Un 21 de enero de 1924 murió Lenin (nacido Vladimir Ilich Uliánov, Simbirsk, Rusia 1870) a consecuencia de una salud resquebrajada (un atentado en 1918 que le alojó dos balas en el cuerpo) así como de una serie de padecimientos entre los cuales no se descartan secuelas de la sífilis (https://www.nytimes.com/2004/06/22/science/a-retrospective-diagnosis-says-lenin-had-syphilis.html).
La historia es bien conocida. Desde 1922 estaba seriamente enfermo, lo que aprovechó Stalin para hacerse cargo tanto del partido como del acceso al líder histórico de los bolcheviques, ello en una disputa desigual con su mujer, (Nadezhda Krúpskaya) hasta el punto de hacer de ambos sus rehenes de facto. En su frágil condición Lenin comienza a arrepentirse del ascenso de Stalin y dicta su famoso testamento político en el que lo descalifica para su sucesión, documento que el Comité Central decide no dar a conocer, dadas las maquinaciones de la troika Stalin-Kámanev- Zinióviev confabulados contra Trotsky quien a su vez es criticado en el testamento, aunque menos severamente, lo que le concedía alguna ventaja.
Al momento de la muerte de Lenin, Trotsky se encontraba en un inoportuno retiro vacacional. Stalin se aseguró que no se le avisara, de modo que el fundador del ejército rojo fue una ausencia conspicua durante las exequias. Ello volvió a recordarles a sus camaradas que nunca dejó de ser un bolchevique de última hora, después de haber sido por una veintena de años un crítico abierto de la secta bolchevique a la que veía como una contradicción en los términos: una autodesignada vanguardia del proletariado cuya misión es imponer la igualdad actuando como una élite. La afrenta de la ausencia de Trotsky subrayó para los bolcheviques de larga data esa separación él/nosotros que tan caro habría de costarle. A partir del funeral su estrella comenzó a rodar cuesta abajo desde la cumbre del olimpo revolucionario moscovita hasta Coyoacán.
La pía historiografía marxista, iniciada por Trotsky mismo, pero impulsada de manera decisiva por su biógrafo Isaac Deutcher, se encargó de posicionar en occidente esa noción de que la revolución rusa se apartó del buen camino una vez que Stalin comenzó a salirse con la suya. Sin embargo, el verdadero rostro de la revolución de octubre (en el calendario juliano, noviembre en el gregoriano) se revela casi de inmediato, antes incluso del inicio de la guerra civil y las múltiples intervenciones extranjeras en Rusia entre 1918 y 1920. La creación de policía política o Cheka al mando de todo un inquisidor en esteroides como lo fue Félix Dezerzhinsky, junto con la instrucción de que se reclutaran en sus filas a criminales convictos y exconvictos ya era una directriz dada por Lenin desde diciembre de 1917, a tan solo un mes de haberse consumado el golpe bolchevique contra el gobierno provisional y las estructuras democráticas que penosamente se venían construyendo a raíz de la revolución de febrero que depuso al Zar Nicolás II. Esto último, hay que subrayarlo, sin la intervención de los bolcheviques pues el acontecimiento les tomó totalmente por sorpresa. Pese que a hombres de la talla de Dostoyevski, Tolstoi o Chéjov la figura del revolucionario les repelía, no cabe duda de que la idea de revolución se había apoderado de la imaginación del grueso de la intelligentsia rusa (Chéjov no tenía empacho en calificarla de histérica).
Sucedáneo secular de la parusía y expiación en simultáneo de un profundo sentido de culpa que acompañaba a las clases educadas de la Rusia zarista, la idea revolucionaria, sin que nadie adivinara cómo, de súbito se concreta en febrero de 1917 y sobre esa marea cabalgan los bolcheviques en los meses subsiguiente para inocular su virus de odio a una sociedad sin anticuerpos frente a la nueva infección del alma y la vida que representaban y que venían incubando por años desde el exilio. Una vez que se hacen del poder aquello brotó rebosante sin frenos ni contrapesos. Lo que siguió fue la tragedia que los más lúcidos advirtieron sucedería, ahora inocultable por todo lo que entonces se rumoraba y hoy se sabe de cierto, una vez que los historiadores han tenido acceso a los archivos celosamente guardados por la Unión Soviética sobre los primeros años de los bolcheviques en el poder.
