“¿Qué es una casa y como reconocerla?” Pregunté hace años a mi profesor favorito en la facultad. “Depende de ti elegirla. Casa es el lugar al que eliges pertenecer, que decides cuidar y hacer tuyo”. “No hay destino, no hay tesoro”, solía repetirme: “nosotros mismos proyectamos un sentido, un camino, porque creemos que lo necesitamos para vivir”. Me miró fijamente con sus ojos azul hielo y añadió, grave: “Mi hijo murió cayendo por una montaña. Como una hormiga obedeciendo la ley de la gravedad. No hay nada más allá de las leyes de la naturaleza”.
Esta noche estoy en un no-lugar, una u-topía: el aeropuerto de Madrid, puente entre mi pasado hogar y mi nueva demora, cuya voz y aromas aún estoy aprendiendo a reconocer como “casa”.
En este lugar fronterizo, veo mi historia. Hace falta una frontera para darnos cuenta de los pasos que hemos dado y reconocer las decisiones que tomamos hace mucho tiempo y que sólo ahora, quizás, podemos mirar a la cara, reconociéndolas hasta llegar a decir: “sí, lo hice yo”, “esta soy yo”. ¿O tal vez se trate de otra proyección, otro sueño, él de libertad?
Viajar entre mis mundos, entre lo viejo y lo nuevo, es como viajar en el tiempo: redescubrir lo que quise, temí, creí, esperé... y revivirlo, pero con ternura e ironía, porque ya sé cómo acaba. Ya sé que acaba. Que este pasado ya no es mi casa. Está muerto, es una calavera que me sonríe.
Esta vez el viaje a mi pasado me llevó a una tumba. La de mi abuela, que veo ahora por primera vez. Sorprendida, pienso: “¿no es ridícula la muerte? La idea de que existe un final es absurda y este sepulcro es de alguien que sigue vivo: puedo oír su voz, el olor a menta de sus manos. En mi mejilla aún queda un rastro de su pintalabios... El final absoluto no es posible, no lo es”.
“¿O soy yo, una vez más, quien necesita este sueño?” “¿Es la vida la que es ridícula?”
Erramos al pretender no ser vagabundos, al creer en un camino porque tenemos dos piernas y para usarlas tenemos que creer que hay un camino. El camino. Nuestro camino hacia el tesoro.
Vuelvo a la capilla de mármol rosa... y a su cuerpo gris y a la mirada perdida de sus ojos en los últimos días, que ya llamaban a otro lugar. “Yo no estoy aquí”. “Este no es mi hogar”. Como el Preludio al Parsifal de Wagner, que me acompaña y empuja hacia un más allá, hacia un nuevo tesoro, un nuevo sueño. “¿Qué es la verdad y qué es el sueño?”
Se dice que Zeus castigó a Morfeo por revelar, en sueños, el futuro a los hombres. El sueño es una verdad privada, que no podemos compartir. Pero a veces ocurre. A veces nos encontramos con alguien que comparte nuestro sueño y estuvo en él. Y el reconocimiento es inmediato. Lo sabes, no necesitas hablar de ello, ni demostrarlo. Tú estás en mi sueño y yo estoy en el tuyo. Tú eres mi tesoro y yo soy el tuyo. Vuelvo a mirar el mármol rosa. “Es el sepulcro de alguien que sigue vivo”, me repito. Y de repente temo a la muerte. El que ya no quiere, ya no teme. Veo tu rostro y tiemblo…
De vuelta a México, a las clases, siento en mí una ruptura y, al mismo tiempo, una serenidad nueva, que no conozco. Por primera vez, intuyo qué significan las palabras de mi profesor sobre el hogar. Elegir es dejar ir, hacer espacio a lo nuevo, al presente, a las incógnitas del futuro, sin aferrarse al ideal ilusorio de reconstruir un pasado que ya no existe y que nunca fue. En las clases volvemos al tema del hogar. Discutimos sobre la distinción entre Eu-topia (el buen lugar) y las distopías, de cómo el primero puede repentinamente volverse en el segundo, en lo distópico, si el corazón ciego arrastra la razón agarrándose a una construcción de un pasado mítico y falso, ajeno al cambio y a la pluralidad… como en los sueños ilusorios de los infantes que no pueden compartirlos, que no tienen poder sobre ellos y se vuelven sus víctimas. Crecer significa quizás dejar ir aquella visión de un antiguo Jardín del Edén y utilizar esa nostalgia para construir algo mejor, porque es real, aunque imperfecto y mudable, a partir del lugar presente, y no de un ideal pasado. El presente es la única realidad que podemos y hemos de cuidar para que los sueños se transformen en visiones compartidas y no en distopías. Hay que dejar ir… dejar que las heridas se cierren y se conviertan en cicatrices, que como en el arte del Kintsugi, nos permitan reconstruir al mundo y a nosotros mismos con resina y oro.