La disputa territorial de nuestra época se da en el ámbito de la mente. El capitalismo expansivo y dominante se sustenta en la multiplicación del consumo, impulsando y aprovechando la investigación científica y sus aplicaciones tecnológicas para potenciar la ampliación de los mercados.
Consumo y deseos van de la mano. La multiplicación de estos últimos permite la expansión del consumo. La política ha quedado atrapada en ellos. A causa de su función pública, se ha convertido en un espectáculo definido por la oferta y la demanda del mercado que, además de apoderarse de su lenguaje, ha transferido los centros de gravedad de las urnas a las acciones de las casas de bolsa. Estas últimas marcan día a día los derroteros políticos. Sobre todo, los grandes corporativos que están detrás de ella y moldean gustos y necesidades definiendo las estrategias económicas fundamentales.
Las polis, origen de la política, ha mutado: la megalópolis y el ciberespacio, que hoy se entrecruzan y yuxtaponen a las densidades físicas heredadas, invaden todo y modifican la naturaleza de los espacios tradicionales, virtualizándolos y sometiendo todo a un proceso comunicativo en expansión permanente.
Bajo su poder, los políticos se encuentran desajustados estructuralmente. Transformados en “policías de la cotidianidad permisible”, es decir, en encargados de procesar intercambios de necesidades y satisfactores, su función real se redujo a una actividad imaginaria: hacernos creer que representan la voluntad popular, una abstracción que está en vías de desaparecer o que ya no existe. Se han vuelto los enterradores oficiales del Estado. Carentes de ideas, repiten una mezcla heredada del pasado con la racionalidad estremecedora del mercado.
Este fenómeno mundial expresa el fin de los contenidos políticos en el quehacer de la política y la aparición de mercaderes que ocupan los espacios institucionales de representación. Ajenos a cualquier formación de naturaleza cultural, pero técnicamente dotados para expandir negocios en los que se incluyen, su el lenguaje los delata. Para saberlo, hay que ver sus discursos, los valores que exaltan, los argumentos que esgrimen, los escándalos que suscitan. Su apuesta por el crecimiento y su pretendida búsqueda del orden es, como ya lo han explicado otros, una quimera disfuncional.
El gran ordenador de la interconectividad ha detonado una enajenación colectiva. Abrumada por el cúmulo de información y una exponencial cantidad de tareas, que crean una presión cotidiana, millones de personas de distintos niveles económicos y oficios, buscan urgentemente formas de distensión. En esta atmósfera social de precipitación, exaltación, tensión y demás, se potencia el consumo de todo tipo de drogas.
Podría decirse que la diputa, en esta nueva realidad, no son únicamente los territorios físicos donde los carteles y las fuerzas armadas se enfrentan, convirtiendo las ciudades en laberintos de sombras, sino la mente.
En esta encrucijada, ¿dónde encontrar las fuentes que permitan entender y conceptualizar este vértigo, cuya violencia amenaza a todos? ¿Cómo recuperar las mejores tradiciones políticas que hagan posible construir balances, abrir un camino hacia la justicia, la dignidad, la libertad y generar una democracia real, con adjetivos precisos?
La tradición filosófica en Occidente parte del asombro y el conocimiento de sí mismo. La desacralización del mundo acompañó el desarrollo científico y sus aplicaciones tecnológicas para el dominio de la naturaleza y su explotación, proceso que ahondó una ruptura epistemológica del propio ser al separarlo de su entorno vital como unidad primordial de existencia.
La crisis del siglo XXI evidencia esa dimensión que exige recuperar esa íntima relación que desde la misma perspectiva científica se aprecia hoy como una necesidad impostergable. El deterioro ecológico es una de sus expresiones más urgentes que impulsa a recuperar el sentido y la validez práctica de la interioridad de las tradiciones espirituales expresadas en diversas dimensiones de la cultura, desde practicas físicas mentales hasta concepciones artísticas y científicas.
En el centro de todo está la mente, que hoy sustituye a la fábrica. En las actuales condiciones habría que afirmar que hoy, la explosión económica del materialismo capitalista, asienta su imperio en el dominio paulatino de la operación sistémicas que orientan a la mente, como en su momento lo pretendió hacer el “socialismo real” encarnado en la Unión Soviética, con el uso del discurso ideológico totalitario. Desde su origen, ese socialismo equivocó el camino al ignorar la relación intrínseca entre la libertad y la creatividad, lo que deterioró su oferta social y erosionó sus posibilidades de multiplicar los panes y los peces, para una sociedad sumergida en una revolución científica tecnológica que rompía las fronteras y los esquemas cerrados.
Contra ese equívoco, la cultura de la interioridad se propone ahondar en las alternativas libertarias que proceden del conocimiento tradicional y de los avances científicos que postulan un encuentro de conocimiento compartido, para buscar traducirlas en vida cotidiana. Ella está allí arraigada en lo mejor de las tradiciones espirituales. Falta todavía que se cristalice en un lenguaje político que pueda llevar a cabo propuestas concretas en los ámbitos sociales y construir comunidades que expresen ya no postulados ideológicos, adheridos a formas de poder, sino la experiencia compartida del conocimiento del sí mismo en lo comunitario y de lo comunitario en el sí mismo. Lo que implicaría también, de alguna manera, una sociología de la interioridad, cuya práctica podría renovar la propia tradición política como reconstrucción de las relaciones ciudadanas y el poder. Pero, sobre todo, disminuir la violencia que carcome el alma de los pueblos.