La tortura, la institución de los campos de trabajo forzado no fueron una aportación de Stalin. Bajo Lenin eran prácticas que desde un inicio se venían fomentado y multiplicando año tras año. Si bien ya eran bien conocidos actos represivos de los bolcheviques contra otras fracciones revolucionarias —así como contra los marinos de Kronstadt de quienes tanto se sirvieron para su famosa toma del Palacio de Invierno— menos conocida fue la brutal represión a los movimientos campesinos en el sur de Ucrania lidereados por Néstor Mahno (Majnó), el equivalente del mexicano Emiliano Zapata. La rebelión nada tenía que ver con los Kulaks o pequeños propietarios agrícolas que para ese entonces colgaban de los árboles por toda Rusia central como gozosamente le comunicó Lenin a un horrorizado Bertrand Russell en 1921. Los bolcheviques simplemente optaron por gasear —probablemente con gas mostaza— a los campesinos y sus familias de la provincia de Tambov que se refugiaron en las zonas boscosas cometiendo así genocidio y ecocidio en uno. Cabe subrayar que cuando esto acontece ya había concluido la guerra civil de modo que la sobrevivencia de los bolcheviques estaba asegurada.
Fueron los bolcheviques los que por primera vez acuñaron de manera oficial el término “no persona” para calificar así a capas enteras de la población y que una de sus primeras consecuencias prácticas era la distribución o no distribución de las cartillas de racionamiento. Desde luego la consecuencia última es el exterminio una vez que se deshumaniza a un sector de la población a los ojos del resto. Salvo las purgas internas, prácticamente no hay nada que hayan implementado Stalin o Hitler contra la población civil que no fuera primeramente ensayado por los bolcheviques en la era de Lenin. En ello Stalin y Hitler no fueron innovadores: fueron perfeccionadores sistemáticos, metódicos, eficientes. Para llegar a donde llegaron se necesitaba de otro acontecimiento pionero que rompiera con inhibiciones y traspasara umbrales psicológicos.
En occidente siempre se tuvo una idea imprecisa de lo que fue la guerra civil rusa, misma que Lenin bien sabía era el siguiente acto de su triunfo golpista. Su lectura de los comentarios de Karl Marx sobre la derrota de la comuna de París, le llevaba a concluir que una revolución incapaz de utilizar todos los recursos del poder conquistado para librar una guerra civil implacable contra sus enemigos zozobraría tarde o temprano. Y los demonios en verdad se desataron. El descenso a la barbarie a la que se precipitó Rusia con actos de salvajismo indecibles tanto por parte de los bolcheviques como de los ejércitos blancos que los combatían ha sido apenas minuciosamente relatada por el historiador Antony Beevor (Russia: Revolution and Civil War 1917-1921, Viking, 2022). Aquello parece sólo tener paralelo en las invasiones mongólicas del siglo XIII. Lo que se narra ahí deja al lector agobiado como pocos textos historiográficos. Si se quiere perder la poca fe que queda en la especie humana, el mencionado libro es el indicado.
Nada más falso, más auto exculpatorio, que hablar de una revolución de octubre traicionada al estilo Trotsky quien careció de la integridad para reconocer que él junto con Lenin fueron arquitectos de una tragedia que terminó siendo la suya. Al igual que Marx y Engels que no sabían de lo que hablaban, Trotsky —quien debió saber mucho más— siempre pensó en el carácter meramente instrumental de la violencia. Lo que no captó fue su profundo poder corruptor de todo y de todos quienes la adoptan como método predilecto, incluyéndolo a él, quien terminó siendo fagocitado por lo que contribuyó a poner en marcha lo que no es raro en las revoluciones. Bajo cualquier parámetro, Lenin y Trotsky reúnen todos los cargos para que un tribunal de La Haya les juzgara por crímenes de lesa humanidad hoy en día.
