Entre los personajes de la literatura que han encarnado la santidad, el príncipe Mishkin, de El idiota, tiene un lugar aparte. No en vano Nietzsche, haciendo referencia a él, llamó a Cristo con ese mismo adjetivo: idiota, no en el sentido moderno de la palabra, un trastorno mental caracterizado por una frustrante incapacidad para aprender, sino en el sentido de una lúcida conciencia que permite ver el mundo en su exacta bondad, y que para quienes estamos inmersos en las preocupaciones y pasiones del mundo puede parecer una idiotez, la mirada de un hombre ingenuo, de un pendejo, como diríamos en México.
Esta mirada, que es la temperatura con la que Mishkin capta la realidad, está hermosamente resumida en una frase que el Staretz Zosima exclama en Los hermanos Karamazov: “No comprendemos que el mundo es el paraíso. Pero bastaría con que lo deseáramos para que apareciera inmediatamente ante nuestros ojos”.
¿Pero de dónde pudo Dostoyevski sacar esa visión con la que impregna a su personaje más conmovedor? Según Joseph Frank —quizás el mejor de sus biógrafos—, de la experiencia de muerte-resurrección que tuvo cuando, después de su proceso político por conspirar contra el gobierno de Nicolás I —proceso que lo llevaría a purgar cuatro años de prisión en Siberia—, el zar, como un escarmiento a los petrashevkistas, les simuló un fusilamiento.
Esta sensación de haber escapado a la muerte cuando durante un segundo, frente al pelotón de fusilamiento, estaba seguro de que al instante siguiente le sería arrebatada su vida, produjo una aproximación distinta al conjunto de la realidad. Lo dice en las líneas de una carta que poco después, al saber que será enviado a Siberia, escribe a su hermano Mijail: “[...] La vida es un don, la vida es felicidad; cada minuto puede ser una eternidad de felicidad [...]”.
Estas palabras tratan de trasmitir esa deslumbrante verdad que, en ese segundo, como en un instante de iluminación, se grabó para siempre en su existencia: la clara verdad —que Francisco de Asís también percibió cuando devastado, enfermo, y frisando la muerte, vuelve fracasado a su pueblo— de que la vida misma, en su inmensa gratuidad, es el bien más preciado, el don gratuito de la contingencia.
Dostoyevski, como lo muestra su idiota y su Zosima, jamás olvidará esa luz ni la esperanza de comunicarla a otros. Con ella, con esa idiotez en su alma, irá a Siberia, y esa misma idiotez le permitirá sobrevivir las humillaciones de esos años. “No estoy descorazonado ni abatido —continúa en esa carta que le envía a Mijail—. La vida es vida en todas partes. La vida está en nosotros no en el exterior [...]”.
La súbita iluminación que tuvo Dostoyevski esa fría mañana frente al pelotón de fusilamiento, fue la conciencia de que el hombre no es esclavo del tiempo y de la muerte, sino que dentro de sí lleva otro tiempo: la vida como pura presencia de amor y gratuidad. Su idiotez, que retrata en Mishkin, y que en Siberia lo hizo un hombre silencioso que padeció las más duras y dolorosas humillaciones, que, después de trabajar como un esclavo, buscaba un remanso para la lectura o el relámpago de una conversación o de una idea, que “le gustaría mucho amar y abrazar”, y que tenía una lúcida percepción del poder salvador de la esencia escatológica de la fe cristiana, es algo más que una propuesta literaria, es una invitación a aprender a mirar el paraíso en el centro del mundo, a romper la experiencia dualista que nos encadena a las fracturas de la realidad y a experimentar la vida en su exacta y armoniosa realidad. Su espiritualidad, como lo señala Joseph Frank, es similar a la que los teólogos definen, al referirse a los primeros cristianos, como una espiritualidad “interina”, una espiritualidad que nace de la conciencia de sentirse un hombre de los últimos tiempos en espera del inminente restablecimiento del Reino. Bajo esa óptica sólo hay tiempo para mirar la alegría del mundo y para el abrazo fraterno de la reconciliación.
Ningún escritor cristiano ha visto y descrito esto como lo vio y lo describió Dostoyevski en un estado de perfecta idiotez.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.