Los que profesamos la fe cristiana nos distinguimos radicalmente de cualquier otra religión, porque creemos que Dios encarnó en Jesús de Nazareth. Jesús vivió y murió como judío y nos transmitió a todos el legado judío que llamamos Antiguo Testamento. Las autoridades judías de su tiempo no pudieron aceptar que Él se considerara y proclamara uno con el Padre, de ahí provino la condena. Esta condena el romano Pilato no la podía ni la pudo entender: Jesús le había confiado que su Reino no era de este mundo, luego no ponía en peligro el dominio romano, del que Pilato era custodio. Consideró al nazareno un justo y a los judíos que lo condenaban unos fanáticos con los que tenía que quedar bien para sostener la pacificación bajo el orden romano. Pilato era un político y actuó como tal.
Jesús nos enseñó que quien lo veía a Él veía al Padre y en la llamada última cena, al convertir el pan y el vino en su carne y en su sangre, nos dejó un legado: quien come su carne y bebe su sangre es uno con Él, uno con el Padre en el Espíritu Santo. Mi cuerpo, por lo tanto, ya no me pertenece. Ningún cristiano, hombre o mujer, puede, a partir de esa fe, considerarse dueño de su cuerpo. Así se construye la fraternidad y con ella la vía real para que la propia fraternidad no sea una abstracción vana e ilumine el sacrificio, la renuncia, la generosidad, la entrega de sí… Entrar por la puerta estrecha, procurar comprender a los que percibimos como nuestros enemigos, ser consciente, empero, que sólo nuestro Padre es santo y que la imperfección, la caída, el pecado son inherentes a la criatura humana constituye el misterio de la fe cristiana. Perdonar al otro luego de asumir nuestras miserias para calar hondo en la igualdad consustancial de los seres humanos. A lo largo de los siglos, en medio de la corrupción romana y vaticana, hombres y mujeres han mantenido viva esa llama que acompaña a los apestados, en el cuerpo y a veces también en el alma, de todos los territorios. A Francisco, el de Asís, se le revela cuando de regreso de la Cruzada se topa con el leproso y asqueado, lo que es natural que le sucediera, sigue adelante; entonces, ¡ay!, sucede el misterio, una luz que le cubre, una revelación inconsciente, que le hace dar marcha atrás y besar al leproso. Creo, sí, aunque es absurdo.
En el misterio de la Encarnación reside el alfa y el omega de la fe cristiana. Y a partir de aquel hecho histórico la corporeidad se ilumina de una nuevo significado.