De todos modos, sigue siendo un tema de controversia y especulación historiográfica si Stalin fue una consecuencia inevitable de cómo los bolcheviques llegaron al poder y, particularmente de cómo lo conservaron. La historia es un dominio en el que se entreveran las tendencias con lo contingente y difícilmente puede decirse en una coyuntura dada cual de esos factores prevalecerá. Pensar en los eventos históricos como silogismos en donde las consecuencias se deducen de premisas es ya una presunción rayana en estupidez. Las personas pesan tanto como las estructuras y toda persona es de suyo un accidente de bajísima probabilidad que acontezca (somos una improbabilidad en un universo improbable, diría Ray Bradbury). Tal vez Stalin no fue una necesidad histórica, pero sí un caso de alumno que supera al maestro.
Otra especulación es si el leninismo fue una maldición inmerecida que cayó sobre el marxismo. Para ello hay que entender la fascinación que ejerció la figura de Karl Marx en la Europa de finales del siglo XIX y principios del XX. Sin duda Marx fue un descarriado rabí hegeliano, observador agudo de los asuntos del mundo. Su doctrina, mezcla de retórica de barricada, profetismo mesiánico hebreo (el proletariado como el nuevo pueblo elegido) más el aparato y pedantería de la escolástica alemana, terminó siendo una combinación poderosa. Por primera vez en la era moderna la acción política urgente quedaba cimentada en una visión total del mundo y su devenir. Pareciera así que nunca había tenido un respaldo tan espectacular de la razón crítica. El marxismo proporcionó una conexión única de lo mundano con el drama de la historia y con lo abstracto que no sólo los intelectuales sino las clase sociales educadas fin de siècle no podían ignorar. La Europa empática y sensible al humanismo le interpreta generosamente.
Personajes de la calidad de Jean Jaurès en Francia, Adler en Austria o Bernstein en Alemania aterrizan al marxismo al nivel del quehacer político de la época. Un marxismo ciudadanizado parecía ser la agenda del día. Pero en paralelo está esa fascinación con la violencia siempre y cuando se esté del lado correcto de la historia. El marxismo conlleva el atractivo de que, en nombre de la emancipación de la clase trabajadora, más bien empodera a quienes han captado su vasto aparato teórico y aprenden a decodificar el tramado societal como puras relaciones de explotación, lo que es música para los oídos para quienes no se hayan en el mundo ni gustan de sus caminos: una pléyade de intelectuales y semi intelectuales aventureros, sin lealtades hacia nada ni nadie que proyectan sus propias fisuras, insuficiencias y parasitismos como una caracterización del entorno, del mismo modo que Marx hiciera lo propio en vida. Para Lenin era obvio que dominar semejante doctrina justificaba asumir una posición privilegiada e innegociable en la acción política. Inmediatamente olfateó el potencial despótico del marxismo para quienes supieran utilizarlo.
La catástrofe de la primera guerra mundial destruyó la aportación civilizatoria de las socialdemocracias europeas y es entonces cuando el lado fáustico del marxismo de la mano de Lenin se apodera de la escena. Con el marxismo-leninismo la más espectacular de todas las filosofías políticas decimonónicas se torna en una decididamente asesina. Stalin se encargaría de desarrollarla cual arma de destrucción masiva. La mutación marxismo-leninismo dominará el siglo XX para convertirse en un imán de maníacos megalómanos: no más personajes de la estatura y humanidad de Jaurès ocuparán el primer plano, sí en cambio lo harán los Mao, Ceausescu, Honecker, Castro, Enver Hoxha, Pol Pot o la dinastía Kim, operando todos ellos en contextos culturales ya sea inherentemente débiles o fatalmente debilitados.
