Coreaban cientos de mujeres, jóvenes en su mayoría, a quienes yo escuchaba con el corazón palpitando cada vez más rápido, mientras caminaba apresurada, cartel en mano con un verso escrito en tinta magenta, nerviosa de que las colectivas y contingentes comenzaran a avanzar y yo me perdiera de ese primer estrépito del pavimento, reanimado por millones de pasos violetas, ferozmente enraizados y capaces de propulsar sus almas a cualquier lugar, lejos de la zozobra y la pena. Llegamos al unísono varias desconocidas, habiéndonos sonreído entre nosotras en el cruce anterior a la Estela de Luz, monumento al engaño, la desviación de recursos y el enriquecimiento ilícito, con el que nadie ha sentido ni sentirá identificación alguna, pero acabó teniendo sobrenombre de pan de tiendita y es hoy punto de reunión para movilizaciones que buscan llegar al corazón de la Ciudad de México y entregar un mensaje a quienes gobiernan el país, concretando un símbolo de lucha, ocupación y preponderancia en la agenda nacional.
Era difícil adivinar la edad de cualquiera de nosotras entre lentes oscuros, gorras, pañoletas, sombreros, pasamontañas, coronas de flores y rostros pintados de morado. En todo caso, ese dato, nuestra relación o la filiación a alguna colectiva en ese lugar, en ese día, eran información irrelevante porque, genuinamente, ahí todas éramos iguales. El 8M es, año con año, una reunión masiva pero tribal, carente de jerarquías y basada en el respeto absoluto a lo femenino, en la empatía con el dolor propio y ajeno, unido por el salvoconducto del género o sexo. El calor era sofocante y el sol caía en picada sobre las cabezas calientes de las miles de mujeres y diversidades que comenzábamos a darnos cita, pañuelos al puño, afiche en mano (algunos de ellos memorables por lo que ahí se leía, otros por sus virtudes plásticas y capacidad para comunicar toda una problemática social en la extensión de una cartulina), nudo en la garganta y vacío en lo que mi abuela llamaba boca del estómago, que nadie sabe bien a bien dónde está, pero sí cómo me siente cuando alguien te sigue en el andén del metro o en una calle poco iluminada, cuando recibes mensajes intimidatorios con fotografías que compartiste con alguien en quien confiabas, cuando una amiga no responde los mensajes y su ubicación está detenida en un punto extraño por varios minutos, cuando le temes a tu pareja o a alguna persona cercana que ha comenzado a incomodarte o agredirte so pretexto de un cierto poder superior. Todas hemos sentido ese horror en ese país, en mayor o menor medida; alguna vez, en una reunión donde yo no conocía a todas las mujeres sentadas a la mesa, pero se conversaba sobre el tema del acoso entre niñas o adolescentes, me aventuré a preguntar quiénes lo habíamos vivido en carne propia. Tan sólo dos de las veinte que ahí éramos, no levantaron la mano: una agachó la cabeza y la otra dijo que tenía una memoria rara, pero no podría precisar si se había tratado de un abuso o de algo que su mente almacenaba de manera confusa. De ahí en adelante, hice el ejercicio en conferencias, salones de clase y reuniones familiares. El resultado siempre era similar. Ese dolor, mío y de todas las que asentían y daban un trago al agua para contener las lágrimas o la furia de quien con resentimiento lo aceptaba y compartía con un coraje vivo lo que la marcó de por vida, me tenían ahí. Eso y mi propio dolor, mis miedos, los diarios con más de diez mujeres asesinadas al día a causa de su género en este país que amo y temo.
En el 8M todo eso encuentra una especie de catarsis, quizá por encontrarnos juntas y seguras, quizá por visibilizar aparatosamente lo que tanto callamos, quizá porque aprendimos que merecíamos justicia y, ante su ausencia por parte de un estado fallido, debíamos exigirla como fuera. Y ahí estábamos, pese a todo, felices de encontrarnos aunque nunca antes nos hubiéramos visto, devotas de las plegarias que levantábamos ese día, convencidas de la pertinencia y necesidad de nuestros reclamos, orgullosas de tomar juntas las calles, hacer nuestra la ciudad y convertirla en memorial de asesinadas y desaparecidas, sanatorio de nuestras heridas, fiesta de nuestras vidas, algarabía de nuestras ancestras, llamada de alerta, grito de denuncia y auxilio, todo al mismo tiempo, como sólo nosotras comprendemos y podemos hacerlo. Para esto no hay manual, nos guían una larga historia de opresión y una realidad horrenda.
Cabellos negros, rubios, rojizos, multicolor. Tops, croptops, topless, camisetas moradas, lilas, rosas, negras y blancas, ajuares teatrales diseñados como medios de protesta, alas e, incluso, vestidos de novia ensangrentados con pintura bermellón. Cuerpos calientes, cuerpos ardiendo de sol, de contigüidad, de miedo y de rabia. Crías con sus madres, mujeres mayores con pinta de abuelas y no tan mayores para serlo pero sí para tener hijas o sobrinas, adolescentes tímidas aprendiendo por primera vez las consignas, jóvenes emocionadas, conmovidas, atemorizadas, confrontativas, seguras de estar ahí, líderes natas; madres, muchas madres como yo, con hijas e hijos de todas las edades, aterrorizadas de tan solo pensar en no volver, un día dado, el menos pensado, a casa pero, sobre todo, perplejas ante el posible horror de que nuestras crías sufran algún tipo de violencia en un futuro próximo o incalculablemente lejano pero bien posible en un país con tasas bélicas de violencia, acoso, violaciones, homicidios y lo que nos escupe cada 8 de marzo a tomar de nuevo las calles, porque no nos es posible vivir así: los feminicidios.
