Esta palabra francesa que suele traducirse como renacido, aparecido, resucitado comenzó a interesarme cuando la leí en el contexto de L’écriture ou la vie de Jorge Semprún, donde la utiliza para expresar la incomunicable experiencia de su estancia en el campo de concentración nazi de Buchenwald. Puesta en su pluma, la palabra se vuelve intraducible al español. Define más que una idea, una experiencia, una “sensación”, no “la de haber escapado de la muerte, sino de haberla atravesado. Mejor, de haber sido atravesado por ella. De haberla de alguna forma vivido. De haber regresado como se regresa de un viaje que te transformó: te transfiguró, quizá”. Al leerla en él, encontré no sólo la palabra que expresa la experiencia que llevo conmigo a raíz del asesinato de mi hijo, sino la de todas las víctimas que han sido alcanzadas por el infierno de México ¿Cómo traducirla para comunicarla en nuestra lengua? Ciertamente no es “renacido”. Un revenant, como lo expresa Semprún, no es alguien que volvió a nacer; no es un sobreviviente. Tampoco un “aparecido”, cuyo peso lingüístico se acerca a lo inmaterial. Mucho menos un “resucitado”. La resurrección, que significa “levantarse de nuevo”, remite inmediatamente a Jesús que vuelve a la vida en un cuerpo, dice la teología, “glorificado”, devuelto a su realidad más prístina. Me parece entonces que la palabra exacta en español es literalmente “revenido”. Aunque existe, no se refiere a lo que el francés de Semprún expresa con revenant. “Revenido” está, en el lenguaje de la física, más cerca de “resucitado”. Define, dice el diccionario, el “tratamiento térmico que permite disminuir la fragilidad del acero después de ser templado”. Es una palabra que puede asociarse, en la experiencia de las víctimas, con la de “resiliencia”: “la propiedad que poseen ciertos materiales para recuperar su forma original después de haber sido sometidos a una fuerza que los deformó”.
Si atendemos la vida de Semprún, lo que de ella nos narra tanto en L’ecriture ou la vie como en su obra entera; si atendemos la forma en la que muchas víctimas en México hemos respondido a la infierno de la violencia y la muerte, hay algo de este sentido. Pero la experiencia y la presencia del revenant no es esa. Ella, vuelvo a Semprún y a mi propia vivencia, está llena de espanto. El revenant, al mismo tiempo que provoca compasión, genera cierto sentimiento de miedo y repulsión, como si lo que nos sucedió nos hubiera colocado en una extraña franja de la vida. Si resistimos no lo hacemos de manera “resiliente”, sino en la deformidad y el horror. Tal vez quien mejor lo describe, además de Semprún en la primera parte de L’écriture ou la vie, “Le regard”, y de Anna Ajmátova en el epílogo de Réquiem (Ahora sé cómo se desvanecen los rostros,/ cómo bajo los párpados anida el terror,/cómo el dolor traza en las mejillas/ rudas páginas cuneiformes,/ cómo unos rizos cenicientos y negros/ se tornan plateados de repente,/ la sonrisa se marchita en los labios dóciles/ y en una risa seca tiembla el pavor) sea Nikos Kazantzakis en la narración que en La última tentación hace de la mal llamada “resurrección de Lázaro” y su muerte, un relato al mismo tiempo conmovedor y sobrecogedor. Como el revenant que cada víctima es, el Lázaro de Kazantzakis no es un “resucitado”. Trae la muerte consigo. Vive apartado en un cuasi mutismo. Su piel lleva las improntas que describe Ajmátova y más. Está en el mundo y no está. Es un revenant, un testigo del horror, un ser que aguarda la justicia de la que lo han despojado y “vive” en esa “espera sin esperanza” de la que Eliot nos habla en East Coker.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra en México y Gaza, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.