso, y más si viene de los poderosos. Todos los cocineros entrevistados provienen de orígenes humildes, aman genuinamente su oficio y sienten un deslumbramiento inicial, que en algunos casos (los cocineros de Fidel y la de Pol Pot), se vuelve adoración perpetua por su poderoso empleador. A todos los halaga que un personaje carismático y casi omnipotente los haya elegido para nutrir su mesa; aunque, en casos como el de Abu Ali, el chef de Saddam, el de Otonde Odera, cocinero de Idi Amín o de Mr. K, el incognito cocinero de Hoxha, perciben que son engranajes en una máquina demencial y que no sólo sus empleos, sino sus vidas, dependen del caprichoso gusto culinario y del genio voluble de sus patrones. Porque los cocineros, como testigos del poder, fraguan placeres y afectos, pero también enfrentan las paranoias, los violentos cambios de humor y los miedos de déspotas que desconfían de su propia sombra. Por lo demás, muchos de los fabulosos banquetes descritos tienen lugar en medio de hambrunas, purgas o matanzas colectivas y los comensales manchan de sangre los manteles. Se trata, pues, de un relato envolvente en torno a la desmesura de ese poder desbocado que no se limita a irradiar sobre la vida política, sino que busca controlar las conciencias y hasta los paladares de los demás.

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