REGISTRO DEL TIEMPO
17/1/2024

Graves: el himno y la sátira

Julio Hubard

No se puede ser poeta y suponer que el lenguaje es un instrumento, una herramienta. Como siempre, uno lee a Graves y llega a la pronta conclusión de que está muy bien, pero muy loco: quién sabe con qué tenga que ver. Uno de sus ensayos más extraños es, de hecho, una denuncia de la baja calidad de los insultos, las blasfemias, las maldiciones: Lars Porsena, Or The Future of Swearing. Ojalá algún editor tenga la inteligencia de hacerlo traducir. A casi cien años de su publicación, la locura de Graves muestra su método: desde 1927,  se pregunta, aunque el misterio carezca de respuesta, sobre el vínculo entre lo sagrado y la lengua. No “el lenguaje”, en ese sentido filosófico o como campo de estudios, sino el habla, la escucha, la conversación; lo que es digno e indigno, la alabanza y el insulto, el temor, la risa, las modalidades de tono y significado con que una comunidad es capaz de comunicar su espíritu o perder toda su sustancia. 


Graves siempre asumió que su lugar de poeta era una función sagrada y que el misterio, o la Diosa, elige a sus recursos: profetas, poetas, sacerdotes; instrumentos, todos, que propician el paso de lo sagrado a la vida humana y el orden del mundo. Cumplen una función medianera: el sentido o el mensaje pasa a través de ellos, pero no es suyo. Hay dos modos de relacionarse con el misterio: el himno o la sátira; la consagración o la profanación; una escala que asciende y una que desciende. Ambas son necesarias. 


Al menos por lo que hace al lenguaje, creemos saber a dónde lleva la impostación de lo sagrado. La solemnidad fingida, la mentira repetida desde el púlpito o el podio rompen el puente que comunica mundo y verdad; verdad y lenguaje; lenguaje y mundo. El discurso se descoyunta cuando un cura, un poetastro o el presidente pueden jurar en vano y actuar atrabiliariamente, sin consecuencias. Cuando al poderoso se le permite un habla sin vínculo con los hechos, necesariamente adviene un vacío, cruzado por angustias sin respuestas, ni en palabras ni en hechos. Quedan muecas y nadie puede llamarlas a cuentas. La mentira manda. Ahí es donde el insulto, la vejación y la procacidad debieran aparecer, tanto para reparar la mentira como para humillar y avergonzar al mentiroso. Unos dicen que el vínculo es con la realidad o con la verdad; Graves dice que es con lo sagrado. Por eso no se le entendió.


Pienso en la rara insistencia de quienes intentaron transmitir el horror cundido entre las palabras, a mediados del siglo pasado. Y ya no me refiero a Graves, sino a Ernst Cassirer (El mito del Estado, 1946), Victor Klemperer (El lenguaje del Tercer Reich, 1957), Elias Canetti (La conciencia de las palabras, 1974) o a dos novelas: la archiconocida 1984, de George Orwell y una joyita de Leonardo Sciascia, Puertas abiertas, ambientada en 1937. De un modo u otro, todos insisten en el vacío que se genera cuando palabras, verdad y mundo pierden lazos entre sí. Cassirer, por ejemplo, se asoma a una pequeña variante en unos cuantos vocablos, y en quién los enuncia, para que un concepto signifique cosas contrarias; Sciascia relata cómo la propaganda del fascismo llevaba a la gente a decir que se habían terminado la corrupción y el crimen, que podían dormir con las “puertas abiertas”, cuando en realidad vivían con miedo y dormían con doble cerrojo. Todos estos libros y autores señalan lo mismo: cuando las palabras no vinculan dichos y hechos, verdad y realidad, no queda sino pulpa para la esclavitud, gente deshabitada de sí, dispuesta a creer en “otros datos”, que por supuesto no existen, pero deben tomarse como más verdaderos que la verdad. 


Una sociedad que no teme el efecto de las palabras en el espíritu y en la mente, dice Graves, acaba criminalizando las ideas, la crítica y la creación. En cambio, un lenguaje creador y fuerte es aquel donde las palabras están vinculadas con el mundo, donde se pueden componer himnos y sentir reverencia, o blasfemar y producir espanto. 


Graves insiste en que, por “vínculo”, hay que comprender algo más que una liga y pensarlo en su sentido también jurídico (de iure, de donde viene “jurar”). Roto el vínculo quedan impostores y aclamaciones desde el vientre. Calumnia y vejación se vuelven recursos a la mano, útiles e irrefutables; del otro lado, a nadie le vale atestiguar la verdad. Quedan gobernantes que pueden decretar que pronto dormiremos con las puertas abiertas o que ya se acabó la corrupción.

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