Cien años. Me desazona que se trate a Octavio Paz como una efemérides. En vez de tráfago mediático con funcionarios y tele y senadores, preferiría una asiduidad de lectores. Es verdad que, de entre tanto traqueteo, emergerán algunos libros dignos de convertirse en parte de la tradición que el mismo Paz supo frecuentar: el encomio inteligente y la crítica como forma de creación y honestidad. Pero me malhumora ver cómo se repite la fórmula equívoca que se refiere al “Maestro Octavio Paz”, porque lleva al lugar equivocado. Paz nunca fue maestro.
El didactismo ha sido un contagio endémico de la lengua española, a lo largo de su historia, y particularmente de América Latina. No digo que sea malo; digo que es malo que sea el registro más común para la vida intelectual, porque convierte la conversación (origen y destino de la cultura) en una transmisión que pasa de sabios a ignorantes. Reyes fue didáctico, también Henríquez Ureña y lo fueron Bello, Sarmiento, Sierra, Martí, Rodó, Vasconcelos, Haya de la Torre. No hay que olvidar que Ariel y el arielismo salen del discurso del profesor Próspero.
Quienes se abstuvieron del didactismo, notoriamente los Contemporáneos, también se abstuvieron de la discusión acerca de la cosa pública. Excepto el raro de Jorge Cuesta. Simplemente, no había lugar para esa cosa extraña llamada discusión, diálogo público. Se daban clases. De enorme calidad, pero clases. Con la mejor prosa del mundo, pero clases. Y no es fenómeno sólo americano. En España, lo mismo. Unamuno, maestro de la sopa hasta el postre; igual Ortega y Gasset. Cuando Antonio Machado ve surgirle de adentro un alma entera, mayor que la de uso diario, se trata de Juan de Mairena, un profesor. Y da clases.
Pero se trata didácticamente al que no sabe o al que no ha entendido. O al que uno supone que sabe o entiende menos. Porque se trata de una transmisión de enseñanza, no de una conversación. Es una estructura asimétrica (de poder y de saber) que traslada el mismo comportamiento a la vida pública: “hay que enseñarles, porque no están listos para la democracia”, por ejemplo.
Y eso distingue a Octavio Paz de las generaciones anteriores de escritores. De entre toda esa enorme aula ibérica, sale uno que se trata de pares con todos y hace lo mismo regalos generosos que groserías, discute y pelea de modo callejero, y descubre y se deslumbra igual. Nada había en él de ese dandismo que consiste en estar de regreso de todo, de haber leído todos los libros, de ya saberlo todo. Paz no es ni el Próspero de La Tempestad, ni el Próspero de Rodó. El sabio ha perdido la curiosidad y el dandi no se sorprende, y Paz vivió sorprendido siempre. No porque no supiera, sino porque siempre hallaba.
Nunca lo vi titubear en su registro. Jamás supuso –y esta fue, creo, la mayor fuente de sus pleitos– que ninguno de sus interlocutores requiriera ser llevado de la mano para entender. Todo mundo se sabía hablado por Paz. Todos éramos interlocutores; contemporáneos de todos los hombres y, en primer lugar, de él.
Voy a parafrasear a Kant, que lo dijo respecto de la libertad: no importa si se ha nacido libre o no, uno es libre porque está obligado a tomar decisiones libres. Eso sucedía con Paz y la inteligencia: leyéndolo, uno es mucho más inteligente que uno mismo, porque está obligado a pensar. Paz no nació para estatua. Era prójimo, y era –sorpresa enorme para muchos: horizontal en su trato. Me consta.
(Artículo publicado en Milenio, en marzo de 2014)