¿Cómo una secta cruel pudo imponerse sobre naciones enormes una, otra y otra vez? Tal parece que la precondición era un evento catastrófico al que le termina dando su giro propio: una crisis de autoridad extendida como mancha de tinta por toda Rusia tras la abdicación de Nicolás II en un contexto de derrota inminente; el largo caos en China desde la proclamación de la república en 1911 seguida de la despiadada ocupación japonesa; la segunda guerra mundial en Europa del este; los bombardeos estadounidenses en Laos y Camboya de 1971-72. Con la excepción de Cuba en donde el marxismo-leninismo consume su mayor engaño dentro del caballo de troya de una revolución nacionalista y romántica, en el resto de los escenarios se impone en sociedades que de suyo ya se encontraban profundamente traumatizadas y desorientadas. Pero hay que reconocer que los bolcheviques/comunistas sabían volverle a dar un norte a esas sociedades. Visto desde una manera más fría Lenin y Stalin se podían inscribir en la tradición rusa de los déspotas modernizadores que movilizaron a sociedades enteras a la manera de Pedro el Grande. Es innegable que las mujeres, por ejemplo, encuentran espacios que no tenían en el mundo de la educación y el trabajo. Los años veinte en Rusia fueron fecundos en imaginación y creatividad en distintos ámbitos de la cultura, la ingeniería y las ciencias.
Lenin creó un estado teratológico, pero con el que Rusia pasó la mayor prueba de sobrevivencia de la historia durante la segunda guerra mundial. Boris Yeltsin no se atrevió a desalojar a la momia del Kremlin aun habiendo colapsado la Unión Soviética y ser proscrito el partido comunista. Por más que se rehabilitase la memoria del Zar asesinado con su familia por los bolcheviques en julio de 1918, Yeltsin, al igual que todos los rusos, sabía que la diferencia de la primera con respecto a la segunda guerra mundial fue que, en la segunda, la enorme nación ya había alcanzado al siglo XX, aunque fuese de manera brutal. Para bien y para mal eso es indisociable de lo que Lenin puso en marcha en 1917. Putin también explota esa saga de sobrevivencia para sus fines propios y por lo mismo ni puede ni quiere disociar la idea de que despotismo moderno y sobrevivencia van de la mano en Rusia.
En el siglo XXI el marxismo y el leninismo toman caminos separados. En occidente el marxismo muta en posmarxismo. Ahora los intelectuales existencialmente inconformes sean desde la arena pública, las redes o el mundo académico, aspiran menos al poder político y a transformar las relaciones económicas que a detonar guerras culturales monitoreando el lenguaje, creando neolenguajes, arrogándose la definición de qué es una víctima y qué amerita o no compasión y empatía. Ello en paralelo a una agenda nihilista que rompe con todo y lo denuncia todo porque opresión y conflicto irreductible son las únicas realidades que le resultan reconocibles en el paisaje social.
Por su parte el leninismo sobrevive a su modo en regímenes que han perfeccionado el despotismo a niveles bizarros como la dinastía Kim en Corea del Norte o simplemente se muestra resiliente en Cuba pese a la debacle económica sobre la que preside. Pero el experimento exitoso es el logrado en China en donde el leninismo abandonó al marxismo para fusionarse con la tradición confuciana y crear así un mandarinato renovado que impide que el demos se inmiscuya en el curso del país, dejándole únicamente como esfera de acción la economía. Es el contraste frente a la crisis contemporánea de las democracias occidentales con todo y su ideología liberal que se creían triunfantes tras el colapso de la Unión Soviética. Paradójicamente el partido comunista chino, mediante la construcción de una meritocracia que no requiere de la legitimidad transitoria de las urnas, ha blindado al estado del asalto de las masas, sus vaivenes y caprichos con sus demagogos entrando por la puerta grande. Todo de lo que advertía Sócrates —según Platón— sobre la democracia ateniense y otro tanto Tocqueville de la democracia moderna.
Cual vieja película granular en blanco y negro, la siniestra momia se levanta y quizás hasta ría en sus adentros.