Las malas palabras, groserías o leperadas son expresiones del lenguaje, que cumplen una función tan esencial como ambivalente. Por un lado, a menudo las leperadas refrescan el lenguaje, permiten el desahogo emocional y funcionan como instrumento de crítica social; sin embargo, también pueden reproducir los más añejos prejuicios, degradar, estigmatizar y dañar a los otros y convertirse en un nefasto mecanismo de dominación política. Las leperadas perturban porque suelen referirse a las dimensiones más ocultas y vulnerables de lo humano e incursionan en los terrenos de lo socialmente prohibido. Así, las leperadas se despliegan habitualmente en los espacios antagónicos de la religión y el cuerpo: las blasfemias y profanaciones o las expresiones sexuales y excrementales; el deicidio verbal o la coprolalia.
En su extraordinario libro Holy Shit: A Brief History of Swearing (2016) la ensayista norteamericana Melissa Mohr hace un recuento de la función y significación cambiante de la leperada a lo largo de la historia. La obscenidad en Roma, por ejemplo, como lo demuestra la poesía epigramática, es marcadamente física y sexual. Para el cristianismo, en cambio, la mayor obscenidad consiste en la posibilidad de ofender a Dios jurando en vano o cometiendo blasfemia. Con el Renacimiento la leperada es tanto corporal como ofensa al cielo. La consolidación de la burguesía y la aparición del concepto de privacidad propician que, en la vida moderna, y particularmente en la época victoriana, se oculte el cuerpo y sus necesidades y se inaugure la llamada edad del eufemismo. En el siglo XX, con el desarrollo de los nacionalismos y los totalitarismos, se arraiga un nuevo tipo de leperada, basada en estereotipos raciales o políticos.
Hoy, el panorama es contradictorio: al lado de la preocupación, a ratos histérica, de la academia y ciertos sectores sociales por un lenguaje políticamente correcto e inclusivo, la leperada se ha banalizado y popularizado en otros niveles de comunicación y constituye un componente fundamental para el éxito en los medios masivos. Por lo demás, aparentemente desterrada por la urbanidad de las democracias, la leperada reaparece en el lenguaje de los populismos contemporáneos, que practican una política de la invectiva, pródiga en insultos, burlas y epítetos. Por supuesto, el impacto de la leperada y su efecto positivo o negativo depende del contexto, quién y a quién se la dice y en qué momento o lugar. Por ejemplo, muchas de las expresiones más vulgares, ilegales o inmorales de antaño han pasado a ser pintorescos fósiles, en tanto que se erigen nuevos tabús. Con gran erudición y, al mismo tiempo, con humor y picardía, Melissa Mohr aborda esa parte de los idiomas que se origina (y regodea) en las regiones más ignotas del cerebro. Su conclusión es que una sociedad necesita de las malas palabras, porque, pese a su carácter inflamable e indomable, manifiestan la prodigiosa flexibilidad y ambigüedad del lenguaje humano.