El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae.
Julio Ramón Ribeyro
No soy padre, pero algo hay en la actual narrativa sobre la paternidad que me cautiva. Los padres solían aparecer en la literatura bajo las figuras del padre estricto y opresivo o del padre ausente. Algo ha cambiado para bien. El padre ahora puede ser protagonista de un terreno poco explorado: el padre presente y protector (la literatura deudora del progresismo).
Recuerdo la primera impresión que me causó el párrafo final de L’amour fou de André Breton, un antecedente surrealista de esta nueva literatura sobre la paternidad, dedicado a su hija: “¡Alejarme de ti! Me importaba demasiado, por ejemplo, oírte un día responder con toda inocencia las preguntas insidiosas que los mayores plantean a los niños: «¿En qué se piensa? ¿Con qué se sufre? ¿Cómo se ha sabido tu nombre? ¿Por el sol? ¿De dónde viene la noche?» ¡Como si ellos mismos pudieran contestarlas! Siendo para mí la criatura humana en su autenticidad perfecta, tú debías contra toda verosimilitud enseñármelo… Te deseo que seas locamente amada”.
Karl Ove Knausgård ha dedicado su nueva tetralogía sobre las estaciones a su hija: la paternidad como acto pedagógico esencial (“Yo quiero mostrarte nuestro mundo tal y como es ahora…”) y la sublimación literaria como salvación (“Tú lo verás a tu manera, tendrás tus propias experiencias y vivirás tu propia vida, es obvio que esto lo hago sobre todo por mí mismo: mostrarte a ti el mundo, mi pequeña, hace que mi vida merezca la pena vivirse”).
Andrés Neuman ha emprendido el viaje hacia este terreno literario y salvaje sobre la paternidad. Umbilical (Alfaguara, 2022) es una bitácora poética sobre la espera y la llegada de su hijo Telmo. Es un testimonio para que su hijo le recuerde, pero también para que él mismo rememore esos años en los que la vida es una elipsis, pues nuestros primeros recuerdos en el mundo no son redimibles por la débil memoria humana. Neuman se pregunta cómo es posible que amemos a alguien que aún no conocemos. Umbilical es también una respuesta a esta pregunta.
En la barriga de su madre, el hijo pende de un hilo, pero la fragilidad es de sus padres (“Voy naciendo al decirte”). Carece de nombre (“A falta de otro nombre, lo llamaremos hijo”). Los padres no saben si desean o no conocer su sexo, su identidad él la construirá más adelante (“Ojalá seas una mujer, un hombre, ambas, ninguno. Ojalá no te importe el garabato genital, su proyecto semántico. / Y lo reescribas con el tiempo, y sientas su cosquilla, y la celebres”). Llega el momento de elegir el nombre, la identidad primigenia impuesta por los padres (“Tú mereces llamarte como te dé la gana, cuando moje tu boca el lenguaje silábico. Pero tu madre y yo te impondremos un nombre: es una libertad y un acto de violencia”). Mientras la madre más que creadora se siente anfitriona, el padre habita en el umbral, sin gestarlo le espera, ama, imagina (“Soy este que te aguarda sin gestarte, un hombre que se extraña de haber nacido hombre”). La consciencia sobre la paternidad elegida saca lágrimas al padre (“Y lloro en la cocina pensando en que serás tan bienvenido. No por falta de dudas (que las tuve) ni temores (que los tengo), sino porque has remado por encima de ellos hasta esta cocina con olor a verduras y leche fermentada… No recuerdo si a mí me bienvinieron”). El hijo aún en gestación ya da lecciones al padre (“No me salió llorar cuando nací… Y me tocó una escuela de viriles bobadas donde el llanto era elíptico, un puro sobreactuar de lo contrario… Tenía tanto miedo de que vinieras, hijo, a reencontrarme. Espero que me enseñes a llorar lo no llorado”). El contexto del embarazo se da durante la pandemia (“Por supuesto, no es que te convoquemos en tiempos agradables… Llegas a contracorriente. Naces sobreviviendo”). La paternidad se avisa transformadora (“Encantado, hijo mío, de