“No que no, sí que sí, ya volvimos a salir”, gritábamos todas mientras hacíamos nuestro el paseo de la Reforma diseñado para Carlota, una consorte que pasara a la historia como la histérica que perdió la razón tras la muerte de su emperador marido y que se deleitara con amantes en estas tierras, para luego fugar su mente a causa de la pérdida del consorte; todo dudoso, lectura evidentemente sesgada porque Carlota nació mujer y no hombre blanco, europeo y empoderado. Ese mismo paseo era, ahora nuestro como desde hace varios años y lo sabía, vestido de jacarandas para recibirnos, retumbando en sus centros esta tierra al ser el trampolín de cientos de miles de mujeres saltando al coro de “la que no brinque es macho”. Bien pegadas unas a otras, oliendo nuestros humores y leyendo nuestros nombres, tipos sanguíneos y teléfonos escritos con plumón en el antebrazo, acuerpándonos para reclamar que “vivas se las llevaron y vivas las queremos”, que “ni una más, ni una más, ni una asesinada más”, convocando a transeúntes a pie o en bici con el “mujer consciente se une al contingente”, confrontando a los curiosos con el “señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente”, invocando a las amadas ausentes con el “mujer, escucha, esta es tu lucha” y con el “entiende, hermana, si te pega no te ama”, refrendando nuestra unión al clamor de “tranquila, hermana, aquí está tu manada”. Al frente de cada contingente, las madres buscadoras de todo el país, los familiares de asesinadas y desaparecidas, así como de infancias abusadas o víctimas de homicidio, unas como parte de asociaciones civiles por un país mejor; otras andando en soledad porque la pena es inmensa y cada una va eligiendo cómo puede llevarla a cuestas. En medio, todas las demás: los millares que hemos sido acosadas, abusadas, violentadas de todas las maneras posibles (sexual, laboral, académica, económica, emocional, psicológicamente), revictimizadas por autoridades públicas y privadas; hechas una con amigas, madres, hermanas, hijas, sobrinas, primas, mujeres en cualquier grado de cercanía que han sufrido, que hemos padecido desde niñas por el simple hecho de ser mujeres. Ese día, por ese instante, libres, seguras entre las otras, tranquilas, gritando hasta desgañitarnos, andando hasta doler los pies para tocar la plancha de la Plaza de la Constitución y sentir que hemos avanzado un poco más en la lucha por el respeto, la dignidad y la justicia, bailando al ritmo de tambores y free styles, aplaudiendo, riendo, llorando, abrazando, ayudando: viviendo intensamente esas horas, tres o cuatro de las más inolvidables de cada año y del resto de nuestras vidas. Esas vidas que anhelamos no solo largas sino libres, sin miedo, sin violencia, sin sabernos vulnerables por el género que un proceso genético nos asignó para mantener un equilibrio natural esencial, pero que se ha tornado en un factor de riesgo, una desventaja, un peligro vital permanente en un país que, por desgracia, aún no comprende el movimiento. Porque de lo que se hablará es de las pintas, de los vidrios rotos, de los monumentos agredidos, de la necesidad de colocar vallas, pero no de los tocamientos en el transporte colectivo, de las violaciones en las casas por familiares cercanos o en los bares por quienes se hicieron pasar por amigos; tampoco se mencionarán las parejas que sobajan, humillan, golpean u obligan al contacto sexual, ni mucho menos se comentarán las miles de niñas, niños y adolescentes que son vendidos para trata y pornografía; y ya ni hablar de la irrefrenable sexualización del cuerpo femenino en medios de comunicación y diseminada hasta el tuétano en una sociedad que nos ha convertido en objetos de compraventa. Eso se calla y se ha callado siempre, pero no más.
Dice Judith Buttler “esta lucha se caracteriza por el deseo de entablar una práctica comunicativa con el Otro en la que el reconocimiento no tenga lugar ni como un suceso ni como una serie de sucesos, sino como un proceso en curso que también plantea el riesgo físico de la destrucción” (2021, p. 191). La cito porque quiero terminar diciendo que la marcha del 8M, este y todos los anteriores, este y todos los venideros, es sólo una parte del larguísimo proceso de visibilización, cuestionamiento, replanteamiento, reeducación, impartición de justicia, cambio sistémico y reestructuración que le esperan a nuestra sociedad para que las mujeres, infancias y diversidades podamos, de verdad, vivir plenamente como seres íntegros, autónomos y con la misma garantía de seguridad que el género que, de facto, controla, domina y administra esta sociedad desde tiempo inmemorial. La respuesta estará, sin duda, en la luz que arrojen las teorías de los feminismos decoloniales latinoamericanos (Zaraogicn, 2020, p. 90) (construyendo a partir, también de los disensos entre esas voces) y, a futuro, en la ternura radical que convirtamos en el credo de nuestra cultura desde la crianza, sembrando nuestro suelo de seres capaces de entender las relaciones con lo otro, cualquiera que esto sea, desde el respeto absoluto, la libertad y el amor. La niña de las alas frente a mí, me lo recordó y hoy queda, como manifiesto, aquí. YO SÍ TE CREO.
Referencias
Butler, J. (2021), Deshacer el género, México: Paidós.
Zaragocin, S. (2020), La geopolítica del útero: hacia una geopolítica feminista decolonial en espacios de muerte lenta, Abya-Yala.