empezar a la vez a ser lo que seremos”). Desde el umbral que habita, el padre está con su hijo (“Ahí estás, aquí estoy, a un abismo de sólo unos centímetros. La forma de estar juntos de los hombres”). Desde el vientre de su madre, el hijo ya es en el mundo (“E incluso te permites bostezar: ya la vida te aburre, porque vives”). Durante la noche, madre y padre cubren al hijo (“Dormimos de perfil, con su vientre en el hueco de mi espalda, para que permanezcas entre nuestros cuerpos. / Te abrigamos un poco entre paréntesis”), quien la navega como su capitán (“Hace falta descaro para no haber nacido y dirigir la noche”). Empieza a llegar la ropa de quien aún flota desnudo en líquido amniótico (“¿Qué clase de fantasma se viste de antemano?”). La gente pregunta al padre y a la madre cuándo llega el hijo al mundo, extraña manera de negar su palpable existencia (“Ya está en el mundo —insisto… Tú ya habitas el medio, lo trastocas. Estar vivo es paréntesis. Barriga. Hambre de tiempo”). Unos cuantos meses sirven de formación emocional al padre, que gesta al hijo de otra manera (“Se te aprende a querer mientras no vienes; he ahí la otra gestación”). El hijo no conocerá a la madre del padre, y el padre resiente su orfandad (“Te diría que la hacés sentir vieja, y te hipnotizaría entonando tu nombre… Como no tengo madre, vos no tenés abuela. Me estás dejando huérfano de nuevo, hijo, por puro amor”). Se aproxima el parto, al que el hijo se rehúsa inconsciente (“¿Qué intuyes que te aguarda en la frontera? ¿Cuánto sabes del mundo, que no sales?”) El padre asiste al parto, una cruenta batalla (“Dejo que le hagan mal por un bien que no veo. Colaboro con este ritual de indefensión, zarandeos y furia intravenosa… No me sublevo y soy la humillación del cómplice, el cuerpo que se calla”). El hijo nace por fin (“Y fue a la fuerza, hijo, no fueron las promesas naturales. Te empujaron la ciencia, los terrores y algún manual patriarca: la civilización”).
El padre conoce al hijo (“Nos conocimos sin presentaciones en una madrugada de anestesia”), resultado de una orfebrería sofisticada (“¿Cómo puedes tener todo en su sitio, tan recién hecho pero terminado? ¿Dónde estaba el boceto de tus exactitudes? ¿Qué artesanía mínima te hizo?”). Comienzan los desvelos causados por el “pequeño guerrero de la atención” (“No podemos dormir, alucinamos la rutina. Es una ontología centinela”). El hijo llora en superlativos (“Tu alma entera es cuerpo: un monje de los órganos. Catedralicio, lloras con eco… Si pudiera saber qué te hace daño, sería más que un padre”). Sólo el deleite del hijo recompensa al padre (“Mi fuerza de trabajo depende de tus medios de producción de gozo. Lamento confirmarte que el amor negocia”). El presente en su plenitud abraza al padre (“En este exacto trance de comunión, deseo que el instante no transcurra, que tú no crezcas rápido, que yo nunca envejezca…, y ya no pueda conocer otro amor, otro que este” … “No quiero tener prisa, me guía tu presente, pasajero hedonista de la tarde, mi pequeño anarquista sin teoría”). El padre concluye: “Mi vida no será jamás la misma”.
Umbilical es, además, un alegato contra la muerte. Muchos solemos desear que nuestra vida no sea larga sin necesidad. Deseamos un termino elegante. Ser padre, parece la tesis implícita de Neuman, nos hace desear una vida lo más larga posible. También es un alegato contra la costumbre: los hijos renuevan nuestra mirada, la llevan a lugares sospechados pero intransitados. Neuman, como afirmó Roberto Bolaño, ha sido tocado por la gracia. Umbilical conjuga su mejor poesía con su mejor narración: una lectura inestimable. Le conectan hilos con Literatura infantil (Anagrama, 2023) del chileno Alejandro Zambra, los cuales quizá sería oportuno explorar en otro momento; pero, como un ejemplo paradigmático de la nueva literatura sobre la paternidad, Umbilical brilla con